EL PAíS

La sombra del desprecio

Horacio Gonzalez

Una sombra espesa de desprecio rodeaba los últimos pasos de este hombre. A todas partes lo seguía una repulsa tupida y sin fisuras, que tenía algo de los grandes acuerdos comunitarios cuando desencadenan sobre algunos individuos todas las fuerzas de una voluntad pública de repudio. Galtieri parecía soportar esta unánime destitución de su figura con una mirada abstraída, acaso desafiante, buscando imágenes inútiles en la memoria de aquella plaza que parecía victoriosa, como si quisiera invocar explicaciones en la ironía por la cual alguna vez lo aclamaron. Pero tampoco tenía la talla de los grandes vituperados, de los que podían aceptar el diálogo final con su conciencia asesina.
Estos militares habían abandonado las propias frases altisonantes a veces destinadas a hablar de la muerte, pues si aun los asesinos son el último grado del extravío moral, el modo en que mataron era un hecho técnico, serial, burocrático. Mataron en el propio silencio de sus procedimientos y cartillas. Parecía que no era necesario tejer palabras en la conciencia. Pero tampoco Galtieri encontró palabras cuando se enfrentó con la memoria reivindicante de Malvinas, pues también allí había mayor densidad histórica de lo que pensaba una épica militar congelada en su escolaridad primitiva, con su estentórea pedagogía obligatoria. La devastación en las catacumbas del horror se combinaba con una rudimentaria visión del mundo, como si no existiesen complejos resortes imperiales y quiebres profundos en la historia. El más “mussoliniano” de los dictadores argentinos era capaz de defraudar a Oriana Fallacci, que no podía ver en él los rastros de los grandes tiranos que sin embargo intuyen oscuramente su propia ley criminal.
El rastro de repudio, incomodidad y espanto que dejaba a su paso lo merecía por las tinieblas por las que había transitado. El lóbrego interrogatorio que aún deseaba hacer, para que aquella mítica plaza compartiera ahora su derrota y ostracismo, no era a él que le correspondía hacerlo. Siempre la muerte es un hecho severo. Galtieri muere en la libre apatía de su propia muerte y sus despojos siquiera son desafiantes. Drásticamente, el ciclo de la vida de los hombres solo recuerda lo que han hecho y cómo lo han hecho.

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