ESPECTáCULOS › EL DIRECTOR COREANO KIM KI-DUK OFRECE SU VERSION PERSONAL DEL BUDISMO

Con la potencia del mejor cine mudo

Lo notable del film es la manera en que logra evitar la tentación del paisajismo para dar paso a una obra siempre perturbadora, plena de aristas ríspidas, de infinitas sorpresas visuales.

 Por Luciano Monteagudo

Alguna vez, Jorge Luis Borges, gran admirador de las culturas orientales, advirtió que para el budismo “el hombre sigue en el cuerpo y en el mundo, pero conoce su carácter ilusorio”. Esa misma dicotomía es la que alimenta Primavera, verano, otoño, invierno... primavera, un film budista por excelencia, debido al gran realizador coreano Kim Ki-Duk, sin duda uno de los directores más potentes y originales del cine contemporáneo. Autodidacta, de origen proletario –trabajó en fábricas, revistó en el ejército–, Kim Ki-Duk (Seúl, 1960) tuvo sus primeras aproximaciones al mundo del arte a través de la pintura y, cuando llegó al cine, lo hizo como si se tratara de una fuerza de la naturaleza: en ocho años ya lleva dirigidos once largometrajes, la mayoría de gran impacto popular en su país y también centro de ardientes polémicas, por el grado de violencia, crudeza y hasta misoginia de muchas de sus imágenes, como lo atestiguan los pocos títulos que se conocieron de él en Buenos Aires, a través del Festival de Cine Independiente: La isla, Dirección desconocida y Bad Guy.
Algo de esa virulencia late todavía en Primavera..., pero asimismo se trata de un film esencialmente contemplativo, casi sin palabras, de organización cíclica –como lo indica ya su título– y concebido como una serie de parábolas, que van narrando las distintas estaciones de aprendizaje, sufrimiento y sabiduría de un niño que llegará a ser monje. La película se abre con unas viejas puertas de madera tallada, que dan paso a un mundo desconocido: una laguna serena en un valle montañoso, en cuyo centro flota, como una flor de loto, un modesto templo (cada mundo flota sobre agua, el agua sobre viento, el viento sobre el éter, sugiere la cosmografía budista).
Es una primavera luminosa y, en ese templo solitario, un viejo maestro cuida de un niño, que en sus travesuras infantiles atormenta a un pez, una rana y una serpiente, atándoles a cada uno una piedra. “Esa misma piedra es la que llevarás en el corazón toda tu vida si esos animales mueren”, le advierte el maestro. Para cuando el film alcance el verano, el niño ya será un joven formado, pero inexperto. La llegada a ese mundo de eremitas de una muchacha enferma despertará no sólo su curiosidad sino también su libido.
El aprendiz de monje se desviará de su camino (ya no atravesará las puertas rituales sino que preferirá los atajos y subterfugios), se enamorará perdidamente de la chica y se atreverá a experimentar el mundo exterior, a pesar de las nuevas prevenciones de su maestro. La película, como un Buda inmóvil, jamás sale del lago y cuando un otoño el joven regrese al templo lo hará totalmente trastornado, consumido por la ira y con el peso en el corazón de una piedra aún más pesada que aquella que ya cargaba por sus deslices infantiles.
Será tarea primero del viejo maestro y luego del propio aprendiz buscar la paz y el equilibrio interior, en un riguroso invierno.
Lo notable del film de Kim Ki-Duk es la manera en que logra evitar la tentación del paisajismo y de las obviedades místicas para dar paso, en cambio, a una obra siempre perturbadora, plena de aristas ríspidas, de infinitas sorpresas visuales, como si el director trabajara exactamente al revés que la mayoría de sus contemporáneos: primero a partir de ideas de puesta en escena, para las que luego escribe un guión que le permitadesarrollarlas.
Hay algo siempre agreste, salvaje en el cine de Kim Ki-Duk que permite asociarlo con directores muy distintos a él y entre sí, pero unidos por un cierto primitivismo vital, como el primer Rainer Werner Fassbinder, Samuel Fuller e incluso Leonardo Favio.
Hacia el final, cuando con la llegada del invierno el film también se vuelve oscuro, impredecible, Kim Ki-Duk parece a su vez el heredero del mejor cine mudo, con imágenes de una increíble intensidad, como la de esa mujer que atraviesa los hielos con su rostro cubierto completamente por un velo violáceo, que oculta su vergüenza; o como la de su pequeño hijo, un bebé apenas, que la sigue instintiva, desesperadamente, gateando sobre la escarcha, repitiendo quizás el origen de aquel joven monje del comienzo, que en la siguiente primavera se habrá convertido, cíclicamente, en su maestro.

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El aprendiz de monje se desvía de su camino y se enamora perdidamente.
 
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