SOCIEDAD › ULTIMO LIBRO DE SANDRA RUSSO

El día del ArqueTipo

El juego es irresistible. Las mujeres tratan de ver en qué categoría entran el actual, el ex o el posible. Y a los hombres les corresponde otro trabajo: reconocerse con disimulo y, a veces, irritarse un poquito. Sandra Russo reunió en un libro que acaba de aparecer, “Arquetipos”, su diccionario de
varones disponibles. Aquí, un adelanto exclusivo.

EL CARGOSO
–¿Hola?
–Hola, divina.
–¿Quién habla?
–¿Cómo quién habla? ¿Tan rápido te olvidás de la gente que te trata bien?
–...
–Hola, ¿te quedaste muda, mami?
–... ¿Quién habla? ¿Sergio?
–Sí, bombón, ¿qué hacés?
–Ah. Hola, Sergio, estoy trabajando.
–¡Pero qué hacés trabajando con este día de sol! ¿Vamos a tomar algo?
–No puedo, estoy tapada de laburo. Tengo que terminar una traducción. ¿Te llegó la carpeta que te mandé?
–Sí, pimpollo, todo perfecto. ¿Vamos a pasear un rato?
–No, te juro, no puedo.
–Dale, te paso a buscar en media hora.
–No, no puedo, en serio. Los originales fueron en sobre aparte. ¿Los viste?
–Ya vi, todo bien. Ayer te dejé un mensaje en el contestador.
–Ah, sí, pero llegué tarde.
–Qué mal tratás a tus benefactores, nena.
–Oíme, Sergio, vos no sos un benefactor. Sos un cliente.
–Pero un cliente de los buenos. Y podría ser de los mejores.
–...
–Qué pena, una chica tan rica y tan arisca.
–Sergio, vamos cortando. La otra traducción te la mando el jueves.
–Aflojá, divina, que la vida es corta. ¿Te paso a buscar?
–No, te dije que no. Estoy trabajando y además no tengo ganas de que me pases a buscar. No quiero salir a tomar algo y no quiero verte.
–Nena, con ese mal humor te vas a quedar soltera.
–Mirá, Sergio, vos ocupate de tu estado civil, que del mío me ocupo yo.
–¿Qué te pasa, divina? ¿Hace mucho que no te hacen mimos?
–No, mucho no hace. Bueno, Sergio, chau.
–Qué desperdicio, chiquita, tan linda y tan amarga.
–Mirá, Sergio, me parece que lo mejor es que te devuelva los originales y que te busques otra traductora.
–¡Che, no te lo tomes tan en serio! ¡Ponele un poco de sal a la vida, caramba!
–Yo sal le pongo. Pero te estás poniendo cargoso.
–¿Quién entiende a las minas? Uno les quiere alegrar la tarde...
–Yo no tengo el menor interés en que me alegres la tarde. Mi tarde está bien así.
–¿Así cómo? ¿Encerrada en esa covacha inmunda con este día?
–¿En esa qué? ¿Encerrada en dónde? ¿Cómo dijiste?
–Mirá, linda, no te pongas mal, pero hasta acá llegó mi amor. Buscate otro gil que te banque la histeria.
–¿La qué? ¿Que me banque qué? ¿Que no me ponga cómo? ¿Que hasta acá llegó tu qué?
–Después se quejan.
EL COMPRENSIVO
La comprensión es una virtud que enaltece a cualquiera, hombre o mujer. Quien comprende suele ponerse en el lugar del otro, puede ver las dos caras de un conflicto, es capaz hasta de minimizar sus intereses en pos de esa conciliación que lo dejará en paz consigo mismo. El comprensivodetesta el desequilibrio, las peleas y el caos cotidiano, y vive su vida regida por una estricta escala de valores en cuyo centro está la equidad, el desprendimiento, la falta de apego a los bienes materiales y una capacidad considerable para volver a arrancar de cero cuantas veces sea necesario. Porque al comprensivo no le importa perder ni una discusión ni una herencia con tal de erigirse en el donante de justicia: casi siempre falla en su contra, pero eso para él es lo de menos.
El comprensivo clase A es un sujeto delicioso y de mente abierta que sabe escuchar y que ha trabajado su autoestima lo suficiente como para no creer que su idea de sí zozobra al primer intercambio filoso de palabras. Puede admitir y tolerar –no sin dolor o inquietud, pero eso es parte de su mérito– cosas tales como: que su ex mujer no le deje ver a sus hijos (dirá: ella está confundida, no encontró otra pareja, ya se le va a pasar); que su actual mujer salga con otro (dirá: está en crisis, necesita que alguien le lama el ego, ya se le va a pasar); que su jefe lo humille (dirá: está muy presionado, es un canalla pero ahora no puedo buscarme otro laburo, ya se le va a pasar); que sus hijos lo maltraten (dirá: están pasando una etapa dura, reafirmando su identidad, ya se les va a pasar).
En efecto, todo en la vida pasa y todo cambia, y el comprensivo ve confirmadas sus teorías y sigue haciéndole tackles a la realidad sin que sea necesario poner ningún punto sobre ninguna i.
Pero tenemos además al comprensivo clase B. Lo suyo ya es un descaro que rebela (y revela). Este tipo de sujeto lo que no quiere, nunca, es verse obligado a contrastar sus deseos con los de los demás. Ni con los de su mujer, ni con los de su amante, ni con los de sus hijos, ni con los de su jefe, ni con los de sus subalternos ni con los del kiosquero de la esquina, que sigue trayéndole tres diarios aunque él pidió que los suspenda (dirá: pobre hombre, tiene menos trabajo, ya se le va a pasar).
El comprensivo clase B tiene algo de Gandhi pero tiene más de timorato que no soporta escuchar su propia voz alzada (¿remitirá esto último a alguna oscura conexión entre la sexualidad y el enojo? En materia de conexiones, la sexualidad es pródiga).
Con los comprensivos clase A una se garantiza la placidez casi femenina de una oreja que se deja penetrar con argumentos que tal vez no le sean favorables, pero él considera seriamente y a veces hace propios. Son recomendables porque provocan un efecto dominó y la vida con ellos se desenreda del alud de pavadas por las que en general la gente discute y se arruina los domingos. Los comprensivos clase B, en cambio, no sirven más que para gozar, por un tiempo, del poder que ellos no soportan tener en ninguna circunstancia. Estos lo que no garantizan es la victoria en todas las peleas, la satisfacción de todos los caprichos y el éxito en todas nuestras más asquerosas manipulaciones. Si se está tan loca como para confundir esa postal del altiplano mental con la felicidad, adelante. Pero si no, búsquense otro que les dé la razón sólo cuando la tengan. Con ellos se hace mejor la digestión.
EL ZORRO
Consigue hacernos decirle al oídos cosas que jamás le confiamos a nuestras amigas y muchos menos a nuestros analistas. Cosas tan políticamente incorrectas pero tan ováricas –o tan uterinas, con perdón– que sólo pueden surgir de verdades sumergidas demasiado temprano, oxidadas por la razón y la cultura, desmerecidas por el sentido común y por esa búsqueda desenfrenada de aprobación a la que nos aferramos cuando nos contamos el cuento de cómo son las cosas.
El zorro es el antagonista del brotado. Le importa más pasarla bien que tener razón, así que se deja ganar las discusiones o las evita, se instalaconfortablemente en su sillón favorito y desde ese trono nos escucha reprocharle que llegó tarde, o que faltó a la cita o que no nos presta toda la atención requerida o que otra vez postergó el fin de semana en la costa, o que miró con demasiadas ganas a la camarera en el restaurante. El zorro deja que una desagote el berrinche, suspira paternal, nos seca las lágrimas si es que las hubo, y después nos invita a sentarnos a upa, nos acaricia un poco y sanseacabó. Como el otro zorro, el de Guy Williams o el más plástico de Antonio Banderas, el nuestro también es un espadachín: marca su zeta con su sentido del humor. Una palabra justa dicha en el momento apropiado para desmantelar el enredo de los sentimientos femeninos desatados y huracanados, volátiles y ultrafinos que nos llevan a conclusiones verdaderas partiendo de premisas casi falsas.
Este hombre es cauteloso. Pero tiene un tipo de cautela trabajada por mucho tiempo perdido inútilmente en pulseadas inagotables (con otra, por supuesto) en las cuales qué película ver, a dónde ir a veranear, a quién dejar las llaves de la casa, a quién invitar el sábado o si condimentar la ensalada con limón o vinagre se constituyeron en dilemas que arruinaron, solapada o explícitamente, noches, mañanas, fines de semana completos y acaso hasta la vida misma. Por suerte, al zorro siempre se lo encuentra cansado de perder tiempo y con ansias de aprovechar el que queda. Y si se sintoniza con él, habrá que ser, a su vez, un poco zorra: también se deberá preferir pasarla bien a tener razón, habrá que estar dispuesta a ceder y a conceder y a convertir su satisfacción en la propia. La astucia recíproca de dar calma y placer es lo que a veces se llama amor.
EL PSICOPATON
Ella nunca, nunca, nunca había pensado seriamente en sus lolas. No sólo en operarse: no había pensado en ellas. No eran las de los veinte, claro, y había ropa que jamás se le hubiese ocurrido ponerse, como esos vestiditos de espalda descubierta con tiritas que se anudan al cuello. Miraba con admiración las remeras mojadas de las chicas de Gente que dejaban traslucir gomitas bien turgentes y, a veces, muy de vez en cuando, frente al espejo, después de una ducha, se las subía con las manos y recordaba los viejos tiempos. Pero después del segundo encuentro sexual con el psicopatón, no hubo más remedio. Ella se estaba vistiendo, tranqui y en paz consigo, y él le dijo:
–¿Vos no tendrás complejos con tus tetas, no?
Ella se abatató.
–No –dijo.
–Ah. Porque tenés unas tetas divinas.
–Gracias –le dijo ella. Y terminó de vestirse.
El ya la había inoculado con el virus del cumplido tramposo. Llegó a su casa, se miró en el espejo y confirmó lo que había estado pensando en el taxi: estaban caídas.
Otra vez, después de haber paseado toda una tarde de domingo por el Tigre, y de haberse reído a destajo, iban en el auto, él manejaba, ella hacía chistes y los dos seguían riéndose como dos adolescentes atolondrados. Mirando el espejo retrovisor, aparentemente concentrado en su próxima maniobra, él dijo:
–Ni se te ocurra emparejarte los dientes, ¿eh? Te quedan supersimpáticos así, uno para cada lado.
Apenas llegó a su casa, ella corrió nuevamente al espejo. Abrió la boca y se miró. No tenía un diente para cada lado, sino, simplemente, las paletas un poquito abiertas. A ella en efecto, desde que le crecieron, a los ocho años, hasta ese mismo instante, le habían parecido simpáticas. Pero en esemomento le pareció que la paleta izquierda estaba más inclinada hacia adentro del paladar que la derecha. Y pensó: tengo que ir al dentista.
Y así fueron cayéndole una por una sus observaciones, todas filosas como katanas de samurais, todas envainadas en elogios extemporáneos, destemplados, subrayados, embadurnados de una inocencia... ¿cómo decirlo? guacha.
–Me encanta tu pancita, mi amor. Parecés una embarazada de tres meses.
O:
–Si algún día te llegás a operar la nariz, te mato. Adoro esa trompa de elefantita.
O:
–Esa pollerita te queda bárbara, aunque pienso cómo te hubiera quedado hace cinco años y me vuelvo loco.
O:
–¡Qué sexy te ponés cuando tomás dos copas de champán! Te ponés tan sexy que parecés un yiro.
La última de sus jodidas insinuaciones fue:
–¿Qué te pasa que estás rara? ¿Vos no estarás pensando que ando con otra, no?
EL INSATISFECHO
Lo primero que hay que entender es lo más difícil de entender para una mujer: que la insatisfacción del insatisfecho no es nada personal. Es decir, que no es una la fuente de la que manan, imparables, sus racimos de dudas, sus impenitentes ataques de ostracismo, sus idas que siempre tienen vuelta y sus vueltas que siempre tienen vuelo. Es difícil, en principio, por dos simples razones: por un lado, las mujeres solemos creernos el ombligo del hombre, y por otro, porque el insatisfecho está tan harto de sí mismo y desea con tanta vehemencia alcanzar un estado tántrico de satisfacción que, cuando conoce a una mujer que le gusta y que lo atrae, tiende a creer que algo importantísimo en su vida ha cambiado, y supone que esos cinco o seis meses de epifanía, son, más que una equívoca etapa de escoba nueva que barre bien, un hito que lo devuelve a esa instancia de su propia historia en la que algo, lo que fuera, lo colmaba.
Cuando se enamora o cree haberlo hecho, el insatisfecho es un converso pletórico de esperanzas, ilusiones, proyectos y buenas intenciones que piensa plasmar en hechos como un caballero andante de brillante armadura o un atleta emocional capaz de las más audaces acrobacias bajo el influjo anabólico de su deseo. Pero...
... Un día cualquiera y sin aviso llega tarde a la cita, o no llama, o bosteza de melancolía, o está como a disgusto en su papel a estrenar de hombre feliz. No es necesario que lo diga: nadie mejor que un insatisfecho para dejar entrever insatisfacción. El insatisfecho sabe dejar colgando de una frase una palabra que jamás pronuncia, sabe dejar asomar en su cara un gesto que jamás se revela, sabe cuándo, cómo y dónde recordar a otra mina que le daba ese no sé qué que ahora extraña. Porque el insatisfecho necesita desesperadamente lo que no tiene, y no importa lo que tenga. Si tiene techo, necesita intemperie. Si tiene sed, necesita hambre. Si tiene libertad, necesita rejas. Si tiene rejas necesita la llave. Si tiene pasión, necesita calma. Si tiene calma, necesita chispa. Si tiene futuro, necesita pasado. Si tiene una, necesita dos.
Se mojan con lágrimas sudarios enteros hasta comprender que la satisfacción del insatisfecho no está en manos de nadie, ni en las de una ni en las de otra. Que si lo dejamos nos amará intensamente, pero cuando volvamos con él se impondrá indefectiblemente, una vez más, ese agujero varonil sobre el que Freud se quedó debiendo una teoría. Ya que al maestrovienés se le ocurrió que nosotras les envidiamos el pene, podría haber teorizado también sobre estos hombres, los insatisfechos, que parecen envidiar nuestras cavidades, nuestros agujeros y nuestros túneles sin fondo. Sus vidas son una metáfora de lo que jamás puede llenarse.

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