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Cerca del río

La Reserva Ecológica es un lugar raro, un paraje bizarro y frondoso que queda apenas a unos cuantos metros del asfalto y los semáforos. Descubrir sus misterios puede ser una aventura a pequeña escala.

 Por Marta Dillon

La mano del viento desprende un jirón de la nube madre que avanza sobre el horizonte del río buscando el norte. Debajo, la marea marrón agita sus aguas y llega en olas a lamer la costa de escombros. Es tan fácil detectar el tiempo entre estas piedras artificiales como en los anillos que ensanchan el tronco de un árbol. Corazones de vidrio verde, guirrajos planos de hormigón, el pétalo de una moldura que alguna vez adornó un cielo raso, diminutos espejos de mármol de Carrara; todos los tesoros de esta orilla y la orilla misma, el suelo sobre el que se camina, son restos de casas demolidas en la ciudad de Buenos Aires. Ese es el material que subyace los mares de juncos de la Reserva Ecológica, la única de la ciudad, su extremo más agreste. Desde aquí, desde esta superficie donde el silencio parece haber sido guardado en su centro, el perfil de edificios del microcentro parece una maqueta muda. Y hasta la amenaza de las chimeneas del docke emitiendo su bocanada negra parece conjurada cuando la brisa juega entre las hojas del bosque de sauces. Es casi esquizofrénico que este lugar esté aquí, a menos de trescientos metros del último semáforo, que los patos capuchinos puedan cruzar el cielo volando a la altura de los ojos cuando menos de cinco minutos antes fueron colectivos como dinosaurios los que desplazaban su aire caliente. Pero ahí está esa posibilidad de fuga, detrás de Puerto Madero, en el final de cualquier calle paralela entre Viamonte y Juan de Garay.
Hubo un tiempo en que estas 360 hectáreas no eran más que agua chocolate del Río de la Plata, con aspiraciones de mar abierto por la fuerza de unas olas que se extendían más allá de donde era posible ver. En ese tiempo las señoras usaban polleras que descubrían los tobillos sólo cuando había que subir al tranvía y las parejas de novios salían a la tarde con la chaperona. Fue por ese entonces, en un pujante 1918, que el margen de esas aguas fue declarado balneario municipal y se construyó el espigón que hoy oficia de entrada a la Reserva Ecológica. De un lado se bañaban (vestidas) las mujeres; del otro, los varones; y cuando salía el sol, unos y otros paseaban por la ribera de la Costanera Sur, tocándose el sombrero en señal de saludo. Así fue durante muchos años, al menos hasta terminada la década del ‘30. Después, el sur de la ciudad dejó de ser interesante para los vecinos adinerados; la falta de previsión convirtió el agua chocolate en una inmensa cloaca y hacia fines de los cincuenta ya eran pocos los que querían refrescarse en ese balneario. En los sesenta, se decretó la prohibición de bañarse porque la contaminación fluvial ponía en peligro la vida de cualquier especie. Fue durante la dictadura de Agustín Lanusse que surgió la idea de “ganarle espacio al río” rellenando la zona a la que se llamó Ensanche Area Central; aunque fueron las famosas autopistas de Osvaldo Cacciatore las que brindaron el material necesario para obligar al río a emprender la retirada. Son los restos de las casas que se demolieron para su trazado las que se dejan horadar por las olas y han mutado ahora en extraños tesoros para antropólogos y caminantes.
Lo que siguió fue la historia con moraleja sobre la tenacidad de la naturaleza transformando la desidia humana. Sobre esos restos abandonados, sobre las reliquias de las familias expropiadas hechas escombros, sobre ese revoltijo de materiales, cayeron las semillas que diseminó el viento. Plumerillos, juncos, pastizales primero. Sauces, alisos, ceibos y paraísos después. Los vegetales crecieron; los árboles se ofrecieron como refugiopara las aves, los bañados como vergel para pequeños reptiles y mamíferos. La Reserva Ecológica era una evidencia antes de que el 5 de junio de 1986 el entonces Concejo Deliberante la declarara como tal.
Desde entonces la Reserva ha resistido como refugio para quienes gozan de los horizontes amplios, del silencio que sólo quiebran los pájaros o un huir de patas entre los juncos que anuncia el paso de alguna comadreja roja o un lagarto overo. Ha resistido el intento de la ola privatizadora de los ‘90, los proyectos de construir allí un parque de diversiones y 99 incendios que muchos creyeron intimidatorios. Ahí están algunos esqueletos negros de árboles que han muerto de pie y sin embargo siguen sirviendo como morada para el carpintero real que hace oír su toc toc cuando el viento está calmo. Hace casi un año del último incendio, tal vez la recesión haya hecho perder el interés a los supuestos saboteadores, tal vez hayan funcionado de una vez las doce cámaras de televisión que desde una torre altísima monitorean las 360 hectáreas. Lo cierto es que ya no se discute su destino de muestra gratis del paraíso en la frontera del averno ciudadano. Y una paz agradecida se respira entre los senderos de pedregullo que recorren la Reserva.
El único secreto para disfrutarla es un buen calzado –unas alpargatas guardadas en un bolso si se piensa en una escapada desde el trabajo–, o una bicicleta; para que el camino hacia el río abierto se haga liviano y no haya más dudas que el propio deseo frente a la posibilidad de meterse por algún atajo que siga el rastro de una garza mora. O de una yarará, si la audacia y la curiosidad es la guía. No hace falta más que dejar que los pies nos lleven lejos de los tormentos cotidianos para que el silencio del ambiente haga callar incluso las emociones. De pronto el horizonte abierto del río será el escenario de una danza de nubes que los trasatlánticos que surcan el agua amenazan con pinchar. Y no habrá ninguna preocupación mayor que ocupar uno de esos bancos que le da la espalda a la cara sucia de la ciudad, quitarse ese buen calzado y dejar que la madre natura nos acaricie con su mano.

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