EL PAíS

Sobre palabras y silencios

 Por Mario Wainfeld

Es sano hacer profesión de fe democrática y necesario denunciar a quienes la amenazan. Las libertades no son frutos silvestres que crecen con naturalidad: son construcciones sociales, usualmente conquistas que se consiguen merced a largas luchas. La libertad de prensa y la de expresión han zozobrado a lo largo de la historia argentina y la de la región, es ingenuo suponer que están ganadas para la eternidad. En sociedades pluralistas y efervescentes, como la nuestra, su resultante (siempre imperfecta) no es un coro afinado sino una Babel de voces diferentes, contradictorias, con frecuencia estridentes. La tolerancia y el buen modo son aconsejables pero no imperativos, sí lo es que el derecho esté extendido, no limitado a grupos o camarillas.

Por entrar en materia, una pegatina anónima de afiches lastima la libertad de expresión. Los derechos tienen su contrapartida, expresarse en democracia exige hacerse cargo de lo que se proclama.

Interrumpir con modos patoteriles la presentación de un libro en la Feria es otra conducta repudiable.

Los destinatarios de ambas movidas merecen solidaridad, que el cronista está expresando, y tienen derecho a patalear.

Hacerlo no implica aprobación de los protagonistas cuestionados o interrumpidos, ni del libro o la presentación respectiva. Es más, resulta aconsejable no mezclar esos juicios de valor con el repudio, porque un cuestionamiento podría diluirlo y una aprobación hacer creer que es condición del reproche. Sanos fueron, en esencia, la reacción institucional y los pronunciamientos de las dos cámaras del Congreso sobre el tema.

Desmedidos, en cambio, fueron ciertos discursos homologando la coyuntura actual, resonante en divergencias y debate, con la dictadura. Por no hablar de menciones a posibles muertes, que sí ocurren en México o Colombia u Honduras pero que parecen remotas en estas pampas. No por azar ni por gracia divina, sino por la lucha de la ciudadanía, la diversidad del sistema mediático y la consolidación de la democracia tras 27 años de recuperación. La homologación de un gobierno discutible, como todos, con la dictadura banaliza a ésta y revela falta de tino.

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Contradictorio e injusto, por ser cauto, fue pretender en aras de la libertad promover la censura de un acto político, el juicio público realizado por la Asociación Madres de Plaza de Mayo el jueves.

El formato del “juicio público” es caro a la izquierda, en nuestro país se han celebrado seguramente centenares. Cada cual eligió qué bolilla pasarle y el mundo siguió andando. Con pretendida seriedad, se arguyó que un acto público usurpaba funciones judiciales o que derivaría en condenas de cumplimiento efectivo. Choca que se haya atribuido afán de hacer justicia por mano propia a las Madres de Plaza de Mayo, que son ejemplo de templanza y acatamiento de las leyes, aun de las más injustas y aberrantes.

El juicio se realizó a la luz del sol, en la Plaza que las Madres fatigaron en soledad cuando otros callaban o alababan a la dictadura o se fascinaban con el ascetismo del dictador Jorge Rafael Videla o la elocuencia de los silencios de Roberto Viola.

Los expositores dieron la cara y se expusieron a cuestionamientos, réplicas o represalias de los grandes medios, que tienen recursos, memoria de elefante y capacidad de retaliación.

De nuevo, la defensa del derecho de los oradores y organizadores es superior y previa al consenso con sus discursos. El acto fue un ejercicio de autoafirmación, como suelen serlo las presentaciones de textos en las que los panelistas están de acuerdo. Era un hecho político, como también lo son a menudo aquéllas.

El doble standard aplicado, en el que incurrieron senadores, diputados y colegas periodistas, es una discriminación por banderías, no derivación de las garantías constitucionales en juego.

¿Hace falta decir que las Madres no fueron a por los condenados en el juicio público, como no levantaron la mano contra quienes desaparecieron a sus hijos, sometiéndose a las reglas legales, aunque bullera su sangre y se burlaran (una y otra vez) sus derechos básicos? Quizás haga falta, porque el Agora bulle y no derrocha sentido común, así que se deja constancia.

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La exorbitancia de los discursos, la desfiguración de la coyuntura, la victimización son recursos del debate. Capciosos, de flojo nivel y poco apego a los hechos, opina el cronista. Como tales deben leerse expresiones sectoriales sometidas al escrutinio de los otros. Nadie está exento de la observación crítica, los medios y los periodistas no hacen excepción. Su libertad es amplia pero no superior a las de otros mortales u organizaciones. Cansa un poquito recaer en lo obvio, pero lo fuerzan ciertas posturas infantiles, autocentradas o elitistas. Así que ahí va: quienes hacen un culto de señalar a otros pueden (tienta decir “deben”) ser estudiados, debatidos, puestos bajo lupas semejantes siempre con arreglo a las leyes que son magnánimas en abrir el juego a la diversidad. En la Argentina no existen fueros personales y todos los ciudadanos son iguales ante la ley, consagra la Constitución, en buena hora.

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La indignación es una táctica, aunque en el fragor los polemistas que quieren sacar ventaja pueden sugestionarse con su propio relato (elitista y sectario) y creérselo. Su emergencia tiene causas interesantes, citemos dos. La primera es la irrupción de voces, posiciones o actores silenciados hasta hace poco. La segunda es que el clima de época fuerza a muchos poderosos a tener que justificarse, defenderse, salir de la muralla de silencio que era correlato de su preeminencia. Vamos por partes.

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La progresiva y creciente irrupción de expresiones afines al Gobierno en el espacio público, que fue dominado por sus adversarios desde 2008, saca de quicio a más de cuatro. Programas televisivos o radiales alternativos en contenidos pero también en estilos cuestionan la monotonía y el mensaje único de los medios privados. Un conjunto de bloggers que mestiza a jóvenes y veteranos, todos de clase media y muchos de ellos con competencias intelectuales o académicas, exasperan al mainstream mediático. La presencia de “gente” (no necesariamente morocha ni proveniente de barriadas populares) en movilizaciones masivas colma la medida.

Ocurre que esas movidas interfieren con un relato banal y extremo, que predicaba que el oficialismo había quedado reducido a un equipo de gobierno y una pléyade de asalariados, casi todos dirigentes o pobres, siempre cooptables con dádivas. El descubrimiento de adhesiones firmes y expresivas a un Gobierno que ha producido cambios de todo jaez, trastrueca equilibrios y certidumbres y lleva a perder la chaveta. Había amanecido con el grupo Carta Abierta, su perduración y la proliferación de expresiones novedosas colmó paciencias.

La furia contra esas expresiones democráticas es acaso desproporcionada a su rating, a su penetración. Las derivaciones electorales del cambio de escenario son un enigma. Lo que se deja ver es que el oficialismo moviliza, tiene apoyos ciudadanos multicolores, algunos con buena capacidad de expresión. Es una buena nueva, en general, y un desafío para sus contradictores. Algunos de ellos se sacan, acuden a la injuria o a la hipérbole, añorando el entorno previo.

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Las sucesivas notas publicadas en este diario por Horacio Verbitsky sobre el cardenal Jorge Bergoglio suscitaron un fenómeno digno de mención. Personas que guardaron silencio durante décadas se animaron a romper su silencio y contar verdades flagrantes y dolorosas. Recobraron su autoestima, se sobrepusieron a miedos. Son, en general, de clase media, con formación política y cultural, lo que, en contraste, resalta la magnitud del temor reverencial que selló sus labios.

La reaparición llega en sube y baja con otro dato potente. Muchos poderosos de antaño, que pudieron blindarse en el silencio, ahora se ven forzados a explicarse, defenderse, dar razones ante la opinión pública y en los tribunales. El proceso no es exclusivamente local, como puede dar fe la jerarquía de la Iglesia Católica, asediada por denuncias por hechos que existen desde hace añares. Pero hay una versión doméstica, consecuencia de reformas políticas y culturales, que incluyen la secularización y el igualitarismo. El mentado Bergoglio fue señalado con anterioridad, pero recién ahora se siente compelido a publicar un libro autoelegíaco. Las causas contra Ernestina Herrera de Noble ya tienen fojas ajadas, pero es novedosa su aparición en medios masivos, extrovirtiendo sus posiciones.

Todos se quejan de ser víctimas, nómina a la que sumó José Alfredo Martínez de Hoz, que será procesado merced a un correcto fallo de la Corte Suprema de Justicia. En verdad, son ciudadanos de carne y hueso que gozaron de prerrogativas enormes, concebidas a su guisa, entre ellas vivir blindados. Las circunstancias mutaron, lo que desata su furia, que es también desconcierto.

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Nadie debe acallar a nadie ni nadie puede exigir tener una aureola que lo sustraiga a la polémica. Todos tienen derecho a expresarse, incluso a través de los medios masivos, principal recurso en las sociedades de masas. Todas las voces deben resonar, aun las que desafinan para nuestros sesgados oídos. La restricción de esos derechos es un reto a la sociedad. ¿Hace falta decir cuánto de lo antedicho conecta con el horizonte abierto por la ley de medios? Por si hace falta, se subraya.

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