PSICOLOGíA

En la Argentina, el miedo a desear

“Determinados padecimientos que registramos en los consultorios psicoanalíticos pueden fecharse a partir de los eventos de fines del 2001, aunque quienes los portan lo ignoren.”

Por Yago Franco*

Y finalmente el lobo saltó sobre la inmensa mayoría de los argentinos, abrió sus fauces y desde hace ocho meses se pasea intimidatoriamente por las calles. Ataca desde la violencia, de modo activo, pero también y sobre todo por omisión, desarrollada por instituciones que debieran amparar a los ciudadanos –los distintos poderes estatales, las fuerzas de “seguridad”–, lo que produce un panorama siniestro: aquello que debiera ser familiar/amparador se transforma en persecutorio o abandonante. Esto coexiste con hiperdesocupación, expulsión del sistema económico, pauperización, lo cual conduce a la imposibilidad de toda idea de futuro, a nivel individual y colectivo. Los cacerolazos, piquetes, escraches, clubes de trueque, asambleas populares, obreros ocupando fábricas, son las armas que los ciudadanos han inventado y esgrimen contra la bestia. ¿Pero cómo se presenta en el psiquismo este movimiento que oscila entre la catástrofe y la creación?, ¿cómo afecta al trabajo clínico psicoanalítico?
El reto consiste en no psicopatologizar ni sociologizar los fenómenos clínicos que se hacen presentes. Diversas intermediaciones anudan el lazo entre psique y sociedad –registro identificatorio, ideales y superyó; destino socialmente impuesto para las pulsiones, objetos obligados de la sublimación, etcétera–; su consideración en el trabajo clínico es una de las urgencias que la época exige.
La cultura –mediante las instituciones de la sociedad– es un lugar de apoyo para permitir la estructuración de la tópica psíquica: esto hace que la cuota de malestar por habitar en ella sea tolerable. La cultura cumple una función de amparo, tomando a cabo la llevada a cabo originariamente por las figuras parentales. La cuestión cambia dramáticamente si consideramos la existencia de una sociedad en la cual ha caducado su función de amparo –como la nuestra–, lo que la instala en un más allá del malestar en la cultura. Se hace insoportable y sin sentido la participación en el colectivo social. Cuando esto ocurre, se puede producir una fragilización importante del aparato psíquico. Y pueden tener lugar dos cuestiones que son solidarias: al permeabilizarse las fronteras, puede alterarse la diferenciación yo/no yo, adentro/afuera y entre instancias de la psique; además, la depositación de lo mortífero que se realizaba en las instituciones se ve impedida, de modo que la pulsión mortífera queda libre.
Por eso podemos pensar que, en el estado actual de nuestra cultura, todos somos potencialmente borderline: se produce una suerte de estado borderline artificial; los bordes de la psique –entre instancias y entre la psique y la realidad– se alteran, se fragilizan, produciendo fallas en la tramitación del mundo pulsional/deseante e identificatorio. Las consecuencias clínicas de esta situación son múltiples.
Al respecto, quiero resaltar una de las consecuencias psíquicas de la desestructuración social, a partir de lo acaecido en consultas recientes o en tratamientos psicoanalíticos en curso. Es notable cómo puede fecharse el origen de ciertos padecimientos a partir de los eventos de fines del 2001, aunque quienes los portan ignoran su origen. Punto en el cual es necesario diferenciar la queja común en nuestro grupo social por la mortificación producida a partir de entonces, de las inhibiciones, síntomas y angustia que se desencadenan. En ese sentido, hay un hecho clínico que se hace presente, las más de las veces acompañando diversas formaciones clínicas: la “afánisis”.
La afánisis ha merecido dos consideraciones que resaltan: la de Ernest Jones y la de Jacques Lacan. El término proviene del griego aphanisis, y quiere decir invisibilidad, desaparición. Para Jones se encontraría en la base de todas las neurosis, por provenir de una prohibición paterna: “Ninguna satisfacción sexual es permitida”. Esta amenaza de una extinción de la sexualidad llevaría a tener que renunciar al objeto deseado, o bienal propio sexo. Para Lacan, se trata más bien de la desaparición del sujeto mismo: el sujeto puede temer la desaparición futura de su propio deseo. Se trata, entonces, del temor a la desaparición del deseo, o a su desaparición lisa y llana, y un desvanecimiento/desaparición del sujeto. Se trata de la presencia del miedo a desear, que puede llevar a la desaparición del deseo. Lo que se encuentra potenciado por el actual estado de nuestra cultura, y la fragilización a la cual arroja a la psique.
Veamos el sutil –y seguramente incompleto– entramado que lleva a esta consideración.
Desde Freud sabemos que las catástrofes sociales potencian el accionar del superyó, y que este actúa prohibiendo el deseo. A mayor desgracia, mayor sentimiento inconsciente de culpabilidad, por mayor tensión superyoica; digamos, de paso, que este sentimiento inconsciente de culpabilidad es señalado por Freud como una de las mayores dificultades para la curación, así como uno de los mayores obstáculos para la vida en sociedad.
Esta dialéctica llevaría a lo señalado más arriba: dejar de desear o miedo a dejar de desear, por la imposición de una prohibición del desear. En el primer caso se superpone con un desvanecimiento del sujeto, ya que en el humano su condición deseante es esencial: somos deseo en tanto nos hemos originado a partir del deseo del Otro.
La afánisis se manifiesta actualmente en la clínica como temor a la pérdida o directamente como abandono de lazos amorosos, estudios, vida social, produciendo en muchos casos aislamiento: la base es la mencionada, miedo a desear. Todo esto en grados variables y sin que se constituyan objetos fobígenos, siendo fundamental el diagnóstico diferencial para una adecuada tarea clínica. Es decir, diferenciar esto de una fobia o una depresión, sin perjuicio de que acompañe a esos cuadros pero como problemática clínica en sí.
X mencionaba en sesión cómo el miedo a ser víctima de un asalto lo hace llamar un taxi antes de salir de su trabajo, llegar a su casa, y luego quedarse mirando la TV que replica hasta el cansancio noticias de violencia y desestructuración social. Se pregunta si no es una nueva forma de terrorismo de Estado. “Decíamos ‘que se vayan todos’, y al final nos hacen ir a nosotros a nuestras casas.”
El lobo está suelto, en la realidad social y, como pulsión de muerte liberada, en la realidad psíquica. Lo que se produce es un miedo a desear, a amar, miedo a Eros, por amenaza superyoica: hace que el sujeto desaparezca, se desvanezca, se vaya. Lo que, en círculo, lleva a un miedo a dejar de desear o lleva directamente a dejar de desear, lo que implica un eclipse del sujeto. Un afecto que suele acompañar este estado es la resignación, que es resignación del deseo –amoroso, de lazos, proyectos-; también la indiferencia, el aburrimiento.
Podemos avanzar un poco más. Si falla la función de amparo, esto significa que nos hemos quedado sin Otro, sin lugar en su deseo. Sufrimos, por así decirlo, las consecuencias de la afánisis del Otro, es decir, que el subrogado de los objetos paternos da las espaldas a la mayor parte de la población. Esto produce catástrofes no sólo sociales sino psíquicas, una de las cuales es la descripta en estas líneas. Pero, desde los bordes sociales y psíquicos a los cuales han sido arrojados los sujetos, también es posible la creación de nuevas formas. Para los psicoanalistas implica el reto de llevar adelante su práctica en medio de la más absoluta incertidumbre sobre su actualidad y futuro (al igual que el común de la población), obligados también a crear nuevas formas para esa práctica y para la teoría psicoanalítica.

* Psicoanalista. Miembro del Colegio de Psicoanalistas y de Revista Topía.

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