ESPECTáCULOS › “LA VOLUNTAD”, UNA PIEZA DE GUILLERMO CACACE

Confesiones en un hospital

 Por Cecilia Hopkins

Si existe una voluntad para vivir, también existe una voluntad para morir que merece ser respetada: así podría resumirse la hipótesis sobre la que se construye la pieza de Guillermo Cacace que acaba de reponerse en El Camarín de las Musas. Allí, cuatro personajes femeninos desempeñan una función central dentro de una historia cuyos matices más intensos se aprecian, más que a través de las palabras, a partir del conjunto de imágenes provocado por el movimiento o la inacción de las intérpretes -todas destacables– junto a los estímulos sonoros y hasta olfativos que participan en la creación de la atmósfera que enmarca el montaje. A modo de prólogo, tres mujeres vestidas de blanco exhiben un mismo gesto cómplice, reunidas en una pieza de hospital. Cuando esta primera imagen se desvanece, ciertos datos abren una instancia fantástica en la narración, por la cual el espectador comprende que a los muertos les es dado regresar al sitio donde recibieron un último consuelo. Se sabe, entonces, que una de las mujeres (Felicitas Luna) ya no está entre los vivos y que, además, es la paciente que había ocupado ese mismo cuarto poco tiempo atrás.
Consecuentemente con el título de la obra, las otras dos mujeres (Gabriela Bianco y Laura D’Anna) son voluntarias, personas que sin recibir salario acompañan y reconfortan a los enfermos. Ambigua y fragmentaria, la trama va descubriendo un pacto que involucra a las tres, celebrado en un pasado que asume, durante la representación, la densidad de un presente eterno. De modo explícito se dan a conocer los detalles del accidente sufrido por la paciente pero, en cambio, se advierte velada e indirectamente el acuerdo que une a las voluntarias en la tarea de abreviar el sufrimiento de la agonizante.
El espacio que ofrece la sala del primer piso de El camarín... parece haber sido creado expresamente para el montaje: su piso en damero (que la enfermera limpia una y otra vez con desinfectante), su amplio ventanal reticulado y las paredes blancas valorizan la austeridad del mobiliario de hospital (antiguas camas y sillas de hierro) que asume una realidad misteriosa. Inclusive, hasta la propia sensación de tiempo detenido se asocia al espacio, a la profusión de ángulos rectos y la geométrica disposición de los objetos. Cada cual a su turno, las voluntarias y la paciente dedican a los ojos de los espectadores el relato de la porción de la historia que les pertenece. Los detalles inconfesables, claro, sólo quedan insinuados en el cruce de miradas y gestos. La única que no articula palabra es la enfermera (Daniela Fortunato), eficiente y voluntariosa, sí, pero totalmente al margen del dolor ajeno y de las tentaciones de la misericordia.

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