SOCIEDAD › DAVID LODGE, NOVELISTA BRITANICO

“No me siento en el Nuevo Mundo”

Es uno de los principales novelistas y críticos ingleses de hoy y, en su primera visita a Buenos Aires, se encontró con sorpresas: argentinos que conocían toda su obra, una teatralización de una de sus novelas que lo dejó impactado, una ciudad que le pareció “una parte de Europa que llegó a la deriva y encalló en este estuario”. Impresiones y reacciones de un visitante lúcido.

 Por Andrew Graham-Yooll

–Supongo que sonará como preguntarle al Papa qué piensa de un país cuando acaba de besar la pista, pero ¿qué le deja esta primera semana en la Argentina?
–Había leído sobre la Argentina antes de venir. Sabía muy poco de este país, hasta que decidí venir a Buenos Aires. Es claro que no es algo típico de América latina, aunque ¿qué es típico? En todo caso, esto tiene elementos muy europeos en su aspecto. Me imagino que Colombia o Brasil deben ser llamativos para un argentino con sus mezclas de culturas y de elementos nativos y extranjeros.
–Aquí también hay una gran mezcla, pero sin el elemento africano.
–Es verdad, pero Buenos Aires me parece una ciudad de Europa del sur que flotó a través del Atlántico y encalló en este estuario, y sus habitantes recrearon el modo de vida que conocieron en su hogar, con sus cafés y restaurantes, sus teatros, sus interminables charlas, su mucha cultura. Todo es un poco exagerado. Y no me siento en el Nuevo Mundo...
–¿Y qué es el Nuevo Mundo?
–Bueno... no salí de Buenos Aires. En el mapa uno ve este inmenso conurbano con un tercio de la población y después un gran vacío. No sentí que exista un culto de la vida silvestre o de la frontera en esta ciudad, aunque leí que existió pero ya no lo hay. Pero cuando uno va a Estados Unidos, ve que la gente siente que necesita ir al campo, cazar, pescar cada tanto. Hay una cultura de la naturaleza que permea la experiencia norteamericana. Aquí no la encontré.
–La hubo, pero el mito del campo era fuerte en el siglo XIX y es débil hoy en día. La idea de la Pampa, el horizonte abierto, estaba muy presente en la literatura y el arte, pero se destiñó.
–Lo que parece más claramente ubicado en el estereotipo latinoamericano se puede ver en los diarios y leyendo historia reciente, y es la violencia política y la volatilidad, que francamente me asustan. En Europa o en Inglaterra nunca vivimos algo ni remotamente parecido. Ahora es la inseguridad y el crimen, la corrupción y las extravagancias de las cortes. Uno abre el diario y se encuentra con que un policía de la brigada antisecuestros es arrestado por cómplice en un secuestro. Ese tipo de ilegalidad tan cercana, que puede afectarte sorpresivamente, que puede amenazarte, es algo que no conocemos en Inglaterra, excepto por Al Qaida. Aquí es algo con lo que la gente ya lleva conviviendo un cierto tiempo y me asombra su flema: siguen viviendo sus vidas burguesas y cultivando las artes, mientras esta locura lleva ya su tiempo y hasta afecta a alguien cercano cada tanto.
–Supongo que es cuestión de percepción. La gente aquí asume que los ingleses vivían con miedo por las bombas del IRA en los ochenta.
–No, no vivíamos con miedo en absoluto, no en Gran Bretaña. Aquí tengo la sensación de que la ciudad es un centro privilegiado y que los suburbios son lugares más violentos y amenazantes. Nunca había sentido eso.
–Cuando Graham Greene venía a Buenos Aires y se quedaba con Victoria Ocampo, siempre le preguntaban sobre eso de escribir sobre el catolicismo en un país protestante. Es el interés de una sociedad católica tratando de entender cómo vive una minoría católica en un lugar como Inglaterra.
–A mí también me preguntaron bastante sobre el catolicismo en mis libros. Tuvo una interesante discusión con un grupo de escritores jóvenes sobre el lugar del catolicismo en la literatura contemporánea argentina. Me sorprendió, porque había leído que los realmente practicantes no pasaban del 20 por ciento del país, como está por ejemplo en la guía Time Out. Pero la mayoría de los escritores dijeron que la lealtad psicológica y cultural a la iglesia es mucho mayor y más profunda de lo que esa cifra indicaría. Supongo que ese número vendrá de cuántos van a misa. Uno de los jóvenes escritores que conocí es un disidente que dijo que la Argentina no es realmente un país católico, que la iglesia tiene demasiado poder e influencia, fuera de proporción, y que la gente en realidad no cree. Le gritaron hasta hacerlo callar, alguien dijo que el catolicismo todavía significa mucho aquí, que nadie pensaría en casarse o bautizar a los hijos fuera de la iglesia. Fue muy interesante. También dijeron que la anticoncepción todavía es un tema para los católicos de aquí, mientras que ya no lo es para los de Inglaterra.
–Si mira cuántos van a misa, verá las iglesias llenas.
–En Inglaterra cada vez van menos. También en las anglicanas.
–Los católicos fueron perseguidos en Inglaterra hasta el siglo XIX...
–... los católicos no fueron perseguidos en el siglo XIX. Hasta el 1830 había ciertas limitaciones eliminadas por el Acta de Emancipación Católica, como que no podían ir a ciertas universidades o votar. Entonces pudieron ir a todas las universidades y votar, pero sus curas no los dejaban. Mi propia religiosidad cambió mucho en mi propia vida. Ya casi nocreo en ninguno de los artículos de fe. Creo que el lenguaje de la religión es metafórico y trata las cuestiones metafísicas que todos tenemos, con religión o sin ella. Obviamente, ¿por qué estamos aquí?, ¿qué sentido tiene todo esto? Soy culturalmente católico y no quiero separarme de esa tradición, de la historia, el arte y la cultura de la cristiandad. Entonces sigo siendo algo así como un católico que va a la iglesia los domingos, lee el periódico católico The Tablet y se interesa en cuestiones eclesiásticas. Pero la naturaleza de mi fe cambió respecto de lo que veo como la ingenua y supersticiosa fe en la que me educaron en los cincuenta y sesenta. Si se ve mi obra cronológicamente, se puede ver que el tratamiento de la religión refleja más y más una lectura tradicional, desmitologizada y metafórica de la doctrina y las Escrituras. Me parece un material todavía fascinante porque el mismo fenómeno de la decadencia de la fe me parece interesante. Me encuentro del lado de los curas ante este fenómeno de tener que reinterpretar la doctrina que aprendieron de un modo que tenga sentido en una sociedad secular moderna. Escribí una novela entera, How Far Can You Go, en 1981, sobre la extraordinaria velocidad de los cambios en el catolicismo, comenzando con el Concilio Vaticano II. Quién sabe cómo va a terminar esta historia. Hay una lucha de poder en la iglesia, una autoridad central vaticana muy conservadora y todo tipo de iglesias pluralistas, eclécticas, escépticas y también muy reaccionarias en la iglesia. Es material fascinante para un novelista.
–Aquí la iglesia trata de competir con los evangelistas, que se mueven rápido. Se ve sobre todo en las villas, donde la misión de los católicos es tratar de imponer la fe...
–... frente a los grupos evangelistas financiados por los norteamericanos. Sí. Volviendo a algo que me dijo antes, creo que Graham Greene también tuvo un proceso similar de llegar a una posición más escéptica y agnóstica frente a la religión que alguna vez describió en términos muy extremos en sus novelas. Creo que el catolicismo siempre tuvo un lado exótico y glamoroso para él. Lo estudió en situaciones extremas en países exóticos, como un converso que vivía mucho en el extranjero. Eso es muy diferente a mi experiencia. Yo nací católico y crecí en un ghetto católico de los suburbios, baja clase media irlandesa. Curas irlandeses, maestros irlandeses. Era en el sudeste de Londres, cerca de New Cross.
–En sus charlas usted describió su obra casi a la defensiva, al decir que no quería escribir sobre expatriados, que es una veta inagotable para la literatura inglesa.
–Es que yo viajé bastante poco fuera de Inglaterra, excepto por un par de estadías medio largas en Estados Unidos, un año una vez, seis meses otra. No conozco la experiencia de vivir, realmente vivir, en otro país, y creo que para escribir sobre un lugar hay que vivir ahí. Lo más cerca que llegué fue en Paradise News, de 1991, que trata sobre Hawaii.
–En Latinoamérica solemos ver al escritor como una figura política, aunque no como un político. Esto nunca ocurrió en Inglaterra, lo cual es llamativo porque la literatura inglesa es muy poderosa y muy leída, por lo que se podría esperar que tuviera una dimensión política.
–Es verdad, nunca fue un aspecto de la escena literaria inglesa, con la posible excepción de la década del treinta. Entonces hubo una moda del fascismo y el comunismo y todos esos escritores a la moda, más que nada chicos de buenos colegios, pensaron que la cosa era estar con el proletariado, con la revolución, y escribir poesía, teatro y novelas comprometidos. Es el único período en la historia literaria moderna inglesa en que se puede decir que los escritores eran politizados. No sé si tuvieron alguna influencia. George Orwell era muy escéptico respecto de estos escritores de moda y los desguazó con gran eficiencia. El fue un poderoso escritor político, precisamente porque no seguía ninguna moda sino una línea independiente y propia que por mucho tiempo fue muy impopular. Con el tiempo, él sí se convirtió en una influencia política muy grande, más que nada fuera de Gran Bretaña. Fue un socialdemócrata, un centroizquierdista totalmente opuesto al totalitarismo en cualquier forma, sea stalinista o fascista, y tuvo grandes dificultades para que le publicaran Rebelión en la granja. Después de esa fase, tenemos los Angry Young Men, en los cincuenta, pero no tenían ideología, eran rebeldes más que revolucionarios. Desde entonces, tenemos escritores que firman solicitadas de izquierda, marchan contra alguna guerra, ese tipo de cosa. Supongo que casi todos hicieron eso. Pero no hay una tradición en la vida literaria inglesa que le dé al escritor una autoridad especial para hablar de asuntos públicos. En Europa continental sí hay una tradición en la que la intelligentzia literaria piensa que es su deber aceptado comprometerse políticamente. En Gran Bretaña, la política es un asunto privado. Yo estuve en la universidad de Birmingham por 27 años y todavía no conozco las ideas políticas de la mitad de mis colegas. Yo mismo estoy interesado en la política y en tener alusiones políticas en mis novelas, pero no estoy comprometido en forma alguna.
–¿Qué escritores contemporáneos ingleses sobrevivirán?
–Es imposible predecir la posteridad si se habla de contemporáneos. Me resulta obvio que autores como Muriel Spark, Doris Lessing, William Golding y Anthony Burgess, que tienen en común estar muertos, van a sobrevivir. Pero si hablo de mi generación, me pierdo. No puedo abrir juicio sobre mis pares. No apostaría mucho por la reputación de Iris Murdoch durando mucho más, aunque puedo equivocarme. Su enfermedad despertó mucho interés... debo ser injusto. Es más fácil decir quién será olvidado que decir quién sobrevivirá. Hay tantos escritores, es un ambiente masivo... A mí me encanta la obra de Martin Amis porque me encanta cómo usa el lenguaje. Es posible que el poder del lenguaje, del estilo, haga sobrevivir una obra cuando su contenido social haya perdido actualidad e interés.
–A usted siempre lo confunden con Malcolm Bradbury...
–Siempre, y en los tres años que él lleva muerto se puso bastante morboso. Malcolm fue mi amigo literario más cercano y fuimos colegas en la universidad de Birmingham en los sesenta, hasta que él se mudó a la de East Anglia. Eramos de la misma edad, yo soy apenas dos años menor. Combinábamos las profesiones de profesor de literatura y novelista. Los dos escribimos sátiras sobre la vida académica, compartíamos editorial y agente. La gente confunde a los escritores. Es algo deprimente enterarse que a veces le atribuyen mis novelas a él, y las suyas a mí. Después de su muerte, el catálogo de una muy conocida librería ofrecía uno de sus libros bajo mi nombre... ¿o era uno de los míos con el suyo? No me acuerdo. Hasta una vez llamó un hombre que quería pagarle una apuesta a Malcolm y preguntó si yo era Bradbury. El era un protestante secularizado y yo un católico secularizado, imaginaciones diferentes que resultaron en obras que si se las lee con atención se notan muy diferentes. Y aun así nos confundían porque algunos de nuestros libros están ambientados en lugares similares y porque tuvimos carreras similares.
–¿Qué le pareció la adaptación de su novela Terapia, de 1995, a la escena porteña?
–Me siento frustrado porque no hablo castellano, aunque obviamente conozco el argumento y leí una traducción de la adaptación. Entonces, me doy cuenta de qué trata cada escena, pero para un escritor el placer del teatro es sentarse entre el público y ver a la gente reaccionando línea por línea a lo que uno creó, a los personajes que uno inventó. Un novelista no puede hacer eso. Uno puede espiar a los lectores. No pude hacer esto esta vez, excepto ocasionalmente, cuando sabía exactamente qué decía un actor. Pero en muchos casos veía que la gente se reía pero no podía saber exactamente por qué, lo que es frustrante. Yo había leído una versión temprana de la obra, pero no sabía qué esperar de la producción. Quedé deleitado, realmente, con la teatralidad de la puesta. La puesta es de una gran imaginación, con un gran espacio redondo, que prioriza las actuaciones. Es casi cinematográfica por sus cortes de escena a escena,usando luces. Tengo muy presentes las dificultades y tecnicismo de la puesta porque hace años que estoy tratando de adaptar esa novela al cine. Generalmente, en una novela hay demasiado material para apenas dos horas, por lo que hay que ser preciso en los cortes. Sentí que el final de la obra, cuando el héroe decide que tiene que encontrar a su novia de la adolescencia, con la que todavía se siente culpable por abandonarla y la que sigue por el camino de Santiago de Compostela, quedó un poco apurado, sin muchas explicaciones al público. Creo que Gabriela Izcovich lo hizo así porque había cortado todas las partes para que la novela entrara en un tiempo razonable, después de un taller de ensayos de un año. Por lo tanto su parte, la de la novia ahora madura, también tenía que cortarse. Creo que Gaby fue demasiado salvaje en los cortes de su parte. Pero aparte de eso, creo que funcionó muy bien. El espíritu y el tono de mi novela, muy ingleses, son bastante diferentes a la obra. Los personajes se expresan de modo oblicuo y si se enojan, se lo guardan. Los argentinos, en parte porque están en un escenario, en parte por el estilo local de actuación y en parte por temperamento, son más frontales, más volátiles emocionalmente, más confrontativos. Comparando con lo que veo en la calle, veo que el lenguaje corporal es muy argentino. La comedia es probablemente más una farsa con los ingleses que en la novela. O sea, no es mi novela, pero no podría ser otra cosa. Es una genuina obra de arte, Gabriela es una artista seria. Estoy asombrado de cuánto teatro se hace en Buenos Aires, es un notable desarrollo post-crisis. Parece como una terapia.
–¿Está acostumbrado a leer frente a un público?
–Sí, ya es una costumbre literaria inglesa en el curso de mi carrera. Cuando empecé con mi primera novela, en 1960, los novelistas ingleses no leían en público. Lo hacían los poetas, no los novelistas. Los poetas tenían festivales que llenaban el Albert Hall si los nombres eran importantes. Yo empecé a leer en público en los setenta, y en los ochenta el tema despegó. Hoy es parte establecida de la cultura literaria, los editores esperan que cualquier novelista que sea mínimamente conocido recorra el país y lea en librerías o festivales. Yo ya leí ante públicos de cuatrocientas o quinientas personas, generalmente en lecturas seguidas de debates.

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