EL PAíS › ENTREVISTA CON EL FILOSOFO DIEGO TATIAN

En busca de una izquierda que sepa ser conservadora

Frente al avance de las fuerzas de derecha, encarnado en la figura del vecino como víctima y consumidor, y al avasallamiento de la cultura pública, Tatián sostiene que es necesaria “la formación de una izquierda no progresista”.

 Por Verónica Gago

Como parte de un debate impulsado por la revista-libro Confines (Fondo de Cultura Económica), el joven filósofo cordobés Diego Tatián sostiene que aún es válida la distinción entre izquierda y derecha como principio de orientación política, y lanza una hipótesis sobre la crisis de la izquierda: ha privilegiado una política de la memoria sobre la revolución derrotada y los crímenes del terrorismo de Estado más que un pensamiento sobre la emancipación. El riesgo que tiene este desplazamiento es, según el filósofo, “cierta parálisis de la acción política”. Profesor universitario y autor de libros dedicados a las filosofías de Spinoza y de Heide-gger, Tatián analiza en diálogo con Página/12 por qué es necesaria la formación de una izquierda “no progresista” frente a una derecha que gana terreno y que hoy se traduce en la figura del “vecino que consume y se considera víctima de la corrupción y la ineficacia de los políticos”.

–Usted sostiene que el recorrido de la izquierda argentina en las últimas décadas va de una cultura de la revolución a una cultura de la memoria o, de otra manera, de la emancipación al duelo. ¿Qué quiere decir?

–Ese giro se verifica no sólo en la Argentina, pero aquí adopta ciertas particularidades que lo vuelven muy singular. El movimiento de derechos humanos ha sido el corazón de la izquierda argentina en las últimas décadas y seguramente es uno de los más importantes del mundo, por su capacidad de haberse constituido en una de las referencias políticas principales en los debates nacionales, por su capacidad de arrancarle al Estado situaciones que el Estado espontáneamente no produce, por su persistencia e intensidad. La recuperación democrática hubiera sido inimaginable sin esa presencia cuyo aporte, en su radicalidad, en su intratabilidad a veces, ha sido y es fundamental para la democracia, que jamás se obtiene de manera definitiva, sino que es una institución ininterrumpida que puede perderse de un momento para el otro. Ese movimiento fue la respuesta a un genocidio, pero también el efecto de una derrota y de un fracaso. El anhelo revolucionario y el horizonte emancipatorio han cedido su lugar al trabajo de la memoria. La memoria no es un concepto individual ni meramente psicológico, sino colectivo y político. Incluso quienes han nacido muchos años después de un acontecimiento extremo, y por tanto no tienen recuerdos de él, pueden participar de una memoria que les ha sido legada y encontrar en ese acontecimiento un conjunto de significados que dotan de sentido a sus ideas y prácticas, como antes ese sentido era proporcionado por la perspectiva revolucionaria.

–¿Cuáles son las consecuencias políticas de este viraje y cómo operan hoy?

–Hay un primer elemento paradójico y muy significativo. El fracaso de la izquierda revolucionaria de los ’60 y ’70, mediado por el genocidio y el desastre, dio lugar a un espacio público cuyas referencias más relevantes fueron Madres que buscaban a sus hijos, luego Abuelas que buscaban y aún buscan a sus nietos, y finalmente Hijos que pelean por la identidad y la justicia. Esto no deja de ser paradójico si pensamos que muchos de los hijos de esas Madres y de los padres de esos Hijos leían La muerte de la familia, de Cooper, y buscaban sustituir una sociedad patriarcal y jerárquica por una sociedad fraternal en ruptura con la organización familiar, en la que el nacimiento, la herencia y la sangre no contaran. Esa apropiación de la plaza por familiares constituidos en sujetos políticos desmantela el antiguo antagonismo entre oikos y polis, fundante del discurso político en Occidente. Las conquistas efectivas surgidas a partir de allí fueron muchas. Ante todo, el establecimiento de las verdades de hecho referidas al terrorismo de Estado, la derrota del negacionismo. Luego, la paciente lucha por el imperio del derecho y el castigo de quienes cometieron crímenes valiéndose del poder del Estado. En su libro sobre el juicio a Eichmann, Hannah Arendt escribía, citando a Grocio, que el castigo no restaura la justicia, pero su inexistencia nos sume en una indignidad peor y en lo insoportable mismo. Y, en este sentido, la Argentina ha llegado muy lejos, tan lejos que ni aun en países con ejércitos de ocupación se ha logrado llevar adelante la cantidad de juicios que se han sustanciado aquí. Esta es una consecuencia no menor. Pero hay otras que pueden ser políticamente inconvenientes. Me parece imprescindible que la izquierda y el movimiento de derechos humanos logren preservarse del resentimiento y la victimización. Quienes adoptaron ciertas opciones de lucha en los ’70 no fueron sólo víctimas, sino sujetos que tomaron decisiones políticas, formas de vida conscientemente elegidas. No hubo dos demonios, pero tampoco demonios de un lado y ángeles del otro.

–¿Qué sería una izquierda “afirmativa” capaz de disputarle a la derecha el mundo por venir?

–En primer lugar, una izquierda capaz de sobreponerse al resentimiento, sin que esto signifique abandonar la lucha por el castigo ni la capacidad de indignación. La historia no se dirige inexorablemente hacia una sociedad más justa y, por eso, el porvenir es objeto de disputa, como también el presente y el pasado. Afirmativa sería una izquierda que logra sustraerse de la mera crítica, produce conceptos nuevos, prácticas autónomas, y es capaz de sobreponerse a una cierta parálisis de la acción política que conlleva la cultura de la memoria.

–¿Es posible plasmar esta izquierda electoralmente o imagina otro tipo de política?

–No creo que una izquierda orientada hacia la producción de acontecimientos sea incompatible con la posibilidad de una izquierda partidaria que considere aún necesario pensar el Estado y actuar en sus instituciones. Pueden coexistir. Si por una parte es esencial para una democracia la constitución de una sociedad civil que rompa la reducción de lo público al Estado, también lo es una responsabilidad institucional por parte de la izquierda. Aunque haya sido obscenamente saqueada, aún queda buena parte de cultura pública construida por varias generaciones de argentinos, cuya preservación requiere una responsabilidad institucional. Aquí hay una dimensión conservacionista –en el sentido en que los movimientos ecológicos usan la palabra– que la izquierda puede y debe hacer propia frente a la prepotencia progresista de la derecha tecnocrática, para la que el progreso es reproducción indefinida de lo existente, a la vez que destrucción salvaje. Por eso, me parece de suma importancia la formación de una izquierda no progresista, capaz de resistir con ideas, invenciones y acciones la banalidad de la retórica progresista que sólo busca crear las condiciones apropiadas para la reproducción del capital.

–¿Por qué cree que el discurso de la derecha sobre la necesidad de soluciones técnicas para enfrentar problemas políticos es tan efectivo?

–Una diferencia entre la derecha y la izquierda –que a mi modo de ver aún existe– es que la izquierda se asume como tal. La derecha, en cambio, escamotea la designación y se traviste de neutralidad aduciendo que los problemas son técnicos y la discusión de ideas, los interrogantes acerca de la justicia, la imaginación de cosas nuevas y la deliberación pública son sólo ideologismos que obstruyen la eficaz resolución de los asuntos humanos. La condición de posibilidad de la derecha actual, aunque no de la derecha clásica, es la despolitización, la sustitución del ciudadano que produce diariamente la ciudad por el vecino que consume y se considera víctima de la corrupción y la ineficacia de los políticos –seres nacidos de un repollo que los buenos vecinos deben padecer sin haberlo merecido–. Esto es lo que hace más de dos siglos Kant llamaba “autoculpable minoría de edad”. Los medios de comunicación preparan el terreno y los empresarios de la política hacen la cosecha. ¿Sería posible que un discurso tan elemental como el de Macri prosperase si no se hubiera producido antes una destrucción del lenguaje, del deseo, de la imaginación y de cualquier complejidad del pensamiento, por los programas de entretenimiento que atestan la televisión? Exaltación de la inmediatez complementada con periodistas que hablan en nombre de “la gente”, teatralizando una moralina victimizante y ridícula si no fuera altamente eficaz. La derecha opera desde los medios produciendo sentido común, sospecha del pensamiento y el olvido de que todo ser humano, sea cual fuere su condición, es capaz de pensar y de actuar para revertir la situación desfavorecida en la que se halla. No sólo es capaz de hacerlo, nadie lo hará por él.

–¿A qué se refiere con la necesidad de disputar el concepto de derechos humanos?

–El peligro mayor del discurso sobre los derechos humanos es la autocomplacencia, la ausencia de interrogantes nuevos en relación con el hombre. Hoy sabemos que es posible llevar adelante guerras, masacres y limpiezas étnicas en nombre de los derechos humanos. La mayor potencia militar del planeta usurpa la expresión y aduce razones humanitarias cada vez que derroca gobiernos o envía tropas de ocupación. Es necesario reflexionar sobre esto. La constitución de redes orientadas a preservar jurídicamente al individuo del poder del Estado es imprescindible para cualquier democracia que se precie de tal. Pero los derechos humanos desbordan lo jurídico y aquí sólo puede intervenir el pensamiento. Derecho a la singularidad, derecho de cada cual a “cultivar su legítima rareza”, derecho a la locura y al secreto, derecho de lo que es irreductible a la ciudadanía y a la razón jurídica, son derechos que no tienen ni pueden tener correlato en la ley. Sin embargo, existen. Y la humanidad, si algo quiere decir, se define también por ellos.

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