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Los bancos en un día de bronca y colas sin fin

Caras largas, gestos de desesperación y muchas preguntas sobre el corralito fueron la constante en los bancos, a donde la gente concurrió en malón.

Firmes, de zapatos modernos, sobre mármol blanco veteado, en el histórico edificio de Diagonal Norte que ocupa el BostonBank, alineadas y pacientes, cientos de personas esperan que los desasnen, a pesar de lo que en la tele, los diarios y la radio se dice una y otra vez. De a uno, les va ofreciendo su mejor perfil de seriedad y eficiencia la joven y bella Beatriz Escotillo con su credencial colgada sobre una breve cintura.
–Yo tengo un fondo de ahorro de diez mil –le dice un abogado de canas.
–Ese tema, como los plazos fijos, se resuelve entre miércoles y jueves –explica ella, mirando a los ojos, dejándolo en una estupefacción que le mantiene por segundos abierta la boca, de la sorpresa. Claro que no es exactamente desconcierto lo que le provoca a cada uno que pregunta por sus inversiones bancarias: es demasiado sabido que el corralito no perdona. “Pero para ellos no es suficiente con saberlo por los medios. Necesitan que se los diga el banco”, dice la chica de las pésimas noticias. Y abajo, en el subsuelo de techos antiguos, se escucha de pronto un tumulto, algo parecido al comienzo de un cacerolazo. La furia de la espera y del corral que continúa se hizo sentir ayer en la city bancaria y hasta en las sucursales más tranquilas de la ciudad.
–Y... tenemos que hacer el plantón. Tengo un cheque en una caja de ahorro desde el 18 de diciembre –dice Beba, ama de casa, militando como cliente otra vez en el Nación de Congreso.
–Lo mío es otro cheque, pero viene más difícil –explica Marina, de 58, la misma edad que su recién conocida del mostrador.
Una viuda, la otra con el marido sin el negocio que siempre les dio para “vivir bien”, se consuelan comparando mientras esperan lo suyo, aquello que deben, aquello que están por deber. “Dejé de pagar impuestos, de comprar lo que no sea super necesario, y de pagar las expensas”, dice Beba. “Yo pagué la luz y el gas a tiempo, que es lo más importante”, completa Marina. “El teléfono lo tengo en el segundo vencimiento, estoy viendo si no me lo cortan”. “Yo el mío lo hice en cuotas”. “Cuánto tiempo ha pasado usted haciendo cola desde que empezó todo esto?”, le pregunta una a la otra. “Un día estuve desde las 11 hasta las 18”. “Ah, más o menos como yo”. Y siguen con la conversación de asumidas clientas de bancos cerca de la cacerola, a presión, con una resignación moderada, entre el hartazgo, y la necesidad. “Un día vamos a enceguecer como esos que rompen todo”. “Un día, pero ahora mejor cobremos”.
–¡Desastre! ¡Desastroso! ¡Millones de personas! ¡Un despelote terrible! –declara, pasando ante el anotador del cronista como si se tratara de una grabadora, una mujer de camisa cebra, unos sesenta años, brushing y cirugías notorias. Sale de ser atendida en una caja del Banco Río de Callao casi Perón tras una cola de hora y media. Lleva en la mano varios cupones de tarjeta.
–¿Qué consiguió que va tan apurada? –le pregunta el cronista, caminando a su lado, como si entrevistara a una famosa estrella incapaz de detenerse a contestar, como si fuera hacia una limousine con la puerta abierta.
–¡Pagar las tarjetas...! ¡Me voy querido, no puedo desaprovechar esta oportunidad, la chica me va ayudar! –dice la señora y se va hacia uno de los buzones automáticos de atención a hacer depósitos en los pesos que consiguió por caja con asesoría propia.
La mujer, después del ejercicio de contrición que le significa el banco, explica: “Es que una antes no tenía que andar en esto, no debía poner el cuerpo en mantenerse”. Los aires de la mujer se repiten en el resto de los bancos del centro y el microcentro. La insoportable espera actúa como el gatillo del odio que producen en esta clase media las medidas. Esperar, hacer la fila, en este día de malas noticias para los que ahorraron, y ante la incertidumbre de hasta donde llegará la flexibilización del corralito, es como que “encima a uno le mojen la oreja”, describe el marido de la señora, que por algún motivo la acompaña, sin participar de las negociaciones, pero allí al lado, firme.
Al descender por las escaleras mecánicas del Boston, el estruendo de los aplausos de y los tacos sobre el mármol, se hace sentir. En la misma sucursal ya ha habido brotes de violencia de parte de clientes de lo más señores. Ahora los aplausos crecen. Los que bajan la escalera viendo el espectáculo de la protesta, sonríen como si fueran los famosos entrando en ese programa de Nicolás Repetto. Aplauden. De hecho lo rancio del ambiente hace pensar en la posibilidad de que esos empleados sean víctimas de un loco al estilo “Un día de furia”. Aunque la pericia con que Beatriz los convence de plegarse a tal cola, de volver a tal oficina, o de simplemente esperar a que se defina lo que aún no tiene solución, es tranquilizadora.

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Largas esperas y caras más largas aún fue el escenario frente a cada banco porteño.
 
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