ESPECTáCULOS

La angustia del hombre que imagina ser Gardel

La obra El bronce que sonríe..., de Vicente Zito Lema, construye una realidad en los límites de lo racional: expone un caso de marginación, que es a la vez crónica de un hombre ante la muerte.

 Por Hilda Cabrera

Amalgamar locura y arte escénico no es tarea fácil, ni siquiera teniendo suficientes conocimientos sobre estos temas, como es el caso del dramaturgo, investigador, poeta y periodista Vicente Zito Lema, autor de una antología de título explícito: Delirium Teatro. Construir una realidad alucinante en los límites de lo racional y llevarla a escena implica sortear una variedad de escollos que este creador de importante trayectoria no logra a pleno en El bronce que sonríe (o la historia del Palangana), obra que acaba de reponer en un nuevo espacio, La Colada (Jean Jaures 751), una antigua casa reciclada del barrio de Abasto que luce fileteados en su fachada.
La pieza expone un caso de marginación, que es a la vez crónica de un hombre ante la muerte. La acumulación de parlamentos, que aquí no desdeñan el lugar común, quita potencia al conflicto y drama del Palangana, personaje inspirado en otro real. Sólo cuando el autor prescinde de lo obvio se capta en profundidad la agitación y angustia de ese internado de un neuropsiquiátrico que imagina ser Gardel. Sucede en las escenas en que el hombre intenta huir atravesando muros: entonces Palangana no es una caricatura sino un ser desvalido que pugna por vencer su angustia. El mismo es quien cuenta su historia: dice que Carlitos no murió en el accidente del aeropuerto de Medellín sino que está ahí, que es él, la persona a la que en ese hospital se le asignó la tarea de empujar el carro de la comida destinada a sus compañeros.
Para ensanchar el imaginario del espectador Zito Lema, también a cargo de la dirección, propone un decorado a dos niveles, alentando así la simultaneidad de escenas. Las actuadas por Palangana se desarrollan a ras del piso y sobre un podio, y las de los otros personajes, en un escenario de altura. El recurso es atractivo y permite aprovechar mejor el espacio. A esto suma la proyección de fotogramas de películas en las que intervino Gardel (una contribución de Jaime Lozano) y de diapositivas sobre el Hospital Borda, aportadas por el psicólogo social Alfredo Moffat, otro especialista en los temas de la locura, la opresión y la pobreza.
La puesta de Zito Lema se abre a diferentes interpretaciones. Una de éstas es considerar este trabajo un testimonio de vida, pero también un pretexto del autor para filosofar con deliberada inocencia (es lo que se supone) sobre ciertas cuestiones: manifiesta, por ejemplo, que la Muerte (así, en mayúscula) es más vieja que Dios porque Dios nació del miedo del humano a la muerte.
El bronce que sonríe... puede verse también como rechinante farsa con olor a azufre. Esta impresión se origina en el tono diabólico que se le ha impreso al personaje que interpreta la joven Aimée Zito Lema, que despliega un erotismo entre ingenuo y malvado, y a los de la Madre y la Muerte compuestos por Alicia Falcón. Las mujeres y la Muerte son en este montaje las que zarandean con frases irónicas y admonitorias a un Palangana que a veces adopta actitudes de niño, otras de mesurado bufón y, extrañamente, de individuo arrebatado pero consciente de su patetismo cuando imita a Gardel. Compuesto por Carlos Mérola, Palangana es finalmente un hombre común, hostigado quizás desde su nacimiento, que encerrado en un “loquero” no tiene otra alternativa que fabricarse una segunda realidad. La vida no lo ha arrojado precisamente al paraíso.
En este punto, el autor protege al personaje pero descuida el ritmo de la obra: se excede al demorar el desenlace sin aportar nuevas incertidumbres. Por el contrario, acapara frases hechas e introduce fragmentos de tangos con la letra cambiada (“se oye escuchar su canción” o “amores de estudiantes”, por ejemplo). La reiteración de ciertas situaciones, de las que participa también la comparsa de gente muerta (la joven, la madre y una pianista), no es en este caso un acierto, aun cuando los personajesque interpreta Falcón posean el misterio de los nacidos en una barraca de feria y, por su agresividad, en parajes equivalentes a un infierno. Falcón demuestra ductilidad y compromiso con su trabajo, lo mismo que Mérola y Aimée, pero la insistente impostación de su voz acaba perturbando no sólo a Palangana (hijo y anunciado difunto) sino también al espectador de la obra.
Ese subrayado cavernoso es significativo como detalle, pero no más. ¿Por qué prolongarlo cuando se entiende por dónde va la historia? A modo de contrapunto, la intervención de Alicia Mazzieri al piano es en esos tramos un descanso para el oído. La platea tiene entonces la oportunidad de disfrutar de su música y de fragmentos de algunas grabaciones de Gardel. Atilio De Laforet y Néstor Pelliciaro son, por otra parte, los encargados de la escenografía y la iluminación y Gabriela De Laforet, del vestuario de este espectáculo sencillo pero de temática ambiciosa, que se ofrece viernes y sábados a las 20 con entrada a diez pesos, y cinco para jubilados y estudiantes.
Creador, entre otras obras, de Gurka (Un frío como el agua seco), Una carretilla de música y La ley del gallinero, y de numerosos ensayos que relacionan arte y locura, Zito Lema retrata en El bronce... una experiencia de vida con la que el público quizá se conecte más desde lo emotivo que desde un plano intelectual. Un ejemplo que hace viable este tipo de acercamiento es la escena en que Palangana salta a la manera de un chico que quiere llegar al Cielo, que en ese tramo de la historia es simbólicamente el último espacio del geométrico juego de la rayuela.

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El bronce que sonríe... apela a la emotividad del espectador.
 
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