ESPECTáCULOS › ROGER WATERS CONCRETO UN NOTABLE DEBUT EN LA ARGENTINA

La noche en que el sueño fue realidad

El autor de los temas y obras capitales de Pink Floyd llenó de un público emocionado y conocedor el estadio de Vélez Sarsfield, en un recital de alto nivel, casi un inesperado milagro en la Argentina de hoy.

“No queremos educación, no queremos más control”, canta Roger Waters, y la multitud de cincuenta mil personas que llena el estadio canta con él. “Ey, maestros, dejen a sus alumnos en paz”, grita ahora el hombre desde el escenario y la multitud ruge un unísono perfecto. El autor y compositor de los mejores temas y obras de Pink Floyd no ofreció anoche un recital: lideró una ceremonia pagana pletórica de emociones profundas, en que resultó vital la participación del público. En una Argentina normal, esta visita hubiese convocado no menos del doble de gente. Pero los que fueron anoche valían por dos claramente. Muchos, se notaba, habían esperado lustros soñando con el milagro de que alguna vez Pink Floyd actuase en Buenos Aires. Anoche lo hizo, aunque sólo Waters estuviese en el estadio de Vélez Sarsfield, así como fueron Los Beatles los que tocaron en las noches de los shows de Paul McCartney en el estadio de River Plate.
Resulta por lo menos curioso ver el poder sobre el público del autor y compositor de rock que más trabajó sobre el tema de la manipulación de masas en la cultura contemporánea. Olvidando que alguna vez odió los shows en los estadios, sus apuestas al gigantismo, Waters se comportó anoche como un frontman experimentado, pero a la vez preso de cierto distanciamiento emocional, como si estuviese de vuelta de todo entusiasmo, de toda concesión. La gente puso en ese lugar una gigantesca oleada de calor y de entusiasmo, y una cuota importante de inocencia y plenitud: a pocos pareció importarle que no estuviese en escena David Gilmour, cuyas performances en guitarra en buena parte de estos mismos temas son de una calidad inolvidable. El asunto es que los temas importante de Waters son, fueron y serán tan buenos que su sola ejecución llena el alma del público de vivencias, certezas y evocación. ¿Cómo disimular la emoción cuando suenan en vivo canciones legendarias escuchadas miles de veces en disco o por radio, que fueron tocadas en una era ya lejana por músicos absolutamente inalcanzables?
La sensación de bronca generacional (y nacional) que acompañó al coro masivo de “Another brick in the wall” –cuyo video, incluido en el film The wall muestra a los chicos de un colegio inglés cayendo en una picadora de carne, antes de que otros lo destruyan para siempre– se transformó en un colectivo momento de emoción cuando, al promediar la primera parte, con “Brilla tu, diamante loco” y “Quisiera que estuvieses aquí” Waters rindió homenaje al legendario Syd Barret, el primer líder de Pink Floyd, que se quedó encerrado para siempre en su pequeño mundo de excesos. Una vieja foto de Barret en los 60 le puso humanidad a la pantalla gigantesca que presidía el escenario, ilustrando el mundo según Waters, ese universo opresivo y a la vez lleno de poesía, en que vuelan chanchos, un prisma de luz termina encandilando, las máquinas masacran al hombre y del amor puede brotar el odio en cualquier momento. La lluvia que amenazó la velada, y que cayó sin molestar durante algunos pasajes, parecía parte de la puesta del show, así como los relámpagos que la acompañaban.
La segunda parte del show –hubo un intervalo de 20 minutos– pareció aumentar la apuesta de la primera, con el público definitivamente extasiado por lo que parece destinado a convertirse en el único show de rock en un estadio de fútbol de la temporada 2002 y al mismo tiempo en el anticipo de otras visitas de Waters y/o los Floyd liderados por Gilmour. La gente deliró con “Money” el tema que a partir de El lado oscuro de laluna en adelante le recuerda el mundo una idea que desde el Arcipreste de Hita a Carlos Marx ha tenido bastante aceptación, y que los argentinos de clase media acaban de terminar de comprender, gracias al corralito: que el dinero hace andar las ruedas de la historia, pero no puede ser un fin en sí mismo. Mientras más viajó por el tiempo el repertorio de Waters mayores fueron las explosiones de la gente, cuyo color le será difícil olvidar. Si alguien hubiese estado confortablemente adormecido en la Argentina, las canciones de este artista completo lo harían sacudido, como ramalazos. El impresionante final con “Eclipse”, ante de los bises, y luego del pasaje del sonido cuadrafónico en todo el estadio, pareció una invitación de Waters a recordar que después de todo siempre amanecerá.

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Roger Waters recibió sin grandes gestos el demoledor afecto de la gente que llenó Vélez.
 
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