EL PAíS › OPINION

La increíble levedad

 Por Sandra Russo

Abundan los Kunta Kinte. Por lo menos, en esta ciudad. Entre los que tienen sus necesidades básicas satisfechas, sobran los Kunta Kinte, esos émulos del protagonista de Raíces que tenía que pagar su libertad. Y sobran tanto que escasean estos días y no están por ningún lado, porque si para algo esperaban la primera espuma de la reactivación esos miles de esclavos dispuestos a invertir en su destino, era para rajarse.
Los promotores de teléfonos celulares se equivocan si creen que los primeros mangos que han logrado instalarse en las cajas de ahorro van a ser destinados a un móvil que mande fotos. En todo caso, serán fotos desde esas hermosas playas a las que se fugaron los que manden los Kunta Kinte que se han ido en peregrinación hacia otros horizontes, mientras los que nos quedamos escribimos columnas sobre el vacío existencial y callejero. Han partido como ratas justo cuando algo les hace suponer que el barco deja de hundirse, o por lo menos que el naufragio da respiro. Se han ido persiguiendo seguramente un sueño módico, discreto y clasemediero: antes que nada, zafar de la suegra en Año Nuevo, y después desintoxicarse de argentinidad cambiando todas las preocupaciones que los han consumido por otro tipo de preocupaciones veraniegas, como por ejemplo cuándo pasa otra vez el barquillero o si mañana llueve.
Si algo se añoraba en este país era la insoportable levedad del ser. Si no te gusta, devuélvela, Kundera. Qué va a ser insoportable la levedad. Después de la larga temporada de inmersión en la gravedad más honda, después de tres veranos hundidos en una dimensión en la que el alfabeto básico incluía solamente palabras terribles como pagaré, hipoteca, interés, riesgo, cuota, desalojo, remate, ejecución, retiro, achicamiento, deuda, etc., basta una ligera brisa para que miles se despeinen y canturreen Color Esperanza o cualquier otra cosa pegadiza que les haga creer que la vida era además de todo eso el asado, la cena, la pelota, la plaza, el esmalte de uñas, el gin tonic, la rambla, el chiste verde, el atardecer o el llame ya de Sprayette. Queremos, añoramos, pedimos a los gritos un poco de levedad, y a bañarse en ella se han ido apenas les pagaron el aguinaldo completo miles y miles de Kunta Kinte que han dejado a Buenos Aires a merced de los que, como pobre consuelo, eligen el taxi, no hacen cola en el cine o encuentran libre la mesa de la ventana.
Los veranos siempre tienen eso, el cliché del vacío que hace que los que se quedaron se sientan dueños de las calles, las butacas y las hamacas. Pero el vacío de este año es sobrecogedor. E indica una especie de arrebato común por la escapada, una necesidad imperiosa de salir de la jaula, un rapto de claustrofobia que sólo encuentra calma a por lo menos trescientos kilómetros de distancia del jefe, un deseo libidinoso por el afuera, por lo lejano, por lo trivial y lo leve.
Los podemos imaginar, qué guachos, con el sobrepeso desparramado en una playa, fantaseando con mollejas esta noche, mareados por el clericó del mediodía, repitiendo las rabas de hace un rato, negándole al chico otro helado, escuchando en la semivigilia de la siesta el ronroneo del mar, pensándose otra cosa que argentinos a los que tras cuatro o cinco días los espera la misma cantinela de Almafuerte, “no te sientas esclavo ni aun esclavo”, porque ya resistieron bastante y están aflojándose la faja, y entonces es bastante lógico –es humano– que gocen como chanchos charlando pavadas abajo de una sombrilla, porque si uno es esclavo, caray, se siente esclavo, y entonces qué onda si con el aguinaldo uno se compra un rato de aire fresco.

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