SOCIEDAD › OPINIóN

Festejar la injusticia

 Por Mario Wainfeld

Se leyó la sentencia, que condenaba a las acusadas. Se ordenó su inmediata liberación. El plazo de condena vino a coincidir con el larguísimo lapso en que las hermanas Jara estuvieron en la cárcel, con prisión preventiva. Para llegar al veredicto se cambió el delito que se les atribuía, por otro castigado con penas más leves (ver nota principal). El festejo estalló en la sala del tribunal. Reían y lloraban las procesadas Ailén y Marina Jara y su madre, más muchas mujeres que reclamaban justicia. Una paradoja perversa, producto de un sistema penal ruin.

Si hubiese mediado una absolución, los jueces que mandaron presas a las dos jóvenes y el propio Estado provincial estarían en apuros. La decisión alivia a todos, “zafan” el tribunal y las acusadas. Todo indica que fue un dibujo, que buscaba el tremendo, contradictorio, desenlace que se vivió.

Demasiada casualidad para ser verosímil, demasiado a medida. Demasiada injusticia.

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Dos características de contexto ayudan a explicar el caso de las hermanas Jara, explica Luciana Pol, investigadora del programa de Violencia Institucional del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS):

“1) El uso indiscriminado de la prisión preventiva.

2) El montaje de una versión policial de los hechos en los inicios de las causas penales, que la Justicia recibe, procesa y convalida acríticamente. En su versión extrema, son las causas armadas.

Ambos problemas, por demás extendidos, son parte del funcionamiento viciado de la Justicia penal: no se revisan las actuaciones policiales, se convalidan así versiones falaces que arma la policía. Y como regla, se dicta el encarcelamiento preventivo que se prolonga por años, hasta llegar al juicio oral”.

“En el caso de las hermanas Jara –agrega Pol–, esto se combina con los prejuicios de género, presentes tanto en la policía como en la Justicia.”

Esta columna hará especial hincapié en el abuso de la prisión preventiva, por centrar su enfoque. Pero es patente que esos vicios estructurales se combinan y realimentan dialécticamente.

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En la provincia de Buenos Aires hay alrededor de 17.700 presos sin condena, son el sesenta por ciento de los procesados, informa Pol. La cifra espanta aunque es del caso señalar que ha disminuido en los últimos años merced a ciertos avances procesales. En especial la existencia de procedimientos abreviados y el acortamiento de los plazos para apelar.

De cualquier modo, si son mayoría los presos sin condena hay una perversión: se transforma en regla lo que debería ser la excepción. La prisión preventiva debería ser usada restrictivamente porque viola un principio angular del derecho penal: la presunción de inocencia.

La máquina funciona de otros modos. Culpabiliza de pálpito a muchos sospechosos. La policía, los fiscales y los jueces (como regla general, que reconoce meritorias excepciones) tienen un sesgo discriminatorio. Los damnificados suelen ser pobres, jóvenes, morochos.

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No se conoce cuál es el porcentaje de procesados encarcelados que termina con una condena. Menos aún, entonces, la relación entre esa sanción y el plazo que estuvieron bajo prisión. La provincia escamotea esos datos, cuya pertinencia es evidente. Es un modo de esconder el escándalo de la injusticia.

Puede intentarse una extrapolación, asumiendo que las cifras son tentativas. Al declarar en el expediente “Verbitsky”, el ex ministro de Justicia Eduardo Di Rocco afirmó que entre el 25 y 28 por ciento de los juicios orales terminan con sentencias absolutorias. Lo hizo en diciembre de 2004. Ha pasado un buen tiempo, aunque no hay especiales motivos para pensar que la cantidad ha variado en gran medida. Extrapolemos, entonces. Si el porcentaje se mantuviera hoy, significaría que alrededor de 5000 personas que esperan sentencia en la cárcel serán declaradas inocentes. Supongamos que el universo fuera del veinte por ciento: serían casi 3500. Con cualquier porcentaje, el costo humano es ominoso.

La preventiva es una medida cautelar que se justifica cuando hay peligrosidad de la persona acusada o cuando hay motivos firmes para pensar que puede obstruir el accionar de “la Justicia” o darse a la fuga.

Ninguno de esos extremos les calzan a Ailén y Marina Jara. Carecen de antecedentes penales, obraron en una contingencia muy peculiar y aterradora de sus vidas particulares. No son mujeres poderosas o que tengan relaciones capaces de interferir con las investigaciones. Contra lo que creen muchas personas del común, a menudo azuzadas por periodistas “mano dura”, profugarse es muy complejo para personas que no sean muy ricas o dispongan de redes sofisticadas de protección. Vivir escondido es caro, no se soporta en términos emocionales, es muy peliagudo sostenerlo en el tiempo. Cualquier trabajador social, cualquier psicólogo o sociólogo con calle puede explicar eso a jueces que ejercen su imperio desde el Olimpo, envueltos en una burbuja.

El sonado caso del empresario Omar Chabán, un hombre de buenas vinculaciones y cierta capacidad económica, es una referencia interesante. Acusado principal por el estrago del boliche Cromañón, fue dejado en libertad durante el proceso. Estalló un escándalo: dirigentes políticos y cronistas enardecidos apostaban que se escondería, que evitaría la condena. No fue así, aunque pasaron años. Chabán es un personaje VIP comparado con las chicas Jara, el desemboque de su expediente fue bien distinto. Pero el ejemplo, a fuer de extremo, sirve para ilustrar una tendencia.

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Culpar velozmente a alguien tiene buena prensa, por lo general. Cunden los especialistas que dan por buenas las primeras sospechas de policías y fiscales. A “la gente” le conforta que “los criminales” estén presos, de antemano. A la máquina que mueven uniformados, fiscales y magistrados le conviene mostrar eficiencia. La policía es especialista en amañar causas y también relatos. Si hay marginales o personas de baja condición social, todo les es sencillo y goza de buena propagación mediática. El accidente sufrido por la familia Pomar o el cruel asesinato de la niña Candela Rodríguez son dos referencias conocidas sobre cómo y cuánto pueden inventar “los pesquisas”, de la tamaña cantidad de carne podrida que colocan en un mercado informativo bien proclive a divulgarla.

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Las garantías constitucionales se traducen como debilidades, como riesgo para “la gente”. Que el sistema condene a un inocente es, conceptualmente, más grave que dejar libre a un culpable. Lo que inclina la balanza es, de nuevo, la presunción de inocencia. En igual sentido, al pensar una prisión preventiva, el juez debe sopesar dos alternativas virtuales. Una, que el culpable se escape. En el otro platillo, encerrar a un inocente. Zanjar esa disyuntiva legal y moral encierra siempre el riesgo de equivocarse, pero es sencillo según las leyes vigentes: en caso de duda, se debe resolver a favor de la persona acusada. No es esa la opción favorita, demasiado a menudo.

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A la hora de la sentencia, la máquina se defiende. Una condena como la dictada ayer aspira a disimular la mala praxis y a apaciguar a sus víctimas. Los guarismos que se mencionan más arriba se agravarían si hubiera formas de computar muchas condenas sospechosas, como la de ayer. ¿Cómo creer que los magistrados no tuvieron esa variable en mente?

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La madre, Elena Salinas, daba ayer rienda suelta a su emoción. El cronista participó de una entrevista radial a ella, días atrás. La mujer recorría su martirio de más de dos años y distinguía entre los establecimientos carcelarios en los que alojaron a sus hijas. En el último, ponderó, se las trataba con más respeto. Y las requisas que le hacían a ella misma eran más respetuosas. La mujer se acomodaba a las circunstancias, comparaba dos injusticias: se apaciguaba con la menor, la única disponible. En el mismo sentido, la familia Jara y las mujeres que defendieron su caso desde la lógica perspectiva de género celebraron el veredicto. Se alegraron porque las jóvenes recuperaron aquello de lo que jamás debieron ser privadas.

Cada caso es un mundo, cada persona atropellada por el sistema una afrenta. Todo se agrava cuando esas barbaridades no son hechos aislados sino características cotidianas.

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Imagen: Bernardino Avila
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