SOCIEDAD › COMO SE ORGANIZO LA VIDA COMUNITARIA DEL BASURAL

Creando Estado en la anarquía

Por A. O.

Además de cura, Opeka se convirtió en comisario, médico, educador. Hubo que llenar el vacío de Estado. “Una vez un hombre le partió la cabeza con una pala a su mujer –cuenta–. Me la trajeron a mí. Después de curarla, mandé a buscar al hombre. Los más violentos lo trajeron. Y terminó pidiendo perdón a todo el pueblo.”
El “centro de acogida” era el lugar donde se recibía a la gente de la calle para ser incorporada al proyecto.
–Se trataba de marginados absolutos, entre los que reinaba la anarquía, con una total ausencia de Estado. Para ser recibidos en el centro, les preguntábamos tres cosas: si estaban dispuestos a trabajar, si estaban dispuestos a escolarizar a sus chicos, si aceptaban las reglas de la disciplina.
–El mínimo orden social.
–Sí, después fuimos creando reglas comunitarias entre todos, leyes que establecían ellos mismos, con votación en asambleas.
–¿Qué tipo de leyes?
–Que no había que robar, que no había que pegarle a la mujer, no robar la mujer del vecino, no emborracharse, no volver después de las diez de la noche, no introducir clandestinos en el lugar.
–¿Lo aceptaban?
–Eran sus propias leyes. Aunque en algunos casos había que interponerse por la fuerza. No fueron muchas, pero alguna vez me tocó. Sobre todo con los que vendían drogas y se negaban a dejar de hacerlo. Teníamos que hacer algo para que no nos mataran a los chicos.
–¿Y que hacían?
–Los que no cambiaban tenían que irse. Pero no los devolvíamos a la calle, les dábamos los medios para que fueran al campo o a otra ciudad.
La ley popular también era (es) contemplativa. Una vez un hombre robaba adoquines en la cantera: las piedras ya vendidas las volvía a su lugar de origen para venderlas de nuevo. Fue descubierto y al serle reprochada su actitud, el acusado le tiró al acusador con lo que tenía a mano: qué otra cosa que un adoquín. El acusador salvó la vida de milagro, pero el ladrón puesto al descubierto tuvo que soportar el repudio del pueblo. Cuando Opeka lo intimó a abandonar la ciudad, el hombre pretendió enfrentarlo. El cura no se achicó. Y entonces el que se batió en retirada fue el ladrón, en medio de aplausos generalizados de repudio.
–Esa noche volvía a casa en la moto y lo encontré sentando en el umbral, apesadumbrado. Entonces con tono más tranquilo le hablé, le dije Juan, si sos capaz de pedir perdón, el pueblo te va a perdonar. La mujer le decía, “dale, de qué vamos a vivir ahora”.
A Juan le costó mucho. Muchísimo. Pero al día siguiente, se enfrentó al padre Pedro y al pueblo entero. Pidió perdón. Y fue aceptado de nuevo, con nuevos aplausos.

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