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La única verdad es la irrealidad

Por Gabriel Guralnik*

En The Matrix I, la irrealidad del mundo aparece sólo en algunas escenas clave: la primera fuga de Trinity, la lucha final de Neo, una que otra secuencia en el medio. Fuera de esos momentos, el “mundo irreal” de la Matriz se muestra bien real. Exageradamente real. El hotel abandonado del principio (y del final), con todos los signos del paso del tiempo. La vivienda de Mr. Anderson (que luego será Neo), con su desorden general y su aire de buhardilla. Un baile, las calles de la ciudad, una empresa donde se amenaza con el despido a los que llegan tarde. El miedo al precipicio, la lluvia, las calles mojadas, todo acentúa la desolación de saber que eso es el mundo. Que eso es la vida, algo tan mediocre, tan real que no parece tener salida. Hasta que Neo toma la famosa píldora, y cae finalmente por el desagüe que lo lleva del “mundo-Matriz” al “mundo-real”.
En la segunda entrega de la saga, el mundo virtual de la Matriz se muestra menos misterioso, menos desolado y (tal vez por eso) menos interesante. Mientras tanto, la ciudad de Zion (la última ciudad humana) festeja con un baile absurdo la amenaza de ser destruida. Cientos de miles de “calamares” –esa especie de Terminators versión The Matrix– perforan la corteza terrestre a la vez, en busca de Zion, demostrando que uno de los principales objetivos de The Matrix I (evitar que las máquinas conocieran la ubicación de la ciudad) fracasó por completo.
Para peor, nos enteramos de que el Oráculo (esa señora que cocinaba galletas) no es más que otro programa de la Matriz. Y nos dicen que la rebelión de Neo, Morpheus y Trinity es apenas una más en una trama circular de motines idénticos. Así, esa especie de dios masón que aparece en The Matrix Reloaded (al que llaman el Arquitecto) le revela a Neo que es la sexta vez que Zion será destruida, y que volverá a surgir de sus cenizas gracias al propio Neo. Y que esas “rebeliones” periódicas fueron ideadas por la propia Matriz para mantener en los rebeldes la ilusión de que pueden ganar la guerra. Es decir, la ilusión de que pueden tomar el control y mostrar a los demás la espantosa realidad.
Todo, incluso las peleas y persecuciones exageradas hasta el ridículo, incluso los pasillos internos de la Matriz (esos que los hermanos Wachowski arman tan parecidos –y a la vez diferentes– a los de Alphaville), parece creado para acentuar la impresión de engaño, de mundo poco creíble. Justo al contrario que en The Matrix I, donde en el mundo “irreal” las cosas parecen tanto o más sólidas que fuera de la Matriz. ¿Por qué, se pregunta uno al ver la segunda película de la saga, adónde apunta ese cambio de dirección en el mensaje, esa exageración de Neo haciendo de Superman, de autos volando y Zion a punto de ser destruida?
La incógnita parece develarse cuando Neo detiene a los “calamares” con la mano en alto, como aprendió a hacer con las balas en la Matriz. Pero no está en la Matriz. Está en lo que Morpheus, en la primera película, llamó “el desierto de lo real”. ¿Cómo puede Neo tener, fuera de la Matriz, los mismos poderes que cuando está conectado a ella? ¿O será que “lo real” es a su vez una Matriz, que todos viven un sueño dentro de otro sueño? Peor aún, ¿qué garantiza que el despertar de este nuevo sueño (el de Zion, el de la lucha contra las máquinas) no sea a su vez un sueño, y así hasta el infinito? ¿Será que finalmente, como el Arquitecto afirma, no hay una salida, un mundo real, un despertar?
Tal vez los compañeros Wachowski nos den, en The Matrix Revolutions, una respuesta. Si los calamares no los atrapan antes.

* Coordinador del “Encuentro de Creadores de Fantasía y Ciencia Ficción de Argentina”, que se realizará entre el 12 de noviembre y el 10 de diciembre. (The Matrix Revolutions se estrena mañana en la Argentina).

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