ESPECTáCULOS

El cine brasileño se aventura a descubrir el lado B de la vida

Dos de las principales novedades cinematográficas de hoy tratan, de maneras muy distintas, un tema de absoluta actualidad en el país: el de los secuestros extorsivos. La película del director de Mediterráneo lo aborda como un drama que permite ver las dos caras de Italia, mientras que Durval discos se interna con humor en la locura de la ciudad de San Pablo.

Por L. M.

San Pablo, 1995. La revolución del CD ya está en marcha, arrasando con el pasado, pero el bueno de Durval se mantiene fiel a los viejos LP, al rito fetichista de depositar con el mayor de los cuidados el vinilo negro en una bandeja y dejar que la púa acaricie sus surcos, hasta que brote la música. No le importa que sus clientes le pidan lo último en compactos. Su tienda tiene sólo discos de pasta y no los piensa traicionar (una lealtad similar a la que animaba al protagonista de Alta fidelidad, aunque las similitudes entre la novela de Nick Hornby, llevada al cine por Stephen Frears, acaben allí). Se diría que Durval se quedó en el tiempo, en más de un sentido, como si todavía fuera un niño grande, o un adolescente que resistió heroicamente el ingreso a la vida adulta. No se trata solamente de que su corte de pelo sea todavía el de un rocker de los ‘70: Durval se las ingenió para no salir nunca del todo del útero, para armar su loja en el frente de la vieja casa familiar, donde todavía reina su madre, la sobreprotectora dona Carmita, a quien le reclama sus platos preferidos.
Hasta allí, Durval discos, debut como cineasta de la escritora paulista Anna Muylaert, ganadora absoluta del Festival de Gramado 2002 (con premios del jurado y del público), parece apenas una comedia costumbrista simpática y colorida, una pintura de un mundo en extinción, la excusa para presentar una galería de personajes graciosos y algo exóticos, como esa cliente desorbitada que busca “aquel disco de Caetano de tapa blanca, que lleva su firma en la tapa” y que no es otra que Rita Lee, de incógnito (“¿De qué se ríe, Irene?”, se pregunta, en referencia al tema más famoso de ese LP). Pero paulatinamente, casi sin permitir que el espectador alcance a darse cuenta, el film de Muylaert irá introduciendo pequeñas variantes de tono, ciertas inflexiones que irán deslizando a Durval discos hacia zonas menos previsibles y más complejas, hasta terminar en una situación de rara locura, en la que ese mundo idílico de Durval parece definitivamente transfigurado.
La primera ruptura de Durval con su rutina se produce cuando una mañana descubre que en la habitación de servicio, donde supuestamente debería estar la mucama que él y su madre habían contratado el día anterior, hay una hermosa niña de cinco años, que pregunta muy alegre por su estancia y sus caballos. El desconcierto es total y les llevará algún tiempo descubrir la cruel verdad: que esa nena, Kiki, fue secuestrada. Pero dona Carmita no parece querer abrir los ojos a la realidad y, con subterfugios, se apodera de Kiki como si fuera joven una vez más, como si pudiera volcar en ella todo el caudal de afecto maternal que ya no puede depositar en el grandulón de Durval.
El equilibrio entre lo farsesco y lo dramático es siempre precario, inestable en Durval discos, pero paradójicamente es esa zona de riesgo lo más interesante de la película, que transmite una gran libertad en su factura, como si la directora se hubiera desentendido de los rígidos manuales de guión para dejarse llevar en cambio por su imaginación. En esa permanente cuerda floja, Durval (Ary França) y su madre mantienen una identidad muy fuerte, precisa, particularmente Etty Fraser como dona Carmita. A su vez, el uso que hace la directora Muylaert de la música es siempre en función dramática, como esa fiestita familiar que Durval anima con la versión de A Tonga da Mironga do Kabuletê, de Vinicius y Toquinho. El resto de la banda de sonido –Caetano, Gil, Tim Maia, Jorge Ben, Os Novos Bahianos– también está en la misma, excelente longitud de onda, pero nunca opera a la manera de un videoclip. Por el contrario, se diría que esa música funciona como un cable a tierra con la realidad, incluso con la locura de la realidad, que primero Durval parece negar, hasta que invade su propia casa. ¡Ah! Un dato: conviene no llegar tarde al cine. La secuencia de créditos es de las más originales que se hayan visto últimamente y aprovecha muy bien la polución visual de una megalópolis como San Pablo.

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Durval y la pequeña Kiki bailan al son de los viejos vinilos.
 
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