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De la cabeza

 Por Sergio Kiernan

Cuando era chico, odiaba los sombreros. Es que todavía eran obligatorios -Kennedy, Dios bendiga su almita irlandesa, los sacó de moda ganando las elecciones a jopo descubierto– y todo el mundo andaba con uno en la cabeza, con los resultados previsibles. Como a la mayoría le quedan indiferentes o directamente mal, uno vivía rodeado de personas que terminaban en artefactos impresentables.
Había dos modelos particularmente espantosos. Uno, de fieltro pesado, era un gran artefacto llamado Homburg que por alguna razón era favorito de los censores, predicadores laicos y otros pesados. Ver un Homburg era prepararse para recibir alguna crítica o, si por alguna rareza uno estaba impecable, una mirada censora. Era también el sombrero favorito de los viejos merde que disfrutaban amenazando chicos.
El otro era el sombrerito de tela, con la parte de atrás del ala doblada para arriba, de alguna tela liviana y con una banda de color, generalmente escocesa, que se usaba siempre con impermeable o de mangas cortas. Era y es un sombrerito particularmente ridículo, usado por pedantes con ganas de playboy. Todavía de pantalones cortos, me caían torcido los que lo usaban, con el apoyo silencioso de papá, que sólo se ponía sombrero en ocasiones formales y a contragusto.
Lo que mató al sombrero fue lo que salvó al sombrero: pasar a ser opcional. De hecho, por muchos años el problema fue animarse a usar uno en este país sin excusas climáticas. El objeto en la cabeza indicaba profesión u origen: gorras de uniforme, kullus andinos, boinas tamberas, chambergos rabínicos. Los pocos que usaban sombrero porque sí eran excéntricos elegantes, a los que curiosamente siempre les quedaba bien, ancianos mandaparte, como Manucho, y alguna tía más vieja que la loca de Chaillot. Curiosamente, la contracultura nunca los usó.
En los últimos años están volviendo, de a poco y por estricta voluntad. Los chicos y más adultos de los que uno creería usan gorras de baseball. Por ahí se ve algún Panamá airoso, algún sombrero playero. En la milonga, no falta el chamberguito y hasta alguna bailadora con algo de terciopelo y pequeña red hasta la nariz.
Lo que tienen en común estos casos es la informalidad: se acabaron los Homburg. Tal vez por eso hasta este chico que los detestaba tiene alguna gorra, alguna boina para el campo, una aluda palangana africana. Y no le disgustan las señoritas de buen ver con la cabeza cubierta.

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