ESPECIALES › JOSE NUN, CIENTISTA POLITICO

Construir una democracia

Refundaciones, cambios constitucionales, nuevos protagonismos, calidad de la política, prioridad en la contención social, mucha honestidad y participación: algunos de los elementos para la difícil tarea de salir de la crisis, según un agudo observador de los problemas de la Argentina.

Por Washington Uranga y Natalia Aruguete

–Se ha instalado en la sociedad la idea de que la dirigencia no representa los intereses de la ciudadanía. ¿Hay que pensar en un recambio de personas de las estructuras partidarias?
–La respuesta casi obvia es que el recambio debería estar en las dos partes. La democracia representativa establece no el gobierno del pueblo, sino el gobierno de los políticos. No hay democracia representativa sin profesionalización de la política. El político, como cualquier profesional, trata de persistir en su profesión. Y si ocupa lugares de poder, trata de perpetuarse en esos lugares de poder. Por cierto, hay excepciones. De ningún modo estoy diciendo que esté mal, es necesario. Pero implica condiciones. La primera es que el material humano sea de muy alta calidad, para no degenerar en la corrupción, el amiguismo, el arreglo personal, la perpetuación en el poder. En la Argentina tenemos una tradición, después de la Segunda Guerra Mundial, que no ha estimulado el desarrollo del material humano de los profesionales de la política.
–¿Por qué lo sitúa después de la Segunda Guerra Mundial?
–Porque después del golpe de 1930 no hubo democracias representativas. Y lo que hubo antes del ‘30 tuvo características muy especiales, porque amplios sectores de la población no se habían incorporado a la vida urbana industrial. Cuando Perón llega al gobierno en 1946, no llega como un defensor de los valores republicanos y no estimula el desarrollo de una representatividad democrático-liberal. Pensaba en términos de la comunidad organizada. Lo que sigue a Perón son años nefastos de dictadura militar. Cuando se reestablece un semblante de democracia representativa, se hace sobre la base de la proscripción de la mayoría de los votantes, que eran peronistas. Viene después el breve retorno de Perón a la presidencia, ya como defensor de algo muy cercano a la democracia representativa. Y entramos en los años más terribles que hasta entonces había vivido este país: la dictadura militar. O sea que no hubo una larga escuela de formación de dirigentes políticos. Más aún, buena parte de una generación de recambio se perdió en los años de la represión.
–Esa generación de los setenta también surgió de las estructuras partidarias, aun cuando se tratara de jóvenes estudiantes. Hoy, con una sociedad tan devastada, ¿se puede seguir pensando en un recambio dentro de estructuras con la mismas características?
–Hay que pensar alternativas que redefinan ese tipo de estructuras de modo más participativo. No es fácil hacerlo porque estamos en una situación en que las cañerías de la representación están ocluidas. Lo único que se puede prever en este momento es la lucha por recuperar espacios, por hacer más participativos otros lugares, por reformar una Constitución que ha quedado obsoleta casi antes de aplicarse. Cómo van a salir estas luchas, es impredictible. Nadie puede hacer conjeturas muy sólidas sobre el porvenir, aunque esto también implica reconocer que el porvenir está bastante abierto. En esta sociedad se han caído los velos. El “que se vayan todos” quiere decir: “Estamos hartos con representantes que no representan a nadie”. El “que se deje de robar” quiere decir: “Estamos hartos de la corrupción y de la impunidad”.
–¿Por dónde debería pasar el recambio?
–Una dirigencia política que en términos generales es de baja calidad tiene que ser reemplazada por nuevas generaciones de políticos, que comprendan que el político no es un operador sino un militante. La explicación respecto de las estructuras tiene que ver con esta dificultad para formar material humano valioso y con el tipo de institucionalización de la política argentina. No es por obra del azar que estamos donde estamos. Tenemos presidencialismos fuertes que han sido explotados hasta el máximo constitucional e inconstitucional, particularmente en los años del menemismo, eliminando la división de poderes con un Congresoobedeciendo órdenes y un Poder Judicial desquiciado y acomodado a las decisiones del Poder Ejecutivo. Toda esta descomposición institucional que ha llegado a su culminación en el último par de años exige un replanteo.
–¿Qué iniciativas institucionales habría que implementar?
–La Argentina necesita una profunda reforma constitucional. La cuestión es que no nos encierre otra vez en los límites vergonzosos del Pacto de Olivos, porque los mismos personajes siguen circulando por la política argentina. Pienso en la posibilidad de que se invente un régimen constitucional nuevo, para el cual le pueda servir de ejemplo lo que pasó en Alemania Federal, después de la Segunda Guerra Mundial. Alemania venía de los años del nazismo y carecía de tradiciones republicanas enraizadas. Lo que hizo fue aumentar decididamente la protección social a la población. El gasto social en los años cincuenta superaba el de países como Suecia o Dinamarca. Esto produjo una aceptación pragmática de la democracia, porque funcionaba. Al mismo tiempo, generó formas de participación de los trabajadores en las empresas, es decir, una relativa democratización del lugar de trabajo.
–¿Participación real?
–Relativamente real. Por eso la izquierda siempre lo criticó. En la zona del Rhur se establecieron Consejos Obreros en los que los trabajadores realmente empezaron a participar en las decisiones de las empresas. Son minoría, pero se trata de representantes sindicales muy genuinos. A esto se sumó un diseño constitucional que estableció una diferenciación entre el presidente y el jefe del Ejecutivo. Durante los primeros años de posguerra, el presidente cumplió el papel de un filósofo político, que hablaba muy activamente a la sociedad acerca de la democracia, la justicia, la corrupción, la igualdad. Mientras que por vía parlamentaria se elegía a un primer ministro encargado del gobierno ejecutivo. En la Argentina deberíamos pensar en alguna fórmula de este tipo.
–¿Alcanza una reforma constitucional para resolver la crisis?
–No. A esto hay que incorporar formas de democracia directa. Entre la democracia representativa y la democracia directa no hay ni incompatibilidad de principio ni incompatibilidad de hecho. En la Constitución actual hay ciertas incompatibilidades de principio con la democracia directa. Algunas de ellas han sido levantadas con la institución de la iniciativa popular y la consulta popular. Pero se han transformado en incompatibilidades de hecho porque, por ejemplo, la consulta popular no ha sido reglamentada. Hoy en día, uno de los elementos de los que se vale el Poder Ejecutivo para torcer la voluntad del Congreso es la reglamentación de las leyes que salen del Congreso. En estos años, fuimos testigos de cómo a través de la reglamentación se desnaturalizaron aspectos sustantivos de las leyes. En una reforma constitucional esto tiene que desaparecer.
–Pero siempre se trata de cambios enmarcados en el sistema de representación...
–No se puede eliminar la representación, porque las formas de democracia directa en una sociedad diferenciada y compleja requieren una manifestación de segundo grado, para la cual hay que designar delegados y representantes. Si la Argentina se poblase de asambleas populares, éstas deberían unificar su representación en algún órgano que les sirviese de expresión frente al Congreso. Hay que tener en cuenta de que así como no a toda la gente le gusta la música, a no todo el mundo le gusta participar en asuntos colectivos o participar en la política. Y no es ningún pecado que sea así. Lo que quiero decir es que aún en el ejemplo más notable de democracia directa, la democracia ateniense, participaba una minoría de la ciudadanía. Dejando a un lado que había esclavos y que las mujeres no participaban de la política, los ciudadanos tenían participación directaen la “cosa pública”. Sin embargo, el ágora (lugar donde se reunía la asamblea) tenía lugar para seis mil personas, mientras que la cantidad de ciudadanos en Grecia oscilaba entre 30 y 60 mil. La gran mayoría no iba a la asamblea, porque no a todos les interesaba. Por otra parte, la experiencia de las asambleas en el mundo contemporáneo muestra que tienden a ser fenómenos de corto plazo.
–¿A qué casos se refiere cuando habla de fenómenos de corto plazo?
–En EE.UU., donde hay experiencias muy relevantes de participación en cabildos y asambleas en la zona de Nueva Inglaterra, se han hecho estudios que muestran que las voluntades llegan organizadas antes de la asamblea. Hay sectores que, o porque pertenecen a partidos políticos o porque desarrollan una identidad propia entre bambalinas, se combinan de manera que en la asamblea tienen un peso muy relativo el ciudadano individual. Si bien en la Argentina no está estudiado el tema suficientemente, mi conjetura es que en la medida en que persistan las asambleas populares, esto va a tender a ocurrir, porque como la tendencia es al desgranamiento, también se produce una profesionalización de los organizadores de asambleas populares.
–¿Entonces cómo se reconstruye políticamente una ciudadanía que ha sido traicionada sistemáticamente durante tantos años?
–Va a llevar tiempo. Las formas actuales de participación son una parte muy limitada, no se da en la mayoría del país. Y no representan a todas las clases sociales. Yo acabo de terminar una encuesta sobre 1800 casos a nivel nacional de sectores con ingresos de 1000 pesos o menos para todo el grupo familiar. Más del noventa por ciento de los entrevistados no participa absolutamente de nada, ni siquiera de manifestaciones populares. A mí me parece muy positivo cómo se da en algunos lugares, no necesariamente en todos. Lo que hay que prever es que este tipo de procesos decaen con el tiempo, porque requieren disponer de muchas energías para obtener resultados que a veces son muy magros en relación con lo que la gente suponía que iba a conseguir. Esto no es para desalentar estas iniciativas, sino para inyectar una cuota de realismo. No es sólo a partir de estas iniciativas que se va a recomponer la situación.
–¿Qué características debería tener hoy la lucha de esta sociedad? ¿Cómo evalúa los escraches a los políticos?
–Me parece que hay que entender qué se pretende hacer con los escraches. Si la Justicia funcionase, los escraches serían una barbaridad, porque son un modo de hacer justicia por mano propia. Y este modo se puede volver fácilmente incontrolable. Los escraches se inscriben en el esfuerzo de las sociedades cuando se instala la impunidad jurídica. Se apela a un viejísimo recurso: el de la vergüenza pública. Creo que tiene que haber mecanismos constitucionales que responsabilicen a los políticos cuando incumplen su mandato. Es comprensible que un político sea elegido en términos de principios muy generales. Pero no es lo mismo aquel que considera prioritario el derecho a la educación, a la salud, al trabajo y a la seguridad social, que quien sostiene que todos estos temas deben ser dejados a resolución del libre mercado. Las dos posiciones son respetables. Ahora, si se elige a alguien que sostiene la primera y termina cumpliendo la segunda, el ciudadano que lo votó tiene derecho a decirle que ha traicionado su mandato y que debe ser revocado.
–Entonces el escrache sería una expresión legítima de ese derecho a revocar un mandato...
–El escrache sería una manera primitiva de hacer esto que digo. Primitiva porque toda regla de mandato revocable exige un mínimo de voluntades para ser puesto en práctica. Un escrache lo pueden hacer cien personas, entonces puede estar en cuestión la representatividad de las cien personas que hacen el escrache. En un estado de derecho, se somete a consulta popular si debe ser revocado el mandato y la gente se expresalibremente. E incluso, el imputado tiene derecho a la defensa. Así debería funcionar en una sociedad normal. En este momento, esta sociedad funciona de una manera muy brutal.
–¿Qué vigencia tienen los valores en una “sociedad brutal”?
–Cuando en esta sociedad te dicen: “Usted qué quiere... –argumento de Cavallo el año pasado–, ¿que pongamos el corralito y que los bancos sobrevivan y presumiblemente le puedan devolver sus ahorros, o que no pongamos el corralito y los bancos quiebren?” Es ilegítimo aceptar ciertos recortes de la realidad que se arman. Lo que hay que cuestionar es la política que llevó al corralito, que por otra parte es una medida tan violatoria de expresos artículos de la Constitución que dan derecho al uso y goce de la propiedad, que los que se rasgan las vestiduras porque se hace un escrache a un político, son unos hipócritas. Porque no están estableciendo escalas de valores.
–¿Qué tipo de medidas habría que tomar frente a la urgencia que impone la crisis?
–En este momento, no hay más remedio que establecer órdenes de prioridad: combate contra la impunidad y contra el saqueo del país que se sigue produciendo y ha conducido a esto. Poca gente sabe que por una resolución de la Secretaría de Agricultura, los proveedores de insumos al campo están exceptuados de la pesificación y están cobrando en dólares a los productores agropecuarios. Esto es la expresión de un bandolerismo difundido en todo el país. Creo que hay que cuidarse mucho de levantar la voz en términos abstractos, en un país donde rige la ley de la selva, donde no hay una escala de valores normal. Rasgarse la vestiduras cuando un piquetero corta una ruta, supone decir: “En la Argentina rige el derecho de transitar”. Y es mentira, porque la mitad de la población está por debajo de la línea de pobreza y no tiene plata para comprar un boleto de colectivo. Es mucho más grave que más de la mitad de la población esté privada de libertades elementales que el hecho de que los piqueteros busquen expresarse en la única manera en que lo pueden hacer. Porque no tienen la capacidad de sanción que da el tener trabajo y hacer huelga. En una sociedad capitalista, la falta de dinero significa falta de libertad: si uno no tiene plata para viajar no es cierto que tenga libertad de circular. Si no tiene plata para ir a la escuela o a la universidad, no es cierto que haya libertad de educarse. Si uno no tiene plata para comprarse los medicamentos, no es cierto que tenga derecho a la salud. Esta entelequia de que “estaremos mal pero vivimos en un país libre” ha dejado de ser cierta. O es cierta para un porcentaje decreciente de la población.
–¿Esta situación es producto de la recesión que empieza en el ‘98, como argumentan desde el Gobierno, o es la continuidad de un proceso más largo?
–Si el proceso de democratización en la Argentina hubiera arrancado con ochenta por ciento de excluidos y hoy tuviera cincuenta por ciento, uno diría: “Va lento, pero por lo menos avanza”. Pero si el proceso arrancó con ochenta por ciento de incluidos o más, y hoy hay cincuenta por ciento o más de excluidos, es un proceso de regresión brutal. Esto requiere medidas de fondo que deben ser cambiadas.
–¿Qué tipo de iniciativas son necesarias para revertir este proceso?
–Se necesita una renovación de los cuadros dirigentes y una intensificación de las formas de democracia directa, pero hacen falta las dos cosas. La reforma constitucional es importante. Si no, no hay salida. Y la salida será lenta.
–¿Las formas autogestivas y cooperativas de algunos emprendimientos económicos, en fábricas que antes estuvieron paralizadas, pueden ser consideradas como formas de politización alternativa?
–Creo que son muy positivas. Apuntan a algo muy fundamental: que sectores de la sociedad asuman de una buena vez que la sociedad es producida por ellos. El orgullo del trabajador es lo que se recupera enestas cooperativas. Sentirse el creador y ejercer control sobre aquello que se crea. Hay un tema que parece utópico discutir en la Argentina pero que suscita la pregunta. El politólogo norteamericano Robert Dahl planteó desde hace muchos años que no hay que hablar de democracia sino de poliarquías. Porque en la práctica, una democracia representativa es el gobierno de varias minorías. El consideraba que sin un principio de igualdad, la democracia representativa no podría funcionar. Ya en su vejez, Dahl ha dicho que la democracia no tiene ninguna posibilidad de ser genuina si se detiene en las puertas del lugar de trabajo. Y creo que a través de estos movimientos, se están generando manchones de democratización del lugar de trabajo... bienvenido sea.

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