SOCIEDAD › OTRO MEDICO ASESINADO SE SUMA AL CASO DEL CARDIOLOGO

Casualidad permanente en la guardia

El único detenido en la causa Martínez Martínez trabajaba en una clínica de González Catán. En diciembre pasado, un médico peruano que hacía guardias allí fue asesinado en su casa durante un robo. Nunca hubo detenidos ni sospechosos en el caso.

 Por Horacio Cecchi

Poco antes de la pasada Navidad, todos los ojos estaban puestos sobre el caso García Belsunce y su primer detenido, Guillermo Bártoli. También en la suerte que correría el padre Julio Grassi, por esos días aún en su condición de no procesado. Y el anuncio del nacimiento del primer bebé clonado por la secta de los raelianos. Quedaba poco espacio de atención para el homicidio de un desconocido médico pediatra peruano, en Caballito. Se llamaba Enrique Flores Guerra. El crimen ocurrió el miércoles 18 de diciembre y recién fue descubierto el domingo siguiente. Según los investigadores, “lo mató a golpes un conocido”, porque la cerradura no había sido violentada. En aquel momento la investigación enfiló hacia un crimen entre homosexuales. Escaso espacio tuvo en ese momento, y escaso o ningún espacio tendría ahora, de no ser por una serie de datos y un nombre. El principio de inocencia obliga a pensar en una curiosa casualidad: Flores Guerra cubría guardias en la Clínica Catán, de González Catán. Los mismos días y en la misma sala que el ahora hiperconocido Norberto Morelli, detenido y sospechado del crimen del cardiólogo Martínez Martínez. El que sigue es un detalle de esas curiosas coincidencias a las que tuvo acceso Página/12.
No es todo, pero habrá que ir por partes. Norberto Morelli nació hace 39 años en la localidad santafesina de Gálvez. No se equivoque, no es Villa Gobernador Gálvez, sino Gálvez, una ciudad de unos 25 mil habitantes ubicada a unos 60 kilómetros de Santa Fe en dirección a Rosario y que supo tener una capacidad industrial ahora venida a menos. De allí son sus padres; con ellos vivió hasta los 17 años. Una hermana anestesista tendrá alguna importancia en su ubicación posterior. Papá Morelli, Néstor de nombre, de unos 67 años, es muy querido en la localidad, definido como “un hombre maravilloso” y dueño de la ya cerrada zapatería Calzados Morelli. No era gente de mucho dinero, pero sí digna. Según comentan en el lugar, “el padre lo rajó de Gálvez, lo mandó a la Capital, cansado de que los vecinos lo acusaran por las desapariciones de sus bicicletas”. El joven Norberto viajó. Su rastro se pierde para esa época, pero ya reaparecerá en Gálvez más adelante.
Hay tantas vidas simultáneas como habitantes en el mundo. Muchas se cruzan. El azar hace su diseño. Enrique Flores Guerra, peruano, tenía 49 años y una preparación médica excelente. Trabajó en Perú con comunidades aborígenes. Era pediatra, se especializó como nutricionista en Holanda y trabajó un año para la OPS. Hará unos 5 años se incorporó a la Clínica Catán, de cinco pisos y ubicada en Larre 250, a dos cuadras y media de la plaza de González Catán. Quienes conocieron a Flores Guerra lo definieron como “un tipo muy querible”, con sus características peculiares: “Era un gay refinadísimo –describieron sus colegas–, puntilloso para vestir. Tenía una colección de camperas y de relojes que combinaba estrictamente con las prendas que vestía”. Flores Guerra hacía guardias los domingos y los jueves.
Hoy se conocen algunos de los pasos de Norberto Morelli por el Hospital Tornú y el Clínicas, motivo de investigación judicial y sorpresa pública. Pero hace tres años, no. Un médico, mayor del Ejército y que trabajaba en la Clínica Catán, fue enviado en comisión militar a Chipre. Pidió licencia durante nueve meses pero debió conseguir un reemplazo. De ese reemplazo comentaba en el quirófano del Hospital Militar, donde también trabajaba, cuando una anestesista le propuso un nombre: “Mi hermano está sin trabajo –le dijo–. Se llama Norberto Morelli”. Así fue tomado en Catán. Debía reemplazar las guardias del mayor, los jueves, en terapia intensiva. Después también tomó los domingos.
A Norberto Morelli lo describen como “un tipo de pelo colorado medio rubión, barba rubia, anteojos permanentes, estatura mediana”. Pero sin dudas, la característica más específica era su “cara de nada”. Su título de médico, cardiólogo y especializado en terapia intensiva (son 11 años de estudio), y su cara de nada hicieron de él un impensable a la hora deseñalar culpables por las situaciones que se generaron en la clínica desde su llegada. A partir de 2002, a una enfermera le robaron dos sueldos que debía cobrar juntos, 800 pesos. En la clínica comenzaron a susurrar el nombre de otra enfermera porque era recién incorporada. Habiendo enfermeras nuevas, nadie iba a sospechar de ninguno de los facultativos, y menos, con cara de nada.
También desapareció una caja de neurocirugía con el instrumental, una lámpara de hendidura del servicio de oftalmología y un microscopio del laboratorio, marca Karl Zeiss con su lámpara de fluorescencia, valuado en 10 mil dólares. El caso del microscopio fue curioso. Existen dos juegos de llaves para abrir el laboratorio. Uno de ellos es fácilmente reconocible: el llavero está coronado con un simpático Garfield. Uno de los juegos de llaves un día fue dado por perdido. No aparecía por ningún lado. Días más tarde fue que desapareció el microscopio. Antes de pasar al quirófano, los pacientes dejan sus objetos en una cajita de madera, ubicada debajo de una mesa que sostiene un equipo de esterilizar, en un pasillo. Nadie prestó atención a unas llaves que descansaron durante alrededor de un mes en la cajita. Creían que las había olvidado algún paciente. Hasta que el Garfield llamó la atención de algún laboratorista. El pasillo, la mesita y la cajita se encuentran dentro de terapia intensiva.
Beria Guerra tiene 74 años, vive en Perú, y es la madre de Enrique Flores. Su extraño nombre tiene una explicación: Beria era el jefe policial de Lenin. Beria, pero Guerra, siempre insistió en que su hijo volviera a su tierra. Especialmente desde la caída de la convertibilidad. Antes, la paridad de la moneda beneficiaba a los extranjeros que trabajaban en el país. Así, Enrique pudo reunir una pequeña pero importante suma. Algunos hablan de 10 mil, otros de 60 mil dólares. Quizás 100 mil pesos. No está claro cuánto. Había comprado un Escort 99 azul, y una cochera. Alquilaba en Yerbal 884, 6º piso, departamento 22. No alquilaba por una cuestión presupuestaria sino porque Beria, desde el norte, insistía en la vuelta, y los últimos tiempos ya no fueron lo que eran. El 20 de diciembre pasado, Enrique iniciaba sus vacaciones, viajaría a Perú, y allí habría oportunidad para que su madre lo convenciera. El sábado 21, preocupada porque no llegaba, Beria ya estaba llamando a los más amigos de Enrique. El domingo, cuando abrieron la puerta de la casa de Yerbal, hallaron al pediatra muerto a golpes con algún objeto que no fue encontrado, sobre la cama, envuelto con el cubrecamas, con dos sillas encima y la ventana abierta. La idea de las sillas no parece de un loco sino de alguien que conoce los efectos de la putrefacción en el olfato: contra la pared, apuntando al cuerpo y en dirección a la ventana, había un ventilador encendido y a la potencia máxima. Alguien quería ganar tiempo.
Ese alguien es posible que supiera que Enrique vivía solo, que se iba de viaje y que nadie preguntaría por él durante un buen tiempo. Pero no es lo único que sabía. Entró como un conocido o tenía un juego de llaves obtenido de alguna forma. La cerradura estaba intacta. El caso recayó en la fiscalía 11, de Raúl Yñarra, y lo siguió Homicidios y la comisaría 12ª. La hipótesis del caso fue un crimen entre homosexuales. “Hubo algún entregador y lo enfiestaron”, dijo un investigador a Página/12. Pero había más datos que hoy cobran otro sentido: le robaron sus 8 o 9 relojes (otra casualidad: según fuentes del caso Martínez Martínez, habrían secuestrado de lo de Morelli un número semejante), la colección de camperas, algunas pulseras y cadenitas de oro, salvo una que estaba oculta en un zapato de cerámica, sobre la mesa de luz. No sólo eso: se llevaron todos los electrodomésticos, menos una PC. Lo curioso es que la PC no funcionaba, y es absurdo imaginar a un ladrón perdiendo tiempo en probar si los artefactos funcionan. Ese alguien ya sabía que la PC era inservible. “Las guardias son largas y se charla mucho”, comentó un médico de otro hospital.
Por último, a dos metros de la puerta de salida hallaron dos guantes. Eran de cirugía. En aquel momento, a un médico que vio la escena le llamóla atención la forma en que se encontraban, pero no supo darle un sentido. “En cirugía se sacan los guantes de un modo especial –dijo a este diario-. Se sacan uno, lo tiran a sus pies, se sacan el otro, y siempre cae encima, quedan como cruzados y dados vuelta.” Así estaban los guantes que hallaron el domingo 22 de diciembre.
“No hubo disparos”, señaló alguien puesto en abogado del diablo y recordando que a Martínez Martínez lo mataron con una 3.80 y silenciador. Es cierto. Morelli denunció que le robaron una 3.80 hace alrededor de un año. “Cualquiera podría denunciar un arma como robada sin que lo fuera”, conjeturó otro. En la Clínica Catán algunos creen recordar (serían cinco los memoriosos) que el ahora sospechoso un día habría aparecido con una 3.80 con silenciador por el lugar. También recuerdan que en enero de este año se tomó dos meses de vacaciones, algo que en el ámbito médico parece desmesurado. Y que habría comprado un campo en Santa Fe. Página/12 hurgó en Gálvez. Sin precisiones, algunos vecinos comentan haber escuchado que el médico habría comprado un campito en la zona. Allí, sus padres estaban construyéndole una casa bastante amplia para su regreso: tenía planeado volver a su pueblo natal. Hace un mes, el SAMCO, una entidad que distribuye médicos para cubrir tareas en hospitales públicos, llamó a concurso. Morelli se inscribió y fue designado. El domingo 1º de junio, las damas de Gálvez habían organizado un chocolate para homenajear a los designados. El acto debió suspenderse con escándalo: dos días antes, el terapista Norberto Morelli había sido detenido por el caso Martínez Martínez.

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El médico peruano asesinado en diciembre trabajaba en la Clínica Catán, de González Catán.
 
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