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Domingo, 2 de febrero de 2003

EL BAúL DE MANUEL

EL BAUL I Y II

 Por Manuel Fernández López

Bicho raro

O no llamaría así a un profesor que iba a sus clases ataviado con una capota de pescador y una cesta de mercado en la mano? Y si añadimos otros rasgos, la calificación nos queda corta. Nos referimos a Knut Wicksell (1851-1926), fundador de la escuela sueca de economía. Para demostrar que los tribunales suecos violaban el derecho constitucional de libre pensamiento y de libertad de prensa, organizó una conferencia en 1908 sobre “el trono, el altar, la espada y la Bolsa de dinero”, donde puso en duda la virginidad de Santa María: “¿Por qué no se le permitió a José, el prometido de María, y sí al Espíritu Santo, engendrar a Jesús?”, preguntó, y la respuesta de las autoridades fueron dos meses preso, aunque permitiéndole al profesor elegir en qué cárcel. En su juventud le encandilaron dos señoritas, pero era tímido y muy contenido para el trato con las damas: una se mudó a Suiza y se casó allí; y a la otra jamás se animó a acercársele. Una tercera vez ocurrió cuando un amigo de Estocolmo lo invitó a su casa y se enamoró... ¡de su esposa! Por lo que rápidamente abandonó esa ciudad y regresó a Uppsala. En 1888 conoció a Ana Bugge, una profesora noruega de educación física, y tras un tiempo le ofreció una unión extramatrimonial “a prueba”, disoluble por mutuo acuerdo, pero con un contrato sobre sustento de los hijos y derechos hereditarios. Tras un rechazo inicial, temiendo la oposición familiar, Ana, de 25 años, se unió a Knut, de 38, en París. La experiencia fue exitosa para ambos: “Mi entusiasmo por el trabajo ha crecido considerablemente desde que me casé... He renunciado a viajar a Norteamérica, y estoy por creer que fue lo mejor que hice, aparte del placer de vivir como un hombre casado”, escribió Knut en 1889. Ana, por su parte, se hizo cargo de su sencillo hogar parisino, sin dejar de disfrutar la vida cultural. Mi matrimonio es “el más feliz del mundo”, escribió. Además, su condición de “no casada” tenía una faceta favorable: le permitía realizar estudios de Derecho, profesión que no hubiera podido ejercer de estar casada. Tres décadas después, al concluir la Primera Guerra, fue designada delegada a la Sociedad de las Naciones y luego miembro de la Comisión Permanente de los Territorios en Fideicomiso. Knut, en el primer año, publicó sus primeros artículos científicos: el primero parecía escrito para la Argentina de hoy: “Estómagos vacíos y almacenes repletos” (1890).

Esas manos

Uno va en un auto, por ejemplo, por una carretera. Una visión simplificada es pensarnos como un punto que se desplaza a lo largo de una recta. La semirrecta que se abre ante nosotros es lo que tenemos por delante, y el segmento comprendido entre nosotros y el punto de partida es lo ya recorrido. El segmento trasero es conocido, todo lo que podía acontecernos en él ya sucedió y está en la memoria. En cambio, la semirrecta de adelante nos es desconocida; incluso a cortísima distancia un minúsculo alambrín podría interrumpir nuestro avance. El tiempo de nuestra vida puede pensarse igual: vivimos en un instante; detrás está el pasado; delante, el futuro. Dar cuenta de las cosas del pasado es explicar; hacer lo mismo sobre cosas por acontecer, es predecir. El economista, como el meteorólogo, es un campeón explicando lo ya ocurrido, pero es un fracaso total al intentar hablar del futuro: dice imprecisiones, se mueve entre alternativas, o pide un plazo (“la semana que viene es decisiva, y hay que ver qué pasa para ver cómo sigue todo”). Sólo dos economistas –David Ricardo y John Maynard Keynes– pudieron adivinar con exactitud hechos futuros. Ricardo, el modelo de inserción internacional que eligió Gran Bretaña desde 1846 (Ricardo murió en 1823). Keynes, el monto efectivamente pagado por Alemania por reparaciones de guerra. Pero Keynes, además, hizo buen dinero a corto plazo especulando, es decir, aventajando a veteranos de Londres, tarea nada fácil. Además de otras hazañas, como proponer una fundamentación de la teoría de las probabilidades y crear la macroeconomía, Keynes tenía el don de descifrar el carácter de laspersonas mirando sus manos. Superaba a las gitanas, que miran las líneas de la palma de la mano: Keynes podía decir algo sin ver la palma. Su hermano Geoffrey atribuía esta obsesión a un accidente de Maynard a los nueve años, donde una caída de la bicicleta le dejó una deformidad permanente en un dedo. Los presidentes de EE.UU. no obtenían altas calificaciones de sus exámenes. Las manos de Wilson, a quien conoció en la Conferencia de la Paz, en Versalles, “revelaban capacidad y cierta fortaleza, aunque carecían de sensibilidad y finura”. Las de Franklin D. Roosevelt, a quien entrevistó en 1934, eran “firmes y bastante fuertes, pero no inteligentes o con fineza, con uñas más bien pequeñas y recortadas, como las de los dedos de los hombres de negocios”.

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