EL PAíS › OPINIóN

El abrazo de la Justicia

 Por Marta Dillon

Si la Justicia tiene un largo brazo, ayer fue capaz de rodearnos a todos. A las mujeres de pañuelo blanco, manos tomadas y brazos en alto en señal de victoria, a la chica que se había pintado en la cara la leyenda Nunca más, a los ex presos políticos que levantaron para las cámaras una bandera discreta hecha de tela y aerosol, a esa madre y esa hija que lloraron abrazadas mezclando lágrimas y sudor y la risa, también, por poder estar juntas en ese momento. El dictador ha sido condenado. El Tribunal Oral Número 1, de Córdoba, dispuso su inmediato traslado a una unidad penitenciaria federal. En la sala donde transcurre el juicio estallan los aplausos, el juez que lee la condena pide silencio y parece hablarles también a quienes, a 700 kilómetros de distancia, en pleno microcentro porteño, se desbordan frente a una pantalla gigante que replica la sentencia. Taty Almeida se saca su pañuelo blanco y hace un dibujo con él en el aire, como si fuera un paso de zamba, envuelve con él a Estela de Carlotto. Madre y Abuela de Plaza de Mayo, como si este acto de justicia hubiera borrado algunas de las trazas del tiempo, bailan dando saltitos convertidas en adolescentes. Una condena no puede borrarlo todo, pero sin duda desarticula en este acto tantos años de impunidad.

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Alba Lanzilotto, con la imagen de sus dos hermanas desaparecidas en el pecho, Ana María y María Cristina, cuenta una anécdota mientras agita su abanico. Se trata de una Madre, así con mayúsculas, que después de años de estar sumida en la inconsciencia el martes tuvo un instante de lucidez. Y entonces uno de sus hijos le dijo: “Mamá, los estamos juzgando, acaban de darle perpetua al Turco Julián”. La mujer lo escuchó y agradeció: “Que alegría estar viva para poder ser testigo de este momento”. Al rato la Madre volvió a su inconsciencia. “Yo no puedo festejar –dice Alba–, no me sale la euforia. Pero sé perfectamente que estas condenas son un remedio, un remedio para curar al país y a muchas personas individualmente.” Cuando desde la pantalla montada en el auditorio Emilio Mignone, de la Secretaría de Derechos Humanos, se escuchó la sentencia a Videla, Alba apretó los párpados con fuerza y acarició amorosamente las fotos colgadas sobre su pecho.

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Después del pasaje a la cárcel que sacó el dictador Jorge Rafael Videla, el hombre que lleva el nombre de dos muertos –dos hermanos que lo precedieron–, el tipo del bigote tupido y la raya al costado que en 1977, cuando muchos todavía estaban vivos, se jactó en rueda de prensa de que “los desaparecidos no están ni vivos ni muertos, son una entelequia, están desaparecidos”, el mismo hombre que años después, amparado por el indulto que le regaló Carlos Menem –y unos cuantos secuaces, es cierto–, le dijo a un periodista –según consta en el libro El Dictador, de María Seoane y Vicente Muleiro–, “Pongamos un número, pongamos cinco mil. La sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario, y así hasta cinco mil. No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en esto. Y el que no estuvo de acuerdo se fue. ¿Dar a conocer dónde están los restos? Pero, ¿qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, en seguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo”. Después del turno de ese hombre, llegó la condena a Luciano Benjamín Menéndez, el señor de los cuchillos. Se escuchó la ristra de delitos de los que fue hallado culpable. Se escucharon las palabras mágicas que conjuran la impunidad: prisión perpetua, inhabilitación perpetua, más accesorias y costas cual broche legal para un destino que se agota en el encierro. Tuvo mejor suerte el autodenominado “soldado victorioso ante la guerrilla marxista”. A él le tocará una junta médica que evaluará si está en condiciones de seguir a Videla a una cárcel común. Menéndez tiene un extraño record, ésta es su quinta condena a prisión perpetua. Un chico con una remera que pide “Juicio y Castigo” apunta: “Ojalá le alcanzara la salud para morir en la cárcel”. No es un deseo piadoso. Es un deseo acunado por tantos años de espera de actos de justicia como el que sucedió ayer.

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Eduardo Jozami pasó por cinco penales durante la dictadura, de Devoto a Rawson, recorrió medio país mediante traslados intempestivos y arbitrarios. No lo dice, pero como cualquier otro preso político debe haber visto compañeros morir en la cárcel. Para él, este juicio, estas condenas que siguen sucediéndose en la voz monocorde del juez cordobés tienen el peso específico de dar cuenta de cómo la represión era un entramado del que participaba todo el Estado, aun en sus estratos burocráticos. “Esta es una reivindicación también a los presos políticos”, lo alienta Lita Boitano, de Familiares de detenidos y desaparecidos por razones políticas. “Porque a veces parece que los presos no lo pasaron tan mal como otros, que la cárcel ya era lo mismo que sobrevivir”, insiste Lita, con una sonrisa emocionada. Ni falta que hace la jerarquía entre las víctimas, aunque si lo menciona es porque algo se cae en esa grieta. Será que la profundidad de las heridas se parece a la penumbra y todavía falta mucho por decir, por hacer, por juzgar, por reparar. De eso también se trata la justicia, aun lenta y con cuentagotas. Además de las condenas, lo que se ha dicho en este juicio quedará escrito con la letra de molde que impone la ley. Y podrá ser consultado por muchas generaciones en adelante.

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El silencio conquista la sala mientras la lectura de la sentencia avanza, morosa, formal, reiterativa. Indiferente a lo que significan frases como “imposición de tormentos agravada por la condición de perseguida política de la víctima” para muchas personas en este auditorio, frente a las puertas del Tribunal en Córdoba y en tantos otros lugares del país. Describen, ni más ni menos, que la planificación de una masacre. Describen también eso sin nombre que atravesó alguien querido, un hijo, una madre, un hermano a quien se buscó, por quien se reclamó, que sigue haciendo falta. Esa reiteración del tormento, tormento agravado, tormento seguido de muerte, como un martillo neumático que golpea cada vez con más fuerza. Tal vez se trate de alivio esa manera de aplaudir y festejar cada vez que la descripción de los hechos se traduce en una condena.

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Hay medialunas y sanguchitos en el auditorio, hay mate, café con leche, bebidas frescas para una tarde de calor arrasador. Agueda no come ni bebe. Basta que se la mire a los ojos para que una pequeña inundación se instale entre sus párpados. Ella no es de las que festejan, no puede hacerlo aunque está ahí para escuchar con otros y con otras cómo la Justicia se abre paso. Sus padres, Luis Goyochea y Nelly Moreno, fueron desaparecidos en Córdoba. Ya fue testigo de otra condena a Luciano Benjamín Menéndez, ese general ultranacionalista que en los primeros años de la democracia todavía se sentía con el poder suficiente como para sacar su cuchillo militar y empuñarlo contra quienes lo repudiaban en una de sus tantas visitas a un juzgado. Menéndez, comandante del Tercer Cuerpo de Ejército, amo y señor del Campo Clandestino de Detención y Exterminio de La Perla, donde la mamá de Agueda fue asesinada, irá a la cárcel o donde sea que terminen sus huesos según la junta médica sin decir todo lo que sabe sobre el destino de tantos. Y eso es algo que a Agueda le cuesta digerir. O mejor, es algo que le duele. Que no hablen o que hablen para soltar su discursito del soldado heroico. Sin embargo, ella sabe, como saben otras “hijas” –así de fácil es nombrar a quien tiene a su padres desaparecidos, diciendo “soy hija”, porque el vínculo es algo más que una obviedad, es un relato político– que la rodean, que hay pesadillas que empiezan a disiparse, como esa de encontrarse en la calle con un represor y no saber qué hacer, qué decirle. En ese grupo de cuatro, todas tienen algo que contar. La vez que se cruzaron con Astiz, la vez que Lucía se descompuso sólo de ver al Turco Julián sentado en un bar en Corrientes. Eso, al menos, ya no va a suceder.

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Al celular de quien escribe llegan muchos mensajes cuando ya se cuentan 16 prisiones perpetuas en el juicio por el fusilamiento de 31 presos políticos en Córdoba. La mayoría dicen poco; cosas como “abrazo fuerte”. Debería corregirme, eso está lejos de ser poco; al contrario, da cuenta de un entramado de afecto que se brinda de muchas maneras, que comparte eso mismo que sucede acá, en este auditorio, donde Madres, Abuelas, ex presos políticos, algún funcionario, muchos militantes jóvenes: la alegría de saber que algunas consignas son más que eso, son un objetivo a cumplir. Y esa que decía “cárcel común, perpetua y efectiva para los asesinos, sus cómplices y sus instigadores” y que los chicos y las chicas de HIJOS saben corear con ritmo, morosamente y con cuentagotas, está empezando a cumplirse. Con el insoportable costo de la desaparición de Julio López y el asesinato de Silvia Suppo, también presentes, también dolorosamente ausentes. Desde la pantalla se escucha la voz:

“El juicio ha terminado”, dice y enseguida se escucha el grito que subraya tantos actos: 30 mil compañeros desaparecidos ¡presentes! El abrazo de la Justicia esta vez es tan largo y tan cálido como fue frío e intransigente con quienes debió serlo.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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