SOCIEDAD

Los pecados de la dirigencia

Por E. V.

Para Pacho O’Donnell, el comportamiento de la mayoría de los integrantes de la clase alta de Buenos Aires, tanto españoles como criollos, fue “obsecuente y colaboracionista”. Pone como ejemplo una carta en la que Mariquita Sánchez de Thompson, quien después de 1810 se destacaría por su compromiso patriótico, describe a las tropas inglesas como “las más lindas que se podían ver”, ya que “tienen el uniforme más poético, botines de cintas punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta”. También se lamentaba por la traza de las milicias criollas: “Es preciso confesar que nuestra gente del campo no es linda, es fuerte y robusta, pero negra. Las cabezas como un redondel, sucios; unos con chaqueta, otros sin ellas; unos sombreritos chiquitos encima de un pañuelo atado en la cabeza. Cada uno de un color, unos amarillos, otros punzó; todos rotos, en caballos sucios, mal cuidados; todo lo más miserable y más feo.”

O’Donnell recuerda también un relato de Ignacio Núñez, cronista de la época, quien escribió: “Los ingleses fueron particularmente distinguidos por las familias principales de la ciudad y sus generales paseaban del bracete por las calles con las Marcos, las Escalada y las Sarratea. Los prelados de las comunidades religiosas, entre ellos el prior de los dominicos, fray Gregorio Torres, presentaron al general Beresford una sumisa laudatoria: ‘La religión nos manda respetar las autoridades seculares y nos prohíbe maquinar contra ellas, sea la que fuere su fe, y si algún fanático o ignorante atentase temerariamente en contra de verdades tan provechosas, merecerá la pena de los traidores a la Patria y al Evangelio’”.

Incluso, sostiene O’Donnell, el almirante Home Popham le escribió al venezolano Francisco de Mirada (a quien el historiador le adjudica la promoción de la invasión): “Mi querido general, aquí estamos en posesión de Buenos Aires, el mejor país del mundo”.

En la lista de “colaboradores” de los invasores, O’Donnell incluye a Saturnino Rodríguez Peña, “hermano de Nicolás y asistente a las reuniones conspirativas de la jabonería de Vieytes, quien fue delegado por Castelli, Belgrano, Paso, Moldes y los otros que ya maquinaban estrategias para cortar la dependencia de España para hablar con el general Beresford, prisionero en Luján, e interesarlo en la emancipación de las provincias del Río de la Plata”.

El objetivo, agrega, era convencer al Foreign Office inglés de no insistir en la ocupación militar y que “lo más conveniente, tanto para la Corona inglesa como para los criollos levantiscos pero también temerosos de las puebladas, era promover la independencia del Río de la Plata a cambio de garantizar el dominio británico de su comercio en el que los iluminados tendrían la activa participación que los realistas siempre les habían negado”.

Según O’Donnell, Miranda se había ilusionado en su uniforme preliminar: “Sudamérica puede ofrecer con preferencia a Inglaterra un comercio muy vasto y tiene tesoros para pagar puntualmente los servicios que se le hagan”. La prueba de eso, sostiene, era que dentro del baúl capturado al virrey Sobremonte habían 1.291.323 pesos plata. A los jefes de la expedición, William Carr Beresford y Home Riggs Popham, les correspondieron 24.000 y 7000 libras, respectivamente, y otra suma se repartió entre los soldados y marineros. El resto, más de un millón, fue embarcado hacia Londres.

Al respecto, O’Donnell aporta una anécdota: para que Beresford llevara esta propuesta a Londres, primero debía fugar. Francisco Sagul, testigo de la época, relata que “Don Saturnino (Rodríguez) Peña, hermano político del capitán de blandengues don Antonio Olavarría, encargado de trasladar a Beresford prisionero, le muestra una orden supuestamente firmada por Liniers para que le entreguen al cautivo. Lo consiguió sin obstáculo y lo condujo a la ciudad, donde todos permanecieron ocultos hasta que se embarcaron”. Por ese servicio Rodríguez Peña recibió del gobierno inglés una pensión anual de por vida de mil quinientos pesos fuertes. “La tramitación, si existió, fue inútil pues a los pocos meses tendría lugar otra invasión ya que la Corona británica, que había hecho desfilar por las calles de Londres los cuantiosos caudales incautados, consideró inaceptable la ‘insurrección’ de la que ya consideraba una de sus colonias”, concluyó O’Donnell.

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