SOCIEDAD › UN CASO QUE DESNUDA EL GRAN NEGOCIO DE MANTENER PACIENTES EN ESTADO VEGETATIVO Y EL ENSAÑAMIENTO JUDICIAL CON LOS PARIENTES

“Yo tenía que demostrar que era familiar y no una asesina”

El testimonio de una mujer que tuvo a su marido en estado vegetativo casi cinco años muestra cómo la Justicia avala los tratamientos médicos desproporcionados y menosprecia la voluntad de la familia. La esposa terminó sometida a un juicio por alimentos para el cónyuge en coma.

 Por Mariana Carbajal

A Dinah Magnante le tocó conocer de cerca la experiencia del “encarnizamiento terapéutico” asociado al “encarnizamiento judicial”, con un paciente en estado vegetativo permanente. Es abogada y vive en Palermo. Su esposo, Eduardo, quedó en coma y nunca más se recuperó como consecuencia de un accidente de tránsito. A los tres años y medio de permanecer así, el director médico del centro de rehabilitación donde estaba internado le comunicó a la familia que debían cortarle los tendones y luego una pierna a raíz de una infección provocada por las escaras que suelen sufrir ese tipo de pacientes por la misma postración. Ella y los hijos se opusieron porque consideraban que luego de tantos años con un ser querido en esas condiciones, a su consecuente y paulatino deterioro, se sumaría una técnica invasiva más. Pero la Justicia avaló la intervención. El caso revela otras caras del drama de los pacientes en vida vegetativa: el gran negocio para las clínicas y sanatorios de mantener a una persona en ese estado indefinidamente y una Justicia que favorece los tratamientos médicos desproporcionados y niega la posibilidad de morir con dignidad. Las internaciones insumen un gasto de alrededor de 100 mil dólares al año.

A Magnante, el curador designado por un juez para representar los intereses de su marido le llegó a iniciar un juicio por alimentos para que le pasara dinero a su cónyuge, a pesar de que se había destinado el monto de la indemnización que se cobró por el accidente a pagar los altísimos costos de su atención.

En el marco de los debates parlamentarios para una ley de muerte digna, su testimonio muestra otras aristas para sumar a la discusión. Eduardo quedó en estado vegetativo a los 58 años. Magnante tenía 34 y estudiaba Derecho. Hacía cinco años que estaban casados, casi el mismo lapso que Eduardo permaneció sin conciencia, hasta que finalmente murió –en el medio de la batalla legal para impedir el encarnizamiento terapéutico– el 14 de septiembre de 2001. El tenía dos hijos adultos de un matrimonio anterior. Mientras su esposo se encontraba con vida vegetativa, Magnante se graduó de abogada, y al año del fallecimiento de su esposo decidió iniciar un master en Bioética en la Pontificia Universidad Católica Argentina –para poder entender más la trágica situación que le había tocado atravesar–. Su tesis fue sobre “Tratamientos proporcionados y desproporcionados en el estado vegetativo permanente” y tuvo como director a Ignacio Previgliano, jefe de Unidad del Hospital Fernández, especialista en neurología y terapia intensiva y presidente de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva, quien había atendido a su esposo cuando se accidentó. Uno de los jurados fue el experto Carlos Gherardi, autor de Vivir y morir en terapia intensiva y el entonces director del Instituto de Bioética de la UCA, Alberto Bochatey.

“Cuando se tiene un pariente en estado vegetativo, la familia es muy juzgada moralmente. Y por otra parte, los familiares se sienten culpables. Una se hace preguntas: ¿lo querré matar? ¿Y si en cualquier momento se despierta?”, dice la mujer, en diálogo con Página/12. Magnante fue una de las expertas convocadas en la audiencia pública realizada el 27 de septiembre en la Comisión de Salud de la Legislatura porteña, donde también se está discutiendo una ley local de muerte digna en forma paralela al Senado.

La charla transcurre en el living de su departamento, cerca del Hospital Rivadavia. Sobre la mesa hay una pila de libros de bioética sobre la muerte digna. Hace varios años que viene estudiando la temática. Su marido, cuenta, era un católico muy practicante.

–¿Cómo llega su esposo a quedar en estado vegetativo?

–Tiene un accidente de tránsito. Iba en bicicleta y es atropellado por un auto en la Avenida del Libertador y Teodoro García, en el barrio de Belgrano, el 19 de febrero de 1998 a la noche. Como no regresaba empecé a preocuparme. Lo busqué y lo encontré en el Hospital Fernández a la una de la madrugada. Estaba en coma, lleno de tubos. Nunca más se despertó. Siempre estuvo grave, al borde de morirse, su vida pendía de un hilo. En ese momento tuve la “suerte” de encontrarme en el Servicio de Terapia Intensiva con el doctor Ignacio Previgliano, quien a los 20 días nos llamó a la familia y nos dijo que había determinado que ya estaba en estado vegetativo persistente, lo cual no significaba que fuera permanente. Al haber tenido una lesión traumática, el estado permanente se determina a los 12 meses. Nunca nos habló con eufemismos, siempre nos dijo la verdad y no es así con todos los médicos. A algunos miembros de la familia al principio les costaba aceptar esta realidad.

Magnante inició un juicio de insania, un procedimiento habitual cuando una persona queda sin conciencia, en el cual la Justicia designa quién será su representante legal.

–¿Quién asume la representación legal?

–El Código Civil establece quiénes son las personas que la deben asumir: en primer lugar, el o la cónyuge; si no existiera, los hijos. Pero a su vez el mismo Código Civil fija que primero se nombre a un curador provisorio. Y el Código Procesal Civil indica que si la persona no tiene bienes, el curador provisorio será el curador oficial, que cobran un sueldo y que trabajan en la Curaduría Oficial. Si tiene dinero, el juez nombra a un abogado de la matrícula. Pero llegar a esa instancia no es tan rápido: yo estuve siete meses dando vueltas y luchando para ver dónde lo internaba a mi esposo; tenía problemas con la prepaga, que no quería hacerse cargo de los gastos de la rehabilitación. En ese momento no estaba la atención dentro del Plan Médico Obligatorio como ahora. A los siete meses se nombra una curadora provisoria por dos años. Pero ¿tiene facultades ese curador para decidir por la vida del paciente?

–¿Qué decisiones tiene que tomar?

–Respecto de sus bienes y su salud. Pero en realidad, el familiar es el que está acompañando todo el tiempo a ese paciente, que lo lleva en ambulancia cuando se descompensa a cualquier hora de la noche...

–Se tiende a pensar que una persona en estado vegetativo está acostada, dormida, y no demanda otros cuidados más allá de los que tiene que ver con su soporte vital. ¿Cómo es la realidad?

–Es una persona que demanda 24 horas de atención. Hay que rotarla cada 40 minutos para que no se le formen escaras. En general, son pacientes que tienen muchas infecciones. Se le hace kinesioterapia, se los tiene que aspirar todo el tiempo porque tienen una traqueotomía, para que no se ahoguen, tienen una gastrostomía. Son pacientes que en general hacen muecas, se sobresaltan ante algún ruido o ante una luz. Son actos reflejos. Son personas que miran, pero no ven, oyen pero no escuchan. No pueden pensar de qué se trata ese ruido o esa luz. No son más ellos mismos. Tenés que acordarte de cómo eran.

Con el accidente de su esposo, la vida de Magnante se transformó radicalmente. Ella no trabajaba. “Es tan shockeante enfrentar esa situación. Me había quedado sin medios. El doctor Previgliano me dijo: ‘Mirá que tenés que hacer tu vida porque este proceso es muy largo y muy lento’. Seguí cursando, me conseguí un trabajo. Estaba ocupada las 24 horas. Eso me ayudó, pero también trae mucha culpa. Iba todos los sábados a visitar a Eduardo. Iba y volvía caminando. Eran unas 20 cuadras desde mi casa, eso me ayudaba a recomponerme porque era muy dura la situación”, cuenta. El juzgado que llevó el juicio de insania e intervino siempre en relación con las decisiones sobre la vida de Eduardo fue el de Familia Nº 2 de la Ciudad de Buenos Aires. El caso –que tramitó en la causa M.L.E. S/INSANIA” expte. Nº 16251/98– está descripto en la tesis de Magnante. “Se nombró luego un curador definitivo. Todo el tema de la Justicia merece un capítulo.”

–¿A qué se refiere?

–Se debe enfrentar un juicio de insania, que termina siendo un juicio insano para los familiares. El de Eduardo llevó dos años. Se recibe mucho maltrato. Una secretaria del juzgado me llegó a decir: “A nosotros de usted no nos importa nada”. A la Justicia le tiene que importar el familiar: es el que lo trae, lo lleva, el que le da el afecto al paciente. También hay una cuestión de género: a las mujeres se nos exige el doble porque nosotros tenemos que ser abnegadas. Me decían que lo tenía que atender yo misma como si fuera una enfermera y en realidad, es imposible. Me lo decían la jueza, la curadora. Más que encarnizamiento terapéutico de la parte médica, se va viviendo un encarnizamiento judicial hacia los parientes y el paciente. Los médicos te llaman y te anuncian qué tipo de tratamiento le van a hacer, pero como el paciente está bajo la responsabilidad de un juzgado, la familia no puede decidir. Y si hay un curador, dice que como está a cargo de un juzgado que decida el juez. ¿El juez qué dice? Que vaya al Cuerpo Médico Forense, que finalmente dice que es una práctica que se debe realizar por la salud del paciente. El único factor que tienen en cuenta es la salud, y no las circunstancias y la situación en que esa persona se encuentra. Otra situación que viví fue que la curadora provisoria me inició juicio por alimentos para mi marido, apenas pude conseguir un trabajo para poder sostenerme y poder mantener parte del patrimonio. Mi marido tenía una cuenta donde estaba depositado lo que había cobrado por una indemnización por el accidente –para que pudiera cobrar y tener atención, tuvimos que renunciar a reclamar por el daño moral–. En ese contexto me inicia el juicio por alimentos. Era un ensañamiento judicial. Todo el tiempo yo tenía que demostrar que era un familiar y no un enemigo ni una asesina, ni que tenía la culpa por aquel accidente. Me sentí en el banquillo de los acusados. Fui a mediación y se acordó que me sacaban un 20 por ciento de mi sueldo, con lo que se colaboraba con aspectos de la atención.

–¿Cuánto cuesta la atención de un paciente en estado vegetativo?

–Entre 6000 y 8000 dólares por mes. La prepaga sólo se ocupaba de cubrir los costos de un kinesiólogo y de un cirujano plástico que le curaba las escaras, y el 50 por ciento del material descartable y de la medicación.

–Se está debatiendo en el Senado una ley de muerte digna. ¿Qué aspectos considera que debe contemplar?

–El punto más conflictivo a resolver tiene que ver con las personas incapaces que no pueden expresar su voluntad en relación con los tratamientos, incluidos la hidratación y la alimentación. Se debe clarificar en esos casos quién debe decidir. Pero más importante que una ley creo que es que los médicos y los funcionarios de la Justicia se capaciten en este tema. No era necesaria una ley para aceptar que no le cortaran una pierna a Eduardo. Es simplemente aceptar que no haya encarnizamiento terapéutico. Me conmovió mucho en la audiencia del Senado, realizada hace dos semanas en forma conjunta por varias comisiones que están analizando los proyectos de muerte digna, el testimonio de un sacerdote que fue conmigo al master, es capellán y trabaja en hospitales, Andrés Tello Cornejo, que dijo que en realidad tantos médicos se rasgan las vestiduras por el tema de la alimentación y la hidratación y no son capaces de darles un vaso de agua a enfermos que se mueren literalmente de hambre porque no tienen familiares que les den de comer, así que las bandejas van y vuelven completas porque no pueden comer por sus propios medios. Es un tema para reflexionar.

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