SOCIEDAD › POR QUE GEORGE SOROS

El activista multimillonario

Por E. E. e I. P.

Henry Kissinger dice que es un agitador. Un agitador cuyo patrimonio, según la revista Forbes, llegó en 2002 a más de 7000 millones de dólares, la fortuna personal número 24 de Estados Unidos. Concretar una entrevista con George Soros no es una operación directa. El financiero norteamericano de origen húngaro escribe en diarios, participa en mesas redondas y pronuncia discursos, pero no se prodiga en entrevistas. Cuando hace varios meses Isabel Piquer, corresponsal de El País en Nueva York, se puso en contacto con uno de sus ayudantes, Michael Vassan, comenzaba un largo y azaroso trámite. Fue, finalmente, un hecho, como suele ocurrir, lo que precipitó el encuentro: la próxima publicación de su nuevo libro –Globalización– en España.
En la última semana de septiembre de 2002, los presidentes de bancos centrales, banqueros, ejecutivos del sector financiero y ministros de Economía de 182 países viajaron a Washington para participar en las reuniones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Dos indicadores daban cuenta de la austeridad reinante: faltaron los saraos tradicionales en la Corcoran Gallery y la Folger Library, al tiempo que las empresas de limusinas registraron menos pedidos que otros años para trasladar a los delegados por las calles de la ciudad.
Pero el glamour no faltó allí donde suele estar casi siempre. Eso es: detrás de los bastidores de las reuniones oficiales. Y, sobre todo, en un seminario que se celebra el lunes siguiente a la clausura de la asambleaanual del FMI en uno de los edificios de la Reserva Federal, el banco central norteamericano. Es el encuentro al que, desde hace años, no faltan los funcionarios de los principales bancos centrales del mundo industrializado, académicos y ejecutivos de los grandes bancos privados. Patrocinado por el llamado Grupo de los Treinta, un think tank –literalmente, tanque del pensamiento– que la Fundación Rockefeller ayudó a crear en los años setenta, los participantes analizan durante tres horas y media la situación económica y financiera de Estados Unidos, Europa, Japón y el resto del mundo.
Allí estaba, este lunes 30 de septiembre, poco antes de las nueve de la mañana el gran anfitrión: Alan Greenspan. Un hombre de 76 años, con aire woodyallenesco, Greenspan acababa de regresar de Escocia, donde había sido investido Sir por la reina Isabel de Inglaterra. Vestido con traje azul noche de corte italiano, camisa blanca y corbata granate, el presidente de la Reserva Federal ordenaba sus notas escritas con rotulador azul en letra grande. Se levantó y se sirvió jugo de naranja. Cuando iba a bebérselo, varias personas lo rodearon. Una de ellas le estrechó la mano. Greenspan levantó la vista. Era Domingo Cavallo, el ex ministro de Economía argentino, ahora profesor en la Universidad de Nueva York, aquel a quien llamaron “la querida de Wall Street”. El autor del corralito. Después de él llegó el diluvio. Sin perder su aspecto distraído, Greenspan estrechó la mano. Y, unos segundos después, cuando luchaba por dar cuenta de su jugo, ya tenía delante otra mano tendida. George Soros quería saludarlo.
Enfundado en un traje cruzado color azul claro, Soros no parece lo que de verdad es o debería ser. Pero, ¿quién es de verdad este multimillonario que dirige varios fondos de inversión que lograron ganar 1000 millones de dólares en un solo día de 1992 al obligar a devaluar la libra esterlina al Banco de Inglaterra? ¿Es el financiero que viene a escuchar a Alan Greenspan para orientar sus inversiones? ¿O simplemente quiere oír la versión de Arminio Fraga, ex empleado suyo antes de ser presidente del Banco Central de Brasil, quien esta mañana hablará en el seminario sobre la situación de la economía brasileña en vísperas del triunfo de Lula? O, como diría Kissinger, ¿acude Soros para agitar con sus ideas a los banqueros?
En efecto, es él quien ha venido para agitar a las masas de banqueros y ejecutivos. Después de escuchar una exposición optimista de Fraga, el agitador multimillonario se planta ante el micrófono.
–Brasil ha hecho sus deberes, Arminio. Es el mercado el que está fallando. Se rebela porque no le gusta el candidato a presidente. Los 30.000 millones de dólares que el FMI va a conceder no son suficientes. En lugar de dar ese dinero, el FMI debe avalar la deuda brasileña ante los bancos centrales contra el riesgo de mercado. La moneda brasileña se recuperará y los intereses leoninos de la deuda bajarán. ¿Qué piensa, Arminio?
Fraga, touché.
–Gracias, George –dice con cariño a su ex jefe–. Yo creo que los 30.000 millones del FMI son suficientes. Nosotros cumpliremos nuestra parte y no habrá problemas. Lo vamos a lograr.
Se da la circunstancia de que sin haberlo previsto te cruzas con Soros en Washington todos los santos días. Es como una comedia de enredo de los Hermanos Marx. Resulta que has pactado con él una entrevista y te lo encuentras hasta en la sopa del restaurante del hotel al que has ido a almorzar, el Four Seasons, donde Soros se aloja. Es la prueba de que estás en la hora y en el lugar adecuado. Durante la tarde, después del seminario en la Reserva Federal, el financiero, sin tiempo para cambiarse de ropa, ya está en movimiento. Ahora toma el micrófono para dirigirse a una audiencia conservadora, la que se reúne en el Instituto para la Economía Internacional.
–Gracias por darme la oportunidad de hablar porque tengo para vosotros noticias frescas. El sistema financiero internacional ya ha quebrado.Quiero decir que es incapaz de canalizar un flujo adecuado de capitales a los países que lo necesitan y que por su situación se lo merecen. Brasil está caminando hacia la bancarrota. El capital huye porque a los capitalistas no les gusta Lula...
Los rostros incrédulos de banqueros y economistas escuchan una larga admonición. Soros no deja títere con cabeza y más o menos directamente ataca a la administración de Bush. Si no se llamara Soros, si no fuera por los 7000 millones de dólares que Forbes dice que posee y por su fama a la hora de hacer saltar la banca, como ocurrió con el Banco de Inglaterra, los organizadores ya habrían llamado al guardia para echarlo a patadas.
Soros finalmente nos recibe en sus oficinas del rascacielos de la Séptima Avenida de Nueva York. No es el despacho lujoso y sofisticado que esperas encontrar. El mobiliario carece del atractivo más elemental. El despacho es pequeño. Pero Soros tiene a sus pies una selva de un verde intenso. Es el Central Park. Aquí, en el extremo opuesto a Wall Street, trabaja desde hace 30 años, a dos calles de su casa, situada también frente a Central Park, donde vive con su segunda esposa, Susan Weber.
En la pequeña mesa de trabajo de Soros hay mucho papel acumulado. Una pantalla muestra las cotizaciones bursátiles de la jornada. En las paredes cuelgan algunos cuadros originales. Todos, de artistas húngaros. Unas fotos en color enmarcadas muestran a un joven con el papa Juan Pablo II. Es Soros en el Vaticano. En otra, ríe con Bill Clinton en la Casa Blanca; en un tercer portarretratos está con Hillary Clinton. De George W. Bush, ni rastros.
Este autodefinido activista multimillonario donó a sus fundaciones 2500 millones de dólares en seis años, entre 1994 y 2000. En los años setenta financió a grupos como el polaco Solidaridad y apoyó la restauración del capitalismo en Europa del Este y en Rusia. En una reciente biografía de Soros, se cita una anécdota del ex periodista británico Mark Malloch Brown, quien lo conoció en 1987. Malloch Brown era entonces director del programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Llamó a Soros porque “quería pedirle dinero para un grupo de activistas políticos en Chile con los que yo estaba trabajando para derrocar al general Pinochet”, recuerda. Y lo consiguió. Pero lo curioso es otra cosa. Soros estaba especialmente interesado por Tailandia, país en el que su interlocutor había gestionado un campo de refugiados. “Hábleme del rey de Tailandia”, me dijo Soros. Y agregó: “Sucede que esta semana tengo en mi cartera un 5 por ciento de la Bolsa de Tailandia”.

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