EL PAíS › PANORAMA POLITICO

Responsabilidades

 Por J. M. Pasquini Durán

Las aguas de la intelectualidad política en algunos países europeos, sobre todo en Italia, fueron revueltas por un libro de Colin Crouch titulado Postdemocracia, de reciente aparición, en el que el autor analiza los síntomas de la involución decadente de la democracia, en especial el rechazo del poder a las políticas igualitarias. Comentando esas ideas, una de las intelectuales de mayor reputación en la izquierda, la italiana Rossana Rossanda, escribió: “Difícil contradecirlo. El desafecto por la política, la desconfianza hacia los políticos, el deseo de verlos castigados por vicios públicos y privados, el abstencionismo creciente, el uso del voto y del ‘no voto’ más para golpear que para promover, son signos de disgusto reconocibles en todo Occidente, para no hablar de los ex países comunistas del Este”.
El disgusto ciudadano por los vicios y defectos de la democracia argentina, por lo visto, no es un dato excepcional en el mundo actual. Con un agravante: a diferencia de los países centrales, en esta periferia las mayorías populares carecen de los beneficios elementales, aun aquellos que promueve y garantiza la Constitución. Algunos analistas agregan que las clases medias, en esta época, han ganado la hegemonía social debido a que la clase obrera perdió la centralidad del protagonismo, ya no es más siquiera “la columna vertebral del Movimiento”, desarticulada por el desempleo masivo y los requerimientos de la supervivencia hasta el punto que el trabajador perdió la noción del derecho a tener derechos. Así, a pesar de ser víctimas cotidianas de todo tipo de inseguridades, las que se derivan de la pobreza y del delito común, los más humildes no eran preponderantes en el mitin cívico que se realizó el jueves frente a la sede del Congreso nacional. La impresionante multitud estaba compuesta, en abrumador porcentaje, por diferentes napas de las clases medias que demandaban el derecho efectivo a la seguridad de vivir sin miedo.
El detonante esta vez fue el brutal asesinato del joven Axel, hijo único del matrimonio Blumberg, y la iniciativa de Juan Carlos, padre de la víctima, que se puso de pie para reclamar justicia con un discurso que acertó a expresar el sentido común de las clases medias metropolitanas, sobre todo en el área del Gran Buenos Aires, abrumadas por el auge de la criminalidad y por las sospechas justificadas de los amparos políticos y policiales, cuando no la complicidad directa, que reciben los malandras que han convertido el secuestro extorsivo en principal fuente de dinero mal habido.
El de Axel Blumberg no es el primer crimen que deja marca en la sensibilidad social: María Soledad Morales en Catamarca, José Luis Cabezas en Pinamar y, lo más reciente, el doble crimen de La Dársena en Santiago del Estero, fueron otros tantos hitos durante las dos últimas décadas. En cada uno de estos casos, alguien pagó por la maldad: cayeron dos añejos gobiernos feudales –Saadi en Catamarca y Juárez en Santiago del Estero– y el empresario multimillonario Yabrán apareció suicidado en una de sus estancias. En esta ocasión, ¿quién se hará cargo de la trágica factura?
La derecha, excitada por la posibilidad de atacar al Gobierno con simpatía popular, quiere la cabeza de alguna autoridad política, por ejemplo la de Felipe Solá, gobernador de Buenos Aires, o de algún ministro de la Nación. Fue notable el compromiso mediático de conservadores y menemistas, incluido Ramón Saadi, ahora diputado por Catamarca, alentando a congregarse en la cita propuesta por Blumberg y celebrando la respuesta masiva. Son los mismos que criticaron con acidez los actos del último 24 de marzo en la ESMA y en el Colegio Militar. Cada vez que alguien reclama seguridad, la derecha da un paso al frente para mantener viva la leyenda, difundida por sus publicistas sin ninguna evidencia práctica, según la cual los demócratas y la izquierda son sinónimos de caos y violencia.
Han sido los conservadores, desde Barceló hasta Menem, los que, en realidad, cebaron a la policía brava, o para ser más precisos, en palabras de Rodolfo Walsh, a las sectas del gatillo fácil y de la mano en la lata. Es innegable que el terrorismo de Estado instaló como método el secuestro extorsivo y que en sus tareas más aberrantes fueron entrenados y partícipes numerosos miembros de las fuerzas de seguridad. La Policía Bonaerense fue corrompida hasta el hueso, entre otros motivos porque en su territorio, de alta concentración demográfica, asientan las mafias que controlan la prostitución, el tráfico de drogas ilegales, el juego clandestino y otros vicios, sin contar que suelen buscar influencias en los poderes institucionales y las usan para proteger sus negocios ilícitos, por lo que los malvivientes con uniforme saben que a cambio de sus servicios recibirán protección. Por otra parte, los tribunales dependen de la policía hasta para simples trámites, como el tránsito de detenidos, y a fin de contar con su buena voluntad más de un hombre de ley mira para otro lado para no ver la mugre.
El peso específico de las mafias en la Policía Bonaerense ha corroído los valores que deberían inspirar a la institución, lo que no quiere decir que todos sus miembros sean canallas, sino que los “buenos” han renunciado a defender el honor y la dignidad del cuerpo debido a la impunidad que disfrutan los “malos”. Por eso, nada se avanza con remover a cuarenta o a cuatrocientos efectivos, porque sus relevos pronto serán ganados por las múltiples tentaciones que tienen a la mano, mientras que su empleador legal, el Estado, paga mal y en más de una ocasión tampoco pregunta de dónde proceden los recursos que completan los presupuestos y los ingresos policiales. ¿Cómo pueden ignorar los gobernantes lo que todos los ciudadanos saben o malician? Hace falta mucha voluntad política y coraje para remover la infraestructura policial desde la raíz, incluso reemplazándola por cuerpos organizados desde cero, aun a riesgo de que durante un cierto tiempo la revancha de los removidos se haga notar en un relativo aumento de los crímenes. La falta de castigo, como está probado, alienta al delito en lugar de prevenirlo.
Una eficiente política nacional de seguridad no depende, por supuesto, del volumen y del rigor de las penas o, al menos, no es la razón última de su necesaria vigencia. Los partidarios de la “mano dura” desearían hasta la pena de muerte, aunque sobran las evidencias para probar que ni aún esa pena máxima, allí donde se aplica, reduce al crimen. Tampoco son responsables del auge criminal los defensores de las garantías de ley para todos los acusados ni defienden los derechos humanos de los bandidos en vez de defender los de sus víctimas. Es un malentendido que forma parte del sentido común de protestas como la del jueves pasado, pero la crítica se vuelve razonable cuando se les reclama a las instituciones democráticas, a los organismos de derechos humanos y a la izquierda que contribuyan sin reticencias con todo el bagaje de sus experiencias a la elaboración colectiva de políticas públicas a favor de la convivencia pacífica y en pluralidad. De lo contrario, estarían aceptando la leyenda, según la cual la seguridad es un asunto exclusivo de la derecha.
Igual que en otros rubros de la vida social y de la organización institucional, está llegando un final de época para las policías bravas y cuanto antes sea posible tendrá que surgir un plan que no pretenda regenerar el oscuro pasado sino construir nuevas fuerzas de seguridad sobre bases estrictas de trabajo y honradez. Es mucha la exigencia y desborda las fórmulas sencillas de Blumberg, lo que no significa desmerecerlas ni descartarlas sin antes darles las debidas consideraciones, ya que algunas de ellas a primera vista tienen una sólida razonabilidad. Pero si los actuales poderes republicanos, ante todo en el ámbito metropolitano (Capital y Gran Buenos Aires), no se hacen cargo del desafío y pretenden sólo conservar las formas hasta que la gente “se calme”, esta democracia perderá el vigor que necesita para garantizar la seguridad y para combatir la pobreza, el desempleo o para renegociar la deuda externa y los contratos de servicios públicos privatizados. No es un deber exclusivo del Gobierno, sino de todos aquellos que no quieren que la sociedad vuelva a subordinarse ante la derecha y la represión salvaje, fuente de mayores violencias. La seguridad y el orden son compatibles con la libertad y la justicia. Es hora de demostrarlo a toda la sociedad.

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