EL PAíS › OPINION

Una reforma política en serio

Por Ariel Colombo*

Nunca antes, en lo que llevamos de democracia, los ciudadanos tuvimos tantas oportunidades de exigirles a los legisladores determinadas reformas políticas, entre ellas la más importante de todas: que una iniciativa popular rechazada por el Congreso nacional sea seguida automáticamente de consulta popular vinculante. O dicho de otro modo, que el artículo 39 de la Constitución quede reglamentariamente asociado con el 40. Tal como están diseñados, estos institutos no sirven para nada, y ésa fue la intención de la mayoría de los constituyentes en 1994. La iniciativa popular legislativa es un instrumento autofrustrante porque luego de un esfuerzo descomunal en la recolección de firmas la única obligación del Congreso es la de tratar el proyecto promovido dentro del año de haber sido presentado. Mientras que la consulta popular ha quedado reducida a un instrumento plebiscitario, del Legislativo o del Ejecutivo: sólo ellos pueden convocarla. En cambio, reglamentadas de otro modo pueden constituirse en fuente permanente de innovaciones y reformas de todo tipo y conducir con el tiempo a otra democracia.
Modificar a la actual ley que reglamenta el derecho a la iniciativa popular legislativa no sería, en las actuales circunstancias, muy complicado; además, la posibilidad de que la iniciativa tenga desemboque en un referéndum, en caso de un tratamiento parlamentario desfavorable, fue registrada durante la propia Convención. Ante la insistencia de Carlos Auyero en ese sentido, representantes de las bancadas mayoritarias debieron admitir finalmente que en una ulterior reglamentación podría contemplarse tal combinación (Diario de Sesiones, Págs. 2086/9 y 2105/7, 26/7/94).
¿Puede imaginarse a desocupados y ahorristas disponiendo de este mecanismo institucional? Ante el generalizado consenso de los ciudadanos acerca de la necesidad de reformas políticas, pero sin contar con instancias institucionalmente operativas para poder acordarlas y viabilizarlas con independencia de la propia clase política a la que aspiran remover ¿no sería inteligente contar con un mecanismo que no exige ningún retoque constitucional y contra el cual no existe ninguna objeción seria ni digna de atención? En un marco de extendido rechazo a la política convencional, electores en huelga política que se resisten a un voto que se les volverá en contra ¿no sería un instrumento disuasorio que garantizaría el cumplimiento de los mandatos? Las luchas y los movimientos sociales enfrentados al desgaste, a la represión y a la desmoralización ¿no podrían en tal caso encauzar sus energías expeditiva y constructivamente? ¿Las asambleas autoconvocadas no conseguirían, por su parte, orientar sus discusiones a la elaboración de proyectos de ley y sus tareas a la recolección de avales? ¿Sería tan difícil que ahorristas y desocupados, origen y destino de la inversión productiva, se unieran ahora para impulsar una nueva ley reglamentaria de la iniciativa popular, que dejaría en manos de la ciudadanía aquellas decisiones que a juicio de los propios ciudadanos deben pasar por la prueba del voto popular?
Con todo lo necesario que pueden ser otros cambios políticos, nada se iguala al de un derecho a la autolegislación, según un diseño legal por el cual no pueda ser controlado ni regulado por los poderes constituidos. Y nunca hemos estado tan cerca de reunir las cualidades ciudadanas y la madurez popular a la altura de sus exigencias.

* Politólogo, investigador del Conicet.

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