SOCIEDAD › MUJERES QUE PRODUCEN Y ENVASAN UN POPULAR CACTUS MEXICANO

Alimentos nostálgicos de Oaxaca

 Por Soledad Vallejos

El nopal es un cactus que los aztecas consideraban “planta de la vida” por su capacidad de renacer de sus propias raíces secas, y de la cual los conquistadores desconfiaban tanto que llegaron a nombrarla “planta monstruosa”. Es, también, una de las verduras más populares en los mercados de Oaxaca, pero con el tiempo fue haciéndose más y más difícil venderlo. Lo sabe Catalina Modesta Sánchez Giménez, una mujer chaparrita que está por alcanzar los 52 años con el pelo larguísimo, algunas pocas canas y una sonrisa indeleble. “Como mujeres rurales, nos dedicamos a producir –dice–, pero no vendíamos nada ya. Nuestro producto lo tirábamos.” Ella, como sus compañeras del mercado, era una suerte de viuda virtual: Oaxaca, una de las zonas más empobrecidas de México, es también una de las que mayor cantidad de migrantes varones registra. “Las mujeres nos encontrábamos solas, porque el esposo, los hijos pues emigraban a los Estados Unidos a trabajar en la lechuga. Y cuando ellos se van nosotras quedamos endeudadas, porque para pagar el viaje de ellos hubo que pedir crédito, y nos quedamos con tres, cuatro hijos. El esposo tarda tres, cuatro meses para mandar un poco de dinero.”

Tal vez no tan cansadas como puestas entre la espada y la pared, Catalina y otras mujeres del mercado “dijimos ‘si vamos a seguir esperando, nos vamos a morir de hambre’. Por eso pensamos trabajar el nopal”. Eso fue hace diez años, cuando eran un grupo de 200 y no sabían, en realidad, qué podrían llegar a elaborar con ese cactus que algunas cultivan en sus casas y otras recogen de manera silvestre. Pero cuando empezaban a imaginar salidas posibles Catalina decidió migrar con su marido y sus hijos, y “ahí, en Estados Unidos, vi nopal envasado. Y ahí pensé que podíamos hacer lo mismo nosotras”, por lo que la estadía norteamericana le duró un suspiro. De regreso, sus compañeras aceptaron, pero ninguna de ellas tenía idea de cómo elaborarlo. “Necesitábamos una persona que nos enseñara, y una señora se ofreció, pero pedía siete mil pesos. Si no teníamos para comer, menos teníamos para comprarle lo que sabía. Le ofrecimos 400, por una sola clase pero que pudiéramos ir varias, y aceptó. Fuimos como veinte, cada una tenía que acordarse de algo. Así fuimos sacando una fórmula.”

Fueron dos, tres años de ensayo y error. Solventaban el costo de la investigación con las remesas que enviaban los varones desde Estados Unidos. Al regresar de trabajar la temporada de la lechuga, recuerda Catalina, “mi marido me decía: ‘¿Qué has hecho con el dinerito que he mandado? ¿No compraste una tele? ¿No compraste ropa? Y yo le enseñaba las dos plantas de nopal y le decía: ‘Ahí está tu dinero invertido, una planta es tuya y la otra es mía’. Y se enojaba”.

La situación estaba lejos de ser idílica. “Cada una llevaba lo que podía. Cada cosa que hacíamos, anotábamos, cuánto le habíamos puesto y de qué. Cuánto tiempo aguantaba envasado sin abrir. Como todo, algunas personas se desmoralizaron, se fueron yendo. Pero las tercas lo seguimos, nos quedamos 68. Lo logramos, vimos que nuestro producto llegó a ser duradero, ahora alcanza un año.”

Se trataba, todavía, de una pequeña escala no formalizada; la producción no tenía modos de industrialización que permitieran maximizar beneficios y disminuir costos, no tenía registro de fórmula ni de nombre comercial, ni siquiera etiqueta. La gestión oportuna de una ONG, Fundación para la Productividad en el Campo, les permitió acceder a los trámites necesarios para formalizar su presencia en el mercado mexicano. La voluntad de aprovechar el mercado de migrantes en suelo norteamericano dio un empujón más a los trámites para comercializar sus productos en Estados Unidos, con lo cual el círculo cierra de manera impecable. Por algo, claro, la iniciativa se presentó como “Proyecto binacional de inversión de remesas para el establecimiento de una planta procesadora de alimentos nostálgicos de Oaxaca en Aloquezco de Aldama”. Y es que la planta, ahora, procesa también chocolate y mole, todos bajo el nombre de Mena, como reza la etiqueta que luce un perfil de mujer con rasgos indígenas, a la que Catalina, mientras ríe y deja escapar destellos plateados de sus dientes, identifica como un retrato de ella misma.

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