PSICOLOGíA › MUTISMO Y CRISIS EN ORGANIZACIONES

Un silencio al

Por Carlos Altschul *

Según Fernando Ulloa, “la dinámica institucional se juega entre las violentaciones que los individuos ejercen sobre la institución y la que ésta vuelve legítima sobre los individuos”. El se pregunta: “¿Cómo se expresa la institución en la dispersión de gente? Lo más común es el silencio absoluto, un silencio en el que no hay registro de afectos ni de pensamientos y, obviamente, no hay registro de palabras”. Y nos recuerda: “Subyacente a toda crisis cristalizada acecha la tragedia, definida como dos lugares enfrentados sin tercero de apelación. Hay veces en que esos dos lugares se enfrentan entre sí sin que ninguno identifique al otro; cada uno inventa a su rival imprimiéndole características desde su propia subjetividad. Así se instaura entre ambos bandos una realidad concretizada que anula todo espacio productivo”.
Podríamos llamar silencio al estado de cosas en que se escucha y se conviene en no hablar de algunos aspectos de la realidad. Es un silencio dinámico, ya que puede modificar lo que se elige callar. Y es un silencio vital en el que conviven lo racional y lo emotivo.
Muy diferente podrá ser el proceso de acallamiento en una crisis cuando, caídas las barreras, las preguntas se dirigen no ya a lo que, de común acuerdo, se convino en callar, sino a los secretos a voces velados y reprimidos. Ahí, el esfuerzo acalla lo conocido y transparente mientras se lo difunde –en la intimidad– porque remite al ejercicio arbitrario del poder y porque el intercambio privado reafirma la construcción de la subjetividad.
Este proceso adquiere relevancia en las organizaciones, donde el poder es como el agua para los peces. En las organizaciones, aun si no se habla de él, todo hecho remite a su ejercicio. Cuando el miedo es sobrecogedor, se renuncia a hablar abiertamente del poder. Cuando está en juego la pérdida de derechos, de posición y carrera, surge el silencio absoluto. Para ocultar ingresan el eufemismo, el chisme, la mentira, el rodeo, la elusión, el guiño, que muestran el pasaje del acto de acatar en forma formal –sin cumplir, claro– a silenciarse en forma transparente (al menos, ante quienes lo registren). Se pasa del silencio al silenciamiento, ejercicio consciente de interrumpir adrede la comunicación.
El quiebre producido por la crisis hace que sea escuchado no sólo el silencio –del que cada uno es parte–, sino también el silenciamiento del que cada cual se cree ajeno.
En esos casos, surge a veces cierta intuición de lo posible: una –la llamaremos– intimación, un conocimiento elemental que, de reconocerse, podrá iniciar la conversación. Esa intuición dice mudamente lo que podría ser. Revela iniciativas, habilita otro proceso. Brecht lo sugería así: “Nada debe parecer imposible de cambiar”.
Por su origen –ya que remite a inscripciones de la niñez o de la educación–, la intimidación tarda en expandirse, pero, cuando lo hace, despierta simpatía y se abre, en unos, al trabajo solidario y, en otros, a un registro diferente del temor. Ulloa habla de negar que se niega, un proceso instalado que moviliza la crisis en cada uno.
Digámoslo así: la crisis quiebra la trama. En nuestra sociedad, los acontecimientos de los últimos años descorrieron el velo del autoengaño. Los dispositivos, espontáneos, fueron los encuentros y las discusiones agitadas y no quedó lugar sin debate encendido. Se deshilvanaron los tratos, ¿de silencio?, ¿de silenciamiento?
Pero, en las organizaciones, ¿cómo se develaría la necesidad de hablar sobre el poder? ¿Quiénes recogerían la oportunidad de hacerlo? En la segunda mitad de 2002, participamos en cuatro casos en los que la consulta de un ejecutivo partía de la misma premisa: “La gente no habla”. Dos de ellos se referían a la necesidad de “modificar cuestiones fundamentales”, por más que en ambos la historia mostraba una apelación manida, una nostalgia del statu quo. En uno, se reunió información en entrevistas individuales y se creó un documento que circuló a través de Internet. Un encuentro posterior no alteró la situación original, y reforzó la percepción del sufrimiento. En el segundo caso, se aprovecharon dos ateneos para debatir sobre los costos y el desgaste. Los grupos de trabajo convalidaron la información y los dirigentes se comprometieron en acciones que, finalmente, no se llevaron a la práctica. En estos dos casos, la conducción se mostró renuente a asumir iniciativas, aun habiendo reconocido públicamente lo imprescindible del reclamo.
En el tercer caso, en una sucesión de entrevistas se construyó un texto único de referencia y se lo puso a circular en forma privada, utilizando los resortes usuales. El choque con la información convalidada, que circulaba sin violar la intimidad, provocó que se reconociera la necesidad del diálogo. En el cuarto caso, se expuso el material silenciado: se invitó a recorrer pasillos empapelados que repetían la información hasta el cansancio, se elaboró un borrador diagnóstico, se reconoció la fragmentación, se emprendieron acciones orientadas a mantener la escucha y se comenzó a entender, a hacer. Estas dos últimas intervenciones mostraron cómo se articulaban la tolerancia y la indignación ante la coacción, y de ese entramado surgieron nuevas prácticas.

* Profesor en la UBA y en Flacso/Universidad de San Andrés. Extractado del trabajo “Silencio, silenciamiento”, incluido en Pensando Ulloa.

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