EL PAíS › EL DEBATE EN EL CENTROIZQUIERDA

Entre el cinismo y lo posible

El año termina con una discusión que sube el tono en el seno del espacio progresista: los que acusan un abandono de ideales para llegar al poder y los que señalan que el idealismo debe acomodarse a la realidad de la gestión. Más opiniones de los protagonistas de este debate.

ANIBAL IBARRA.
Entre la coherencia y la eficacia

La izquierda argentina, en diferentes grados y por diferentes motivos, tendió tradicionalmente a estancarse en una encrucijada entre coherencia y eficacia. Una mirada reduccionista y autocomplaciente que impide compatibilizar estas líneas anuló muchas veces nacientes alternativas políticas. Por mi parte, entiendo la coherencia como el eslabón que anuda pensamiento y acción y no como una mera lógica interna del campo de las ideas. Entiendo eficacia como la capacidad para articular un diagnóstico y un ideal: no podemos esperar a que la realidad se adecue a lo que quisiéramos. Nuestro trabajo es conducirla día a día a un lugar más parecido al que soñamos.
Sin coherencia, la política queda reducida a una mera voluntad de poder, y desde allí se mimetiza con los intereses de la concentración económica. Ese fue el trayecto cínico de los 90. Y no sólo de los noventa. Sin eficacia, las ideas, por válidas que sean, quedan reducidas a su dimensión teórica. Esta distorsión confunde al dirigente con el analista. El escudo de la coherencia ha ofrecido un refugio a la renuencia a asumir responsabilidades. Permite mirar el conflicto desde afuera. Describirlo, tal vez con inteligencia. Pero renuncia a resolverlo. Hoy, la novedad del espacio progresista consiste en que hay, en distintos espacios de gestión y en distintos partidos, un grupo de dirigentes convencidos de que gestionar no es capitular.
Por el contrario, estamos dispuestos a absorber el impacto de lo real sin renunciar a transformarlo. Nos hacemos cargo. No somos analistas. Tenemos voluntad política: es decir metas conceptuales y capacidad de gestionarlas. Tampoco perdemos de vista las metas a alcanzar, no estamos hipnotizados por el paisaje de la crisis o por los espejismos del poder.
Aunar dos dimensiones –coherencia y eficacia– en la gestión de la Ciudad de Buenos Aires nos permitió no perder el rumbo cuando estalló la crisis. Si no hubiéramos sido coherentes con nuestra convicción en pro de la integración, de la defensa del espacio público, de la red de valores sociales y la ética, la ciudad hubiera estallado. No salimos indemnes. No hubiera sido posible ni deseable. Sólo un gobierno autómata podría salir indemne cuando la sociedad estalla. Nos tocó gobernar entre las esquirlas de un modelo que implotó. Nos hicimos cargo.
Si no hubiéramos sido eficaces, si no hubiéramos tenido los reflejos para replantear el camino planificado, reorganizar prioridades y contener a las víctimas de la debacle, el ejercicio del poder se hubiera vaciado de sentido. Considero que esta forma de entender la responsabilidad del poder político es el factor común que identifica a quienes integramos hoy el campo de la “transversalidad”.
Cuando las expectativas de la ciudadanía estaban arrasadas, y las expresiones de la derecha vieja y nueva parecían tener el camino expedito, el campo progresista logro rearticularse. Desde la gestión y la trayectoria. Desde la coherencia y la eficacia.
El hartazgo que estalló en las jornadas de diciembre del 2001 hoy está mutando en esperanza. Es hora de subir la apuesta, no es tiempo de tomar distancia a partir de matices internos.
Uno de los primeros gérmenes de este espacio que hoy muchos llaman transversal fue el encuentro que mantuvimos con el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, y la diputada Carrió para buscar puntos de acuerdo en la reconstrucción del sistema político económico y social de nuestro país desde una perspectiva progresista. Lo que estamos diciendo es que la transversalidad no se agota en un proceso de confluencia de fuerzas políticas, por deseable que sea. La transversalidad –si optamos por evitar los vértigos de la moda– tiene para nosotros otras dimensiones que trascienden los acuerdos entre partidos.
La mejor transversalidad posible es la que se establece entre la política y la sociedad. Esa transversalidad es la condición pararevitalizar los lazos de representación que son la base y el sentido mismo del sistema democrático. La transversalidad debe actuar como una fuerza integradora, una fuerza que incorpore la diversidad, la capacidad de innovación y la vitalidad que aportan las fuerzas, organizaciones y actores sociales.
Asimismo, creemos que la transversalidad debe atravesar, definir y dar sentido al vínculo del Estado con la ciudad y los vecinos.
Esto implica continuar dejando atrás una concepción verticalista y distante de la gestión pública para dar lugar a mecanismos de participación, a una gestión en contacto con el ciudadano, que vaya hacia los problemas y los resuelva allí donde están. La transversalidad no es entonces ni debe ser un objetivo utópico ni la puesta en marcha del “último grito” en materia de acuerdos de cúpulas. Debe ser un camino que se recorre cada día, que implica riesgos, desgastes y complejidades. Implica hacerse cargo.
Pero que es en nuestra opinión la mejor manera de concebir y construir tanto la política como la gestión. Hoy desde la gestión, desde la coherencia, desde la eficacia, el campo político progresista tiene una oportunidad de consolidar un rumbo para nuestra sociedad.
Las oportunidades nunca sobran. Tampoco son nunca eternas. Las oportunidades no son, finalmente, un fenómeno que está allí, fuera de nosotros y que sólo hay que tomar entre las manos. A la oportunidad también hay que construirla, transitarla, fortalecerla. Este es el desafío de progresismo hoy. Construir el futuro. Ni más, ni menos.


ELISA CARRIO.
La revuelta es la intransigencia

La centroizquierda como expresión de un socialismo democrático es un emergente claro de la modernidad y de la ilustración. La crítica a la doble moral religiosa, a la profunda desigualdad que generaba el desarrollo capitalista, a las tradiciones y a los prejuicios quedó presa en los últimos decenios del cinismo difuso de la real politik. Si uno tomara a dos iconos actuales de la centroizquierda mundial, nos daríamos cuenta de qué manera la doble moral que siempre criticó la centroizquierda está más presente que nunca en sus propias filas. Si las expresiones del “progresismo” podrían encarnarse en Tony Blair con la tercera vía, que en alianza descarada con Bush ataca un país pobre para quedarse, casi de manera colonial, con su petróleo, y si Felipe González, ex líder del socialismo español, termina siendo lobbysta de empresas españolas que saquearon a América latina, queda claro que la doble moral se ha instalado de manera trágica en el corazón mismo de la centroizquierda.
Ser adultos, ser “razonables”, resignarse a las peores prácticas, operar, acumular, “sostener la gobernabilidad” son palabras permanentemente utilizadas para marcar el camino de una conversión que hace del discurso una bandera y de la práctica una traición. Este cinismo final puede encontrarse en muchos rostros que pueblan congresos, embajadas, gobiernos, pero también redacciones, estudios de radios y de televisión. La mayor revuelta debe consistir en una intransigencia de las prácticas que devuelvan a la palabra su sentido primigenio, tanto desde la cosmovisión indígena como de la judeo- cristiana. La única palabra que obra, que actúa en el mundo es la que está respaldada en una práctica, en consecuencia todo futuro depende de un acuerdo profundo y sistemático de práctica política y no de acuerdos oligárquicos basados en cargos y buenos discursos.
No se trata solamente de definir una opción política, se trata en definitiva de definir porqué cosas vale la pena vivir y porqué causas vale la pena luchar, sin que importe el éxito de la empresa sino más bien la sensualidad permanente que produce el desenmascaramiento del poder por medio de la verdad.
Es claro que muchos estamos de acuerdo con los mismos fines, pero tenemos enormes discrepancias en cuanto a los medios: algunos creen que se puede recurrir a cualquier medio para lograr esa verdad, esa justicia y esa igualdad. Nosotros no estamos de acuerdo con esta versión socialdemócrata del realismo cínico. La historia de la humanidad es clara en este aspecto, la mayoría de los que utilizaron cualquier medio se olvidaron de los fines. Como decía Albert Camus “se trata de estar al servicio de la dignidad del hombre por medios que sean dignos en un contorno histórico que no lo es, mírase la dificultad y paradoja de tal empresa...”.
Es que la batalla contra el realismo cínico es a su vez simbólica y práctica, no hay que resignarse al poder tal como es concebido en la actualidad, hay que tratar de cambiar la naturaleza del poder por medio de la verdad. Hay que intentar cambiar la naturaleza de la política por medio de la moral, pero es preciso intentarlo a partir de una profunda revuelta interior que pueda traducirse en NO rotundo: no a la racionalidad instrumental en desmedro de la racionalidad moral, no a cualquier forma de acumulación en perjuicio de la coherencia entre palabra y acción.
Hay que saber renunciar para ganar, hay que saber perder para triunfar, hay que saber entregar para no entregarse. Hay que poder resistir en la dignidad de las conciencias aunque te llamen tonto, aunque te priven de todo saber. Hoy, los que no ceden, por una cuestión existencial, no sólo política, son tildados como ayer, de faltos de entendimiento, de ignorantes del saber del mundo o, simplemente, de imbéciles incapaces de construir. La discusión es mucho más profunda, y radica en si tiene sentido obtener el poder sabiendo que se va a la nada o al sinsentido, en términos de experiencia de conciencia individual y colectiva.
La centroizquierda ha prohijado en nombre del realismo hombres y mujeres de discursos idealistas y claramente por detrás los llamados operadores u hombres prácticos, hábiles según la jerga, fuertes, capaces ellos mismos de ensuciarse en función de un proyecto de poder, en esto precisamente consiste la tragedia. Flamarique, “operador hábil” que según los diarios de la época sabía lo que era el poder, operador de Chacho Alvarez y ministro de Trabajo de De la Rúa, o el mismo Pontaquarto desnudan en nuestro país esa doble moral que hace añicos la credibilidad pública, pero también la fuerza y cohesión moral de una fuerza política (ver Crítica de la razón cínica, de Peter Sloterdijk, página 93).
El camino no es otro que la intransigencia perseverante en lograr una práctica de no resignación. No hay otra fórmula que volverse irrazonables en el no frente al sí pragmático de resignación del mundo de las ideas y de la conciencia. Aunque el saber pragmático y realista nos endilgue los peores calificativos. No por la política sino por la moral, no por el poder, sino por la justicia, no por la táctica, sino por la estrategia de búsqueda de la verdad, en fin, por uno mismo, por nosotros que somos más de los que ellos piensan, para darle algo de sentido a nuestra existencia, que bien podría tornarse en revuelta a una modernidad muerta y a una utopía fracasada, no por sus bondades sino por la renuncia explícita en el nombre del más puro realismo cínico a perseverar en el desarrollo de una racionalidad moral y sustancial que pueda construir un nuevo relato emancipatorio.
Porque seguimos creyendo en la capacidad de ese relato para cambiar el mundo es que no nos gustan las alquimias que mezclan los idealistas con los operadores, los buscadores de petróleo con los buscadores de verdad.
Como señala Karl Jasper, “la distinción de Weber entre ética de la convicción y la atribución de la ética de la responsabilidad a la política no significa la entrega a una política sin convicción. La ética de la responsabilidad incluye la convicción de tener que responder por las consecuencias del propio hacer, estar dispuesto a todo sacrificio, pero no a algo que destruiría el sentido de la política”.
El éxito es como el lujo y, como dicen Los Redonditos de Ricota, se trata de una vulgaridad.


MARTIN SABBATELLA *.
Hay otra gobernabilidad

La crisis de representación que padece el sistema político en nuestro país se visualiza con claridad a la luz de estructuras partidarias que ya no expresan lo que históricamente representaban, están vaciadas de contenido y, con frecuencia, viciadas de corrupción. Cargadas de clientelismo y prebendas, evidenciaron no sólo incumplimiento de las promesas electorales sino también una absoluta falta de transparencia que tuvo como resultado alejar, aún más, a la sociedad de los partidos. El deterioro que la reiteración de estos comportamientos ha generado en el sistema democrático es de una contundencia gravísima, pues naturalizó un problema que requiere urgente resolución. Aunque las voces de repudio se repiten, surge el riesgo del acostumbramiento tanto a los abusos de los funcionarios y a sus oscuras estrategias de enriquecimiento como a la recurrencia, por parte de algunos políticos, a mecanismos extorsivos para acceder a un cargo público. Veo entonces con dolor que en estos 20 años, nuestra democracia creció, pero no maduró.
La pérdida del sentido de la política como herramienta transformadora no es causal; muy por el contrario, resulta funcional al aumento de las desigualdades y la concentración de la riqueza. A esto contribuyeron las acciones y los ejemplos de incontables dirigentes, que marginaron a la sociedad de los ámbitos políticos e institucionales para luego aprovechar esa distancia en la obtención de privilegios. Este es uno los motivos que me llevan a creer en la relevancia de la reforma política e institucional en la agenda del espacio a construir. Es imposible un crecimiento económico sostenido y una justa distribución de la riqueza con los mismos métodos que instalaron la desigualdad y erosionaron la calidad de nuestra democracia. Después de dos décadas de democracia el centroizquierda ha demostrado con gestiones de gobiernos locales eficientes, honestas y abiertas a la ciudadanía que una gobernabilidad distinta es posible. Hemos conseguido salir de los márgenes característicos del progresismo testimonial y dar cuenta de una forma distinta de gobernar. El desafío es constituirnos en una alternativa política nacional, capaz de construir una propuesta cuyos ejes sean la redistribución del ingreso, la reforma política, el nuevo rol del Estado, la universalización de las políticas sociales y la inserción regional de la Argentina a través del Mercosur. La solidez del proyecto a edificar depende de que sepamos privilegiar el horizonte común, antes que los matices coyunturales, y que seamos capaces de procesar con madurez el lógico disenso.
En el partido gobernante conviven oficialismo y oposición junto a una góndola de opciones contradictorias que legitima un aparato partidario enfermo de poder. De ninguna manera el espacio a construir puede pensarse en función de la lucha interna de los dirigentes de ese partido. Por el contrario, el proyecto progresista debe ser autónomo y sostenerse en un núcleo de ideas, de valores y de prácticas comunes. Desde allí estará en condiciones de relacionarse con el Gobierno; acompañar sin mezquindad los temas coincidentes de la agenda pública, cuestionar los que tienden a acentuar las desigualdades o vulneren los procedimientos democráticos y proponer nuevos ejes y caminos.
La sociedad argentina necesita una herramienta política nueva en sus métodos, popular en sus aspiraciones y transformadora en la gestión, que se distinga por entender y ejercer el gobierno en forma honesta, eficiente y participativa: tres cualidades que pueden y deben ir juntas. Este espacio debe ser abierto al debate franco, responsable en la crítica y certero en el aporte; profundamente comprometido con la justicia social y la calidad institucional. Debe imaginarse como un instrumento capaz de llevar a cabo la edificación de un país mejor.

* Intendente de Morón.

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