SOCIEDAD › ATAQUE XENOFOBO A UN MATRIMONIO CHILENO EN ZAPALA

Nostalgias del Ku-Klux-Klan

Primero hubo insultos discriminatorios. Después llegaron los golpes. Por último, una pandilla rompió todas sus pertenencias e incendió la casa. La policía no detuvo a nadie por el ataque.

–¡Chilenos la concha de su madre!
Isabel Bustamante escuchó otra vez el insulto y se apuró agarrada a la pollera de tela liviana hacia la puerta de entrada a su casa, en Zapala, esa ciudad en la que mataron al soldado Carrasco.
–¡Chilenos de mierda! ¡Se tienen que ir del barrio!
Su marido, Gerardo Quirquitripay, escuchó por enésima vez la puteada xenófoba de sus vecinos y le dijo, “dejá, yo salgo a sacar la basura”. Se atrevió cuando estuvo en la vereda a poner un límite: “Qué les pasa, por qué se meten con nosotros, si no le hacemos mal a nadie”. Se le vino encima uno, grandote, su vecino de enfrente, históricamente dedicado a cobrarle peaje, y a amenazarlo por “ortiba” y por chileno. Se refugió. Llamaron a la policía. La policía llegó y se fue. Así, tres veces lo atacaron, vinieron los uniformados y volvieron a atacarlo, cada vez con más fuerza, hasta que le destruyeron muebles, televisor, heladera, elefantes y ángeles de porcelana, floreros y todo lo que pudieron hasta incendiar la casa usando bombas incendiarias, las viejas molotov. Por el virulento ejercicio de xenofobia y violencia hasta ayer no había un solo detenido.
Cuando don Quirquitripay dejó la hermosa Pucón de lagos y volcanes para aventurarse en Zapala, una ciudad de vientos insoportables, a medio camino entre el desierto neuquino y la cordillera, ya había argentinos naturales que por cualquier asunto menor trataban al extranjero como “muerto de hambre”. Pero nada como esta banda que para justo en su esquina, frente a la casa que se pudo construir en el barrio Ruca Hueney. Su condición de chileno y de descendiente de mapuches potenció, y le terminó dando visos de persecución fascista a lo sur-norteamericano, al ataque de un grupo que tenía “apretado a medio barrio”. O sea: al conflicto que en cualquier punto de la Argentina pobre puede darse entre vecinos más o menos cerca de la legalidad se le sumó la diferencia de nacionalidad, que llevó el odio hasta la locura de prenderle fuego a la casa y casi matarlo si no hubiera llegado por quinta vez el mismo día la policía que los rescató.
“Como ellos estaban permanentemente ahí, chupando y drogándose, molestando a la gente, pidiendo plata y si no dabas te decían de todo, nosotros llamamos a la presencia policial, hicimos denuncia.” Quirquitripay dice que es uno de los pocos que dio la cara en esta particular guerra de pobres. Los demás tienen miedo, cuenta. El hombre, un corpulento morocho dedicado a la mecánica en un taller del Ministerio de Producción y Turismo neuquino, soporta hace cinco años el encontronazo con los de enfrente, que tienen un quiosco y apellidan Castillo. Fue Daniel, el hijo mayor, el que la emprendió el lunes contra el chileno. Lo miró como para matarlo, y con dos toscas en la mano. Gerardo cometió el error de los que a pesar de la debilidad invocan la dignidad con una frase de desafío: “Si tenés ganás de pelear sacátelas”. Lo único que tenía para defenderse era una escoba. Su mujer le decía desde la casa, “entrate Gerardo, entrate”. Para Castillo fue suficiente. Estaba por tirarse encima de su vecino y lo agarraron de atrás sus amigos. Se lo llevaron al kiosco de su padre como a los boxeadores que se zarpan en el último minuto del round, pero saben que al volver destruyen al adversario. En este caso, el adversario decidió llamar a la policía. Entonces dieron pelea, uno le dejó un ojo negro a uno de los policías, que finalmente se retiraron. Los xenófobos se reagruparon en un galponcito de los Castillo al lado del kiosco, acumularon piedras y lanzaron un primer ataque.
Al llamado que siguió, la policía volvió a responder. Llegó cuando casi no quedaban vidrios en las ventanas. Reprimió, no se llevó a nadie preso, y volvió a marcharse. “Se va otra vez la cana y viene la razzia más grande, a las patadas tiraron la puerta abajo. Dejamos que rompieran todo lo que tienen que romper.” Los Quirquitripay corrieron al baño. Se encerraron bajo llave, pusieron lo que pudieron contra la puerta. Resistieron abrazados el griterío de insultos y el ruido de todo lo quehan podido juntar en 20 años de exilio rompiéndose contra las paredes, a las patadas, a los piedrazos. Hasta que sintieron el olor a humo que comenzaba a entrar por la hendidura de la puerta. Los miembros de lo que ellos llaman “la pandilla” habían juntado gomas, cartones, madera y combustible para incendiar la casa. También prepararon bombas molotov caseras que hicieron estallar en el jardín. Una, cuenta Gerardo, le dio a un patrullero que retrocedió en el combate. Finalmente, la policía los rescató, aunque no detuvo a nadie. Isabel y Gerardo debieron sacar sus cosas de su casa con custodia. La habían armado con el esfuerzo que implica el desarraigo, y la perdieron por su condición de extranjeros. Todavía no saben qué decir. ¿Qué sienten? Impotencia. ¿Qué piensan hacer?: “Una linda pregunta”.

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(arriba)Isabel Bustamante y Gerardo Quirquitripay después del ataque racista, tras 20 años en la Argentina.
La policía llegó cuando casi no quedaban vidrios en las ventanas. Reprimió y volvió a marcharse.
(abajo)La casa fue incendiada.
Antes, rompieron todo.
 
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