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La rabia y el perro

 Por Eduardo Fabregat

A medida que transcurren los días desde las muertes en la fiesta Time Warp de Costa Salguero, la sensación de déjà vu se profundiza. La película se repite: en las semanas que siguieron a la tragedia de República Cromañón, y aun mientras se deslindaban responsabilidades que iban aclarando las circunstancias y particularidades de lo sucedido en el boliche de Once, la primera medida del Gobierno de la Ciudad fue instaurar un estado de clausura. Apelar a una prohibición cuyo trasfondo era diseminar la culpa en el rock en general, en los shows en vivo en particular. La medida era tan injusta como ineficaz: no en todos los conciertos se encendían fuegos, ni en todos los conciertos se cometían errores graves de producción, ni en todos lados se vulneraban las reglas de seguridad. Pero coaccionados por la opinión pública, aquellos que habían fallado en la prevención se vieron compelidos a sobreactuar sus medidas. A lo largo de la historia, en variados contextos y situaciones, ha quedado claro que prohibir es una medida muy llamativa y acorde con los reclamos nacidos de la indignación, pero de efectos bien discutibles.

Lejos de intentar alguna aclaración sobre los sólidos vínculos del lugar donde se realizó la fiesta con el poder político, haciendo caso omiso de los resultados que arroja la investigación sobre lo que sucedió el 15 de abril, el gobierno que encabeza Horacio Rodríguez Larreta prefiere dirigir los cañones hacia otro lado. En la agenda oficial, el discurso gira casi exclusivamente sobre el consumo de drogas, y la herramienta para evitar que vuelva a suceder es prohibir toda fiesta electrónica. Resulta curioso que quienes hace una década tenían tan claras las falencias del sistema de inspecciones hoy intenten justificar lo sucedido con otros vectores. Curioso, pero –claro– no sorprendente. Resulta menos comprometedor montarse al discurso escandalizado sobre las drogas de diseño que explicar una sobreventa de 7 mil entradas, una Prefectura que miró para otro lado y un cuerpo de inspectores que no advirtió las condiciones inhumanas del predio, la escasa ventilación y la falta de agua. Resulta aún más complicado enfrentarse a incómodos interrogantes sobre si esa desidia e inoperancia no será una vista gorda que tiene que ver con los nexos entre Costa Salguero y el macrismo.

Otra vez, como en los primeros meses de 2005, es mucho más fácil echarle la culpa a todas las fiestas, a la música electrónica, a las costumbres de sus cultores, y no a los verdaderos responsables específicos de este desastre. Algo así como muerto el perro, se acabó la rabia. El problema es que en este asunto hay visiones demasiado diferentes sobre cuál es la rabia, y cuál el perro.

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