SOCIEDAD › LAS ESCUELAS DEBEN SER EVACUADAS, PERO LA GENTE NO SE QUIERE IR

Con miedo de volver a la normalidad

La reanudación de las clases empuja a los evacuados a sus casas inhabitables o a las carpas por donde se filtra la humedad.

 Por Marta Dillon

Desde Santa Fe

Lo mismo que se desea se teme. Como al viento frío que hace bailar la ropa tendida en cualquier parte. Es bueno que la seque, da miedo el tiritar de los chicos bajo esas ráfagas. Así se espera la “vuelta a la normalidad”, de la que tanto hablan los funcionarios y apenas pueden imaginar los evacuados. ¿Qué podría ser mejor que la normalidad volviera? ¿Pero a qué precio piensan conseguir que eso suceda? La gente evacuada en las escuelas escuchó con miedo el anuncio de que empezarían a ser reubicados para garantizar el inicio de clases el 2 de junio. Las docentes no imaginan cómo será, dónde dictarán sus lecciones, a qué alumnos. La inundación provocó una diáspora tal que lo más probable es que sean pocos los chicos que vuelvan al aula con su misma maestra. Al trauma del éxodo, se suman la incertidumbre y la pérdida de identidad. Y los desalojos compulsivos de las casas tomadas en busca de un lugar seco, ¿también forman parte del regreso de la “normalidad”?
“Se ve que la jueza duerme todos los días en un lugar calentito y seco”, dice Analía Gómez entre los espasmos del llanto refiriéndose a la jueza Roldán que ordenó el desalojo de la casa que ocupaban tres familias que suman 20 niños de escuela primaria y dos discapacitados. “¿Por qué nos tratan como delincuentes, por qué nos pintaron los dedos, nos sacaron fotos?”, insistía la mujer con sus pocas cosas otra vez despanzurradas sobre la vereda, la ropa húmeda amontonada sobre un carrito de bebé, la policía custodiando la propiedad privada. ¿A dónde irá esta gente y toda la otra gente que decidió abrir la puerta de una casa desocupada para dejar de huir del agua? Probablemente a una escuela o a cualquiera de los edificios comunitarios en los que la ropa secándose al viento funciona como estandarte. Lo malo es que son esos edificios los que deberán desocuparse para que otra vez haya clases en la ciudad.
“De lo que estoy seguro es de que la única manera de sacar esta gente de acá es por la fuerza pública”, dice Juan Manuel, un estudiante secundario, voluntario en la escuela Nº 8. El fantasma de las famosas carpas que donó el gobierno italiano, que el Ejército no supo armar y que la humedad que se filtró en los últimos días terminó de arruinar es suficiente razón para que la gente ya no esté dispuesta a aceptar ninguna solución intermedia. “La infección” es otra amenaza que se nombra como si fuera algo tangible que vendrá sobre los que se animen a volver a casa. “¿Vos sabés lo que es ver el agua servida brotando del inodoro como una fuente? No sé adónde vamos a ir, pero yo tengo miedo por los chicos, y los chicos tienen miedo del agua”, dice Liliana García, protegida en la escuela República del Paraguay, en medio de uno de los barrios más caros de Santa Fe, donde siente un bienestar que, sabe, no puede durar.
José Prause es el director de la escuela donde viven Liliana y otras cuatro familias, todos parientes, que llegaron hasta ahí después de recorrer nueve centros de evacuados. En él desemboca una ansiedad para la que no tiene respuesta. “No sé a dónde van a ir, sólo puedo resolver la urgencia del día.” No es que eso sea sencillo, pero al menos es posible. “La gente vuelve muy golpeada después de ver sus casas. Es llamativo ver cómo les cambia el ánimo –dice Prause–, más cuando la lluvia no da tregua.” Es que los pronósticos auguran más y peores tormentas.
Que lo peor está por venir es lo que todos comparten y nadie quiere imaginar. “Yo no puedo más que agradecer a la empresa porque nos está pagando un hotel. Pero también sé que no puede durar, porque mi marido trabajaba en un galpón de madera que quedó inutilizado”, dice Susana. En la entrada del barrio San Lorenzo pueden verse las inmensas pilas de tablas exudando agua. El modo en que se va a resentir la economía es, por ahora, sólo una cuenta en un papel. A la pérdida de pequeños comercios, talleres, herramientas de cuentapropistas, se suma buena parte de lastierras productivas anegadas más la destrucción de la infraestructura de la provincia que, por ejemplo, aisló la cuenca lechera del norte santafesino. “Ahora estamos todos shockeados, comiendo de lo que nos dan –dice José Antonio Ferrero, dueño de un taller mecánico–, pero en algún momento van a venir los clientes a reclamar por los autos arruinados. ¿Y qué les voy a decir? ¿Yo de qué voy a trabajar después?”.
El agua baja, se retira lentamente de los barrios que continúan anegados. Muchos de los evacuados se han acostumbrado a dejar su voluntad en manos ajenas, de los docentes que siguen atendiendo las escuelas aunque no den clases, de los muchos voluntarios que se han convertido en líderes sin buscarlo, simplemente porque no había nadie más que cumpliera ese papel. El domingo fue una fiesta: al guiso de costumbre lo reemplazó el pollo al horno con puré. Pero si nadie puede creer que sólo se encontraron 23 cuerpos bajo el agua, ¿cómo creer que el próximo lugar a que los lleven será al menos digno?
“Los docentes estamos trabajando día y noche para atender la emergencia, a pesar de que tenemos muchos afectados en el gremio –dice Hugo Sargdoy, secretario de Amsafé–. Queremos estar con los alumnos pero no de cualquier manera. Los funcionarios deberían consultar con la comunidad educativa antes de poner fecha, porque si las clases marcan la vuelta de la normalidad, no tiene que ser un maquillaje para hacer de cuenta que todo está bien. Ya dijeron que estaba todo bien cuando el agua arrasaba. Y aquí están los resultados.”

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El viento frío seca la ropa, pero también amenaza la salud de los evacuados más chicos.
El descenso del agua sería una buena noticia para ellos si tuvieran una casa adonde ir.
 
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