EL PAíS › OPINION

Del primer día peronista a hoy

 Por Mario Wainfeld

El 17 de octubre fue el primer día peronista. Juan Domingo Perón existía, era un protagonista político relevante. Las medidas laborales y sociales promovidas desde el gobierno de facto fueron fundacionales, había convulsionado la realidad preexistente. El talentoso economista Enrique Silberstein especuló, allá por los ’70, que el peronismo conservaba vigencia básicamente por esas movidas iniciales, que luego se completaron o ampliaron. La hipótesis es polémica si se la toma al pie de la letra, pero da acabada cuenta de lo mucho que ya había construido Perón.

“El pueblo”, las “masas disponibles”, la “clase trabajadora” también existían: por eso pudo o pudieron desembarcar en la Plaza de Mayo defendiendo (e inventando, de algún modo) a su líder.

Pero sólo la confluencia entre, llamémoslos feamente, los dos factores conjugó el primer día peronista.

Las vísperas pintaban aciagas. Perón, precisamente por su modo de existir, se había constituido en un peligro y un exceso para el régimen que integraba: lo arrestaron, lo llevaron a Martín García. El 14 de octubre el entonces Coronel del Pueblo se daba por perdido en una carta amorosa dirigida a Evita. Pediría su retiro, le contaba vencido a su “adorable tesoro”, su “queridísima chinita”, a la que evocaba con “los ojos húmedos”. Se irían a vivir juntos, el hombre escribiría un libro...

La carta conmovió a un no peronista eventualmente antiperonista, Félix Luna, quien la divulgó masivamente en su notable ensayo El 45. Un peronista bien peculiar y profundo, el sociólogo Horacio González, también comentó con garbo esa renuncia que no buscaba el “operativo clamor”.

La vida política de Perón y del peronismo no tocó a su fin en Martín García. Pudo ocurrir, no sucedió. El 17 de octubre se colmó la Plaza histórica, el subsuelo de la Patria se sublevó, se elevó hasta las fuentes, clamó y avanzó cincuenta casilleros.

A la noche, el líder salió al balcón. Habló poco, entre otras variables porque no tenía nada preparado y era muy tarde. En sus últimas palabras les pidió a los asistentes que se quedaran quince minutos más porque quería guardar en su retina esas imágenes. El 12 de junio de 1974 se despidió desde ese mismo balcón comentando que se llevaba en sus oídos la más maravillosa música que “es para mí la palabra del pueblo argentino”. Este párrafo íntegro es plagiado libremente por el cronista al sociólogo Luis Alberto Quevedo a quien se lo escuchó ayer nomás.

En la deriva de la retina a los oídos el peronismo y Perón mismo se dieron por terminados en varias ocasiones. Con el cruento golpe de 1955, con la represión y proscripción ulteriores, con la muerte del ya tres veces presidente democrático sucedida en 1974. Siempre era posible el cierre, en varias etapas hasta lógico. Tanto extrañamiento del poder y del Estado, tanta saña y exclusión después. Tantos errores, sangre y pésima sucesora en el tercer mandato... La muerte del conductor cesarista, ni qué hablar. La dictadura surgida el 24 de marzo de 1976 se propuso, en concepto, desperonizar a la Argentina, al Estado, a la conciencia popular...

Sin embargo, el peronismo subsiste (y cómo). También escabulló un final más digno, leal e incruento que pudo ser y no fue: ser desplazado del escenario después de la derrota electoral de 1983, cuando el presidente Raúl Alfonsín le ganó en buena ley.

A esta altura de la soirée, el peronismo pasó la edad jubilatoria, con más tiempo de vida sin su jefe fundador que con él.

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Ayer mismo, se conmemoró el Día de la Lealtad, en distintos formatos. El kirchnerismo, la versión que domina la escena actual, se asentó en la Plaza de Mayo en un acto extraño, sin oradores, condicionado por la ausencia forzosa de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. En lo institucional, el vicepresidente Amado Boudou puede sustituirla. El liderazgo político no se suple ni se inventa, de ahí el formato inusual.

El titular de la CGT opositora, Hugo Moyano, armó un acto menor en las puertas de la central obrera. Otros dirigentes optaron por la recordación en cónclaves.

Nada de novedoso ni de flamante hay en las divisiones del peronismo. El Coronel (que luego sería degradado, ascendido a General y a Teniente General según pasaban los años) era un hombre de orden: aborrecía las fragmentaciones. Pero antes que nada era un político que también las alentó o soportó y las condujo mientras pudo.

Las divisiones, las pujas internas (más o menos brutales al vaivén de las épocas) son connaturales al peronismo. Desde 1983 han encontrado dique y cauce en el sistema democrático. Desde 2003 se atraviesa una etapa de infrecuente estabilidad, lo que no obsta a los enfrentamientos internos. Una herramienta clásica es el peronómetro que mide la pertenencia de los adversarios y con asiduidad la niega. “Peronistas somos todos”, enunció Perón, que era socarrón y dado a las exageraciones didácticas. Sin llegar a tanto, el cronista cree que la identidad peronista tuvo y tiene muchas facetas. Carlos Menem, Néstor y Cristina Kirchner, Augusto Vandor, Saúl Ongaro, Saúl Ubaldini lo fueron o lo son. Y tantos etcéteras que no cabrían en esta columna.

He ahí uno de los intríngulis del peronismo. Corroborar su existencia es más sencillo que explicar con rigor su perduración. Esa explicación es más sencilla que encajarlo en taxonomías o clasificaciones. Y predecir su evolución es bien arduo, como dan buena cuenta las memorias precedentes, que lo pintan como a “la cigarra”. Tantas veces lo mataron, tantas desapareció, sin embargo está aquí.

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Hoy día, distintos sectores del peronismo se aprestan a competir en la provincia de Buenos Aires. Sumarán, casas más o casas menos, las tres cuartas parte del gigantesco padrón. Tal vez un cachito más. Como nunca en su saga, un dato que se repite con leves variantes desde una década.

Esa elección es descripta con magro ingenio como la “madre de todas las batallas”, acontecimiento terminal que acontece con frecuencia.

Se da por hecho que el veredicto popular sellará el final del “ciclo kirchnerista”. Con lecturas diferentes, aunque con puntos de tangencia, el intendente de Tigre Sergio Massa y el gobernador bonaerense Daniel Scioli “se prueban la pilcha”. En su torno se elaboran profecías a dos años vista y final garantizado. Como son peronistas ambos challengers, los antiperonistas que detestan o rechazan al actual gobierno le atribuyen una virtualidad mayor, se entusiasman así sea por un ratito.

El peronismo no es un fenómeno inexplicable ni irracional. Su larga historia comprueba que hay sobradas razones para comprenderlo. Entre tantas, la que insinuaba Perón: la falibilidad de sus adversarios, que a menudo lo embellece. Lo que pretenden sugerir estas líneas es que es chúcaro para las profecías simplistas o las lecturas lineales. Eso, insinúa este cronista, vale también para el porvenir de su versión del siglo XXI, aquella que produjo los mejores momentos de gobierno peronista después de los diez años que siguieron al remoto 17 de octubre.

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Imagen: Bernardino Avila
 
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