ESPECTáCULOS › EGBERTO GISMONTI TOCO EN EL COLON

Música de concierto

El brasileño deslumbró como pianista en una única actuación en el máximo coliseo lírico argentino que se cargó de resonancias extra musicales, al tratarse de un músico que une lo popular y lo “clásico”.

 Por Diego Fischerman

Egberto Gismonti terminó con “Agua y vino”. Y la frase sería igualmente cierta sin las comillas. El final se planteó en el contraste entre el impulso casi salvaje y los pianísimos al borde del silencio, en el juego de opuestos planteado entre la superposición de rítmicas desenfrenadas y el coqueteo con las fronteras de lo estático. Un final, por otra parte, que condensó de manera insuperable los ejes por los que el gran músico brasileño transitó en su debut en el Teatro Colón. Su actuación había comenzado, también, con sonidos delicadísimos, casi imperceptibles, y había atravesado el fuego.
Un Teatro Colón lleno hasta el límite de lo posible ovacionó no sólo al creador sino a un mensaje alegórico inevitable. Que Gismonti tocara en Buenos Aires hubiera sido una fiesta en cualquier caso, pero que lo hiciera en un teatro estatal que, por añadidura, carga con el mayor poder simbólico de la Argentina significó, además, un hecho cultural de trascendencia única. La decisión de programar un concierto de Gismonti como pianista, en esa sala, podría leerse como una simple cuestión de gustos o como una ingenua equiparación entre este músico y los que habitualmente tocan (y lo que tocan habitualmente) en el Colón. O como una jerarquización artificial de un producto de la cultura baja, como si la mera exposición en un lugar prestigioso de la tradición occidental y escrita confiriera automáticamente una pátina de respetabilidad a cualquier música, incluso las menos valorizadas por esa tradición.
En ese sentido, hay un hecho innegable. Si Troilo, Salgán, Piazzolla, el dúo de Dino Saluzzi y Luis Salinas o Luis Alberto Spinetta (todos ellos tocaron alguna vez en el Colón) funcionaron bien en ese escenario no fue porque el espacio los convirtiera en mejores sino porque ya eran buenos desde antes. O, mejor, porque sus músicas resultaban especialmente aptas para adecuarse a la modalidad del concierto, más allá de las tradiciones populares de las que provenían y con las que dialogaban. De la misma manera, no hay fractura entre lo que hace Gismonti y el Colón porque la música de Gismonti es, de hecho, una música de concierto. En la decisión de la dirección del Colón de incluir en su programación a un músico como Gismonti hay ni más ni menos que una puesta al día. El Colón sigue siendo una sala de ópera y conciertos. Pero, a comienzos del siglo XXI, la música de concierto abarca mucho más que lo derivado exclusivamente de la tradición occidental y escrita, tal como sucedía hace un siglo, antes de la aparición de medios de comunicación masiva y de los nuevos géneros artísticos de tradición popular. La obra de Gismonti conversa fluidamente con lo clásico, desde luego –con Bach, con Chopin, con Bartók y, obviamente, con Villa-Lobos–, pero tanto los materiales como muchas de las maneras de desarrollarlos se nutren de (y optan por mantener en primer plano) la herencia folklórica brasileña.
“Frevo”, “7 anéis””, “Infáncia”, “Sanfona”, “Loro”, fueron, como siempre, los puntos de partida. Gismonti improvisa más en la manera de encarar esas composiciones, en algunas cuestiones agógicas, en el tempo, en ciertas aceleraciones, en algunas pausas y silencios, que en las notas. El núcleo duro de sus versiones (que, por otra parte, nunca son iguales unas a otras) está escrito. Allí aparecen sus ostinatos en la mano izquierda, esas referencias a las notas pedal de algunos instrumentos folklóricos (incluso a algún instrumento de percusión) que, sin citar textualmente la tradición, logra reinventarla. Y allí aparece la que tal vez sea la característica más impactante del estilo de Gismonti: su capacidad para tocar simultáneamente ideas musicales con un alto grado de independencia entre sí. En la música de Gismonti no parece haber estilización del folklore. No parece imponérsele nada de afuera. No se trata de las consabidas fusiones donde melodías y ritmos folklóricos se revisten con armonías ravelianas (o del jazz, que es más o menos lo mismo). Todo parece surgir de los propios materiales que, sin embargo, nunca provienen literalmente del folklore. Gismonti, eventualmente, crea su propio folklore y logra, por añadidura, que una música sumamente sofisticada y particularmente elaborada suene absolutamente popular en su gesto.
El momento en que, con visible emoción, Gismonti agradeció a los presentes por estar allí y “por permitir que salga la música del corazón” y los saludos, tomándose el pecho con los brazos cruzados, fueron las únicas ocasiones en las que el músico se levantó del piano. En el comienzo, como si probara sobre el instrumento, fue internándose de a poco. También la concentración fue en aumento y los momentos más intensos llegaron cuando en el desarrollo de uno de sus composiciones intercaló algo de “Fuga y misterio” de Astor Piazzolla. En ese homenaje –sobre todo en la manera en que fue realizado– pudo observarse, también, una de las particularidades del estilo de Gismonti. El tema de la fuga no fue, desde ya, objeto del comienzo fugado, tal como en el original, pero, sin embargo, fue reinsertado en un marco igualmente contrapuntístico.
La geografía del Colón, el mensaje arquitectónico de su interior, produjo, por su parte, una tensión sumamente interesante con esta música hecha de mezclas y de un puro culto a las impurezas. Ese contenido estético hubiera sido más potente, no obstante, si en lugar del telón cerrado delante del cual actuó el pianista (lo mismo había sucedido con Saluzzi-Salinas y con Spinetta, el año pasado) se hubiera elegido el tradicional marco de la cámara acústica, a telón abierto. Más allá de los argumentos técnicos o de costos que puedan esgrimirse a favor de la solución adoptada, lo cierto es que estos argumentos primaron sobre los estéticos y, finalmente, con Gismonti se hizo algo que el Colón jamás se hubiera atrevido a hacer con Alfred Brendel, Martha Argerich, Daniel Barenboim o Maurizio Pollini. Por otra parte, el peso simbólico de la sala fue también, por momentos, pesante para Gismonti que se mostró esporádicamente pendiente en exceso de demostrar su solvencia como pianista clásico. Hubo una cierta tendencia a moverse dentro de ese terreno en el que, lamentablemente, hay otros que le ganan por varios cuerpos (en el sonido y en los matices que es capaz de sacarle al instrumento) en lugar de extraerle el máximo jugo a aquellos territorios en los que no hay absolutamente nadie que se le parezca y en los que, sin duda, es el mejor pianista posible.

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Egberto Gismonti actuó por primera vez en el Colón.
 
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