SOCIEDAD › OPINION

El verdadero padre

 Por Pedro Lipcovich

Tenemos, por ejemplo, siete años. Papá ha ido esta tarde a buscar el análisis de paternidad por ADN. El resultado fue que “no tiene relación biológica” con nosotros. Papá llega a casa, abre la puerta. Nos mira.

El drama compendiado en el precedente párrafo presenta la cuestión de los kits para análisis de paternidad en la perspectiva de la persona prioritaria para un padre verdadero, es decir, la del hijo. En cuanto a la perspectiva del padre, quien mejor profundizó en ella fue el dramaturgo August Strindberg. En El padre, bien leído, puede entenderse que la pregunta por quién es el padre del hijo, como otras, no se contesta en sí misma, ya que expresa una pregunta por el propio ser: señala el punto en que cada ser humano depende de una verdad que sólo puede darle otro ser humano que a su vez, aunque quiera, no puede garantizarle una certeza. Esta vulnerabilidad extrema está en la raíz de la condición humana y ningún dictamen de laboratorio podría suprimirla.
Es probable que el padre strindbergiano, enloquecido por salir de la pregunta, hubiera recurrido al kit de ADN. También es probable que en ese acto, cualquiera fuese el resultado, hubiera terminado de extraviar su vacilante paternidad: porque ésta no se “determina” por métodos biológicos, sino que se establece por referencia a un pacto que atraviesa las generaciones y que debe ser corroborado en cada caso: el padre es designado por un gesto de la madre ante su hijo; sólo la madre puede hacer este gesto y, si no lo hace, ningún bioquímico podrá restituir la paternidad impedida.
En la Argentina, conviene prevenir que una lectura prejuiciosa de la experiencia de las Abuelas de Plaza de Mayo lleve a priorizar los vínculos de sangre como si tuvieran en sí mismos un valor. Tratándose de la apropiación de niños, la importancia del análisis de ADN está en que da testimonio de una violación de leyes básicas de toda sociedad humana: los descendientes de desaparecidos son sus hijos, no por llevar su sangre sino porque se avasalló la paternidad legítima. Supongamos el caso de un hijo adoptivo de desaparecidos que hubiese sido apropiado por represores: la sustracción de identidad no hubiese sido menor que en el caso de los hijos de sangre; sólo que, desdichadamente, para casos como éste no hay examen de ADN que pruebe el delito.
Es tiempo de volver al primer párrafo: allí dejamos a papá, llegando a casa con el resultado del análisis que nos hizo. Su mirada baja hacia nosotros. Todavía no sabemos qué hará, pero debemos saber que ningún análisis de ADN lo eximirá de su responsabilidad ante nuestro llanto.

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