ESPECTáCULOS › “DOS HERMANOS”, DE LA DANESA LONE SCHERFIG

Otro ensayo sobre el suicidio

Por L. M.

Tienen treinta años cada uno, por lo menos, pero se comportan como si todavía fueran niños. Salvo que alguno de sus juegos no son nada inocentes. Los de Wilbur, por ejemplo. El pobre ya no sabe qué hacer para suicidarse. Parece haberlo probado todo –el gas, la soga–, pero nunca consigue su cometido. Si lo que pretende es llamar la atención de su hermano Harbour (Adrian Rawlins), en eso es todo un éxito. Se diría que Harbour, haciendo honor a su nombre, es el puerto donde se refugia Wilbur (Jaime Sives), la amarra que lo ata como puede a la vida. Pero qué vida... Muerto el padre, los hermanos del título heredan una librería de viejo en los suburbios de Glasgow, un negocio con más polvo que encanto según lo describe el film, una excusa para sumar a la ya extraña pareja protagónica toda una serie de personajes ligeramente excéntricos, clientes consuetudinarios, de esos capaces de llevar cualquier emprendimiento comercial a la quiebra.
Resulta difícil entender el propósito de la danesa Lone Scherfig, que tuvo un importante éxito internacional con su film anterior, Italiano para principiantes, una comedia romántica amable y complaciente realizada bajo los mandamientos del Dogma de Lars Von Trier. Aquí reaparece una tendencia al humor extravagante, con un color más bien negro. Al pobre Harbour no le queda tiempo ni siquiera para casarse tranquilo. La misma noche de su boda con Alice (Shirley Henderson), una madre soltera que de pronto se le aparece en su vida con una chica de diez años, Wilbur vuelve a intentar su truco, ahora cortándose las muñecas...
Hay un problema de indefinición de tono en Dos hermanos. En vez de resultar gracioso o quizá delirante, el film de Scherfig –¿por qué se habrá ido a filmar a Escocia?– se vuelve más bien fastidioso, irritante, no tanto por las acciones de sus desvalidos protagonistas, sino más bien por la música machacona con que la directora adereza algunas de sus escenas, o por la indulgencia con que trata a su personajes. Llega un momento, entonces, en el cual no es difícil desentenderse de ellos y desearle, sobre todo a Wilbur, la mejor de la suertes.

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