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Lunes, 29 de diciembre de 2008

TEATRO › UN BALANCE DE LOS éXITOS Y LAS APUESTAS DE RIESGO DE 2008

El año de las sorpresas y el placer de experimentar

Las puestas de Heldenplatz. Plaza de héroes, de Emilio García Wehbi; La noche canta sus canciones, de Daniel Veronese; Sólo brumas, de Eduardo Pavlovsky, y Fin de partida, de Lorenzo Quinteros y Pompeyo Audivert, figuran entre lo más destacado.

 Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins

¿Y ahora qué? El ritual del año, con su ceremonia de cierre y apertura, llegó también al teatro, y mientras la cartelera va quedando despoblada urge hacer un balance, uno entre los varios posibles de una actividad inabarcable, hecha con pasión y entre tropiezos. Esta efervescencia en una sociedad agitada por innumerables problemas asomaba ya en los encuentros con representantes de los independientes (que no tienen un único perfil), cuando intentaban optimizar el cobro de los subsidios y desterrar las falencias de las leyes reglamentarias. Tema este último en suspenso, porque no se logró articular un rápido y favorable acuerdo con Cultura ni con Inspecciones y Habilitaciones de la ciudad. Las demoras son padecidas también por los teatros oficiales, pero por otras cuestiones. Un problema a la vista es el retraso de las obras edilicias en el Teatro Cervantes (dependiente de Cultura de la Nación) y en los que se hallan bajo la órbita de la Ciudad: el San Martín y el Colón. De todas formas algo no se ha minado: el placer de experimentar, actitud valorada en el plano artístico, como la de transitar por caminos transversales.

Surgieron así espectáculos que descolocaron. Es el caso de Sólo brumas, pieza que golpea partiendo de una denuncia de 2004 sobre los bebés que nacen con un peso inferior a 500 gramos. El actor y dramaturgo Eduardo “Tato” Pavlovsky mostró crudamente junto a sus compañeros de elenco, conducidos por Norman Briski, el destino de esos bebés a los que las autoridades sanitarias dan por muertos antes de que expiren. En otro plano, y partiendo de otras situaciones, el gusto por lo transversal permitió la traslación de una obra escrita para ser leída: la pieza radiofónica Escuela nocturna, de Harold Pinter, dirigida por Rubén Sabadini, donde la información es visualizada como elemento de poder. Y hubo más, entre otras la dramaturgia de Hernán Bustos sobre textos del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (Ese lugar, esa tristeza); las obras de Proyecto Archivos, coordinadas por Vivi Tellas; dos piezas de Factor H, una apuesta del actor, dramaturgo y director Juan Carlos Gené, en la nueva casa del Celcit (Moreno 431), institución que preside Gené y dirige Carlos Ianni, donde continuaron presentando obras y organizando seminarios internacionales. Otra es Zona liberada, inspirada en El Eternauta (historieta de Héctor Germán Oesterheld); El diario de Anna Frank, con Emilia Mazer; Vela x todos, dirigida por Roberto Saiz, ritual en homenaje al poeta Rubén Vela, del que participa el grupo “dale q’ va”, que acaba de editar su CD; y la melodramática Las descentradas, pieza olvidada de Salvadora Medina Onrubia, dirigida por Adrián Canale.

Otro intento por trasponer límites estéticos fue reflejado por Decálogo, propuesta del Centro Cultural Ricardo Rojas que partía de los bíblicos Diez Mandamientos. Esa intención implicó el deseo de que fuera el espectador el encargado de construir el relato, como en Desdichado deleite del destino y Boca Ratón, de Roberto Perinelli; Tercer cuerpo, de Claudio Tolcachir; Body Art, premiado texto de Sol Rodríguez Seoane sobre una estrategia posible para una despedida definitiva; y Lúcido y La paranoia, conocida en la temporada anterior como work in progress, de Rafael Spregelburd.

Sin miedo a tratar asuntos serios con humor, o alentar hechos y encuentros fantasiosos, se ofrecieron Canción de cuna para un marido en coma, donde Ana María Cores compuso a una esposa feroz pero de encantadora apariencia, dirigida por Lía Jelin. Otros títulos fueron El alma de papá, de Carlos Gorostiza; Hoy estás, de Ricardo Talesnik; Sombras en la mente, con Luis Agustoni, como actor y autor; y en otra línea los inquietantes cabarets de Mónica Cabrera y las transgresiones de Paco Giménez en Paco peca: la actuación concebida como acto caótico y desmesurado. Este artista cordobés dirigió además al grupo La Noche en Vela, en Los últimos felices. El mundo imaginario ocupó un lugar central en El hombre que salió del piano, de Gerardo Baamonde; y en Aires, de Marcelo Katz; también en el recuerdo de un suceso vivido por personajes reales, como en El reino de las imágenes nítidas, de Lucía Laragione (sobre el cineasta Fritz Lang); y En París, con aguacero, de Enrique Papatino y dirección de Enrique Dacal. La metáfora, esencial al teatro, ancló en La pesca, de Ricardo Bartís, un crispado contrapunto de tres hombres en un club de pesca subterráneo, cercano al entubado arroyo Maldonado, donde revelan conflictos y conceptos sobre sí mismos, los otros, el peronismo y otras alternativas políticas. La indagación histórica surgió de modo puntual en Whitelocke, un general inglés, dirigida por Rosario Zubeldía, pieza en gira por ciudades y localidades del interior, como la también histórica La tentación, de Pacho O’Donnell. Otro apunte sobre la memoria y la violencia lo brindó Elsa, del alemán Jürgen Berger y dirección de Carolina Adamovsky. Desterrados, de la uruguaya Adriana Genta y puesta de Uriel Guastavino, desenmascaró a las campañas que criminalizan al indocumentado. Una pieza del chileno Benjamín Galemiri, Déjala sangrar, mostró la provocadora visión de este autor sobre las posiciones políticas en el Chile posterior al gobierno de Augusto Pinochet. Dirigida por el chileno Patricio Contreras dio cuenta de aspectos polémicos e irritantes de la militancia de los ‘70. Los poderes totalitarios fueron también materia en Lo que quedó (historias de posguerra), un trabajo de la directora Corina Fiorillo basado en monólogos de Patricia Suárez y una breve pieza de Adriana Tursi. Y se destacó Heldenplatz. Plaza de héroes, un interesante montaje sobre el fascismo que perdura, concretado por Emilio García Wehbi, a partir de la obra del dramaturgo y novelista austríaco Thomas Bernhard.

Lo desconocido (por tratarse de autores poco divulgados en el ámbito local) estuvo representado por La noche canta sus canciones, del noruego Jon Fosse, obra dirigida por Daniel Veronese; La alambrada (sobre el abuso infantil), del argentino Marco Canale, residente en España, un trabajo de Elvira Onetto y Eduardo Misch; y Grande y pequeño, del alemán Botho Strauss, con Ingrid Pelicori y Horacio Roca; y puesta de Manuel Iedvabni. Dentro de lo que podría calificarse de rescate de lo popular se ubica el cabaret ideado por Juan Parodi en Cariño Yacaré y el melodrama musical Nada del amor me produce envidia, de Santiago Loza. Incluso Don Juan de acá (el primer vivo), entraría en este apartado. La singular banda Los Macocos contó esta vez con el aporte autoral del periodista Eduardo Fabregat (quien ha publicado un libro sobre el grupo). La obra resultó de una mixtura de distintas versiones del mítico Don Juan con sucesos de la Revolución de Mayo. Los clásicos de todos los tiempos se hicieron presentes a través de una nueva puesta de Fin de partida, de Samuel Beckett, con actuación y dirección de Lorenzo Quinteros y Pompeyo Audivert; e Hijos del sol, de Máximo Gorki, en adaptación y dirección de Rubén Szuchmacher. Un trabajo que transparentó la inutilidad del seudoprogresismo. La tendencia retro prevaleció en otros clásicos: en Tres hermanas, de Anton Chéjov, conducida por Luciano Suardi, y en dos piezas de Molière, El misántropo, según Berta Goldenberg, y Las mujeres sabias, montada por el director y régisseur Willy Landin. De los clásicos locales se vieron tres piezas de Armando Discépolo: Babilonia, dirigida por Roberto Mosca; Stefano, por Guillermo Cacace, y Cremona, adaptación de Roberto Cossa y montaje de Helena Tritek.

Juntos pero no revueltos, los espectáculos del circuito comercial recibieron el aporte de figuras del alternativo o independiente. De modo que, con todas las luces, se presentaron The Pillowman, de Martin McDonagh, dirigida por Enrique Federman; y Gorda, ¿cuánto pesa el amor?, de Neil Labute, una puesta de Veronese, quien este año inauguró su espacio Fuga Cabrera. Todas convocaron, como Baraka, de la holandesa María Goos, dirigida por Javier Daulte. Una pieza sobre las verdades y mentiras de la amistad, interpretada por Jorge Marrale, Juan Leyrado, Darío Grandinetti y Hugo Arana. En este circuito recibieron también apoyo del público El hombre inesperado; la comedia musical Hairspray, protagonizada por Enrique Pinti, y Eva, con Nacha Guevara. Sorprendió la variada programación del Maipo, teatro del empresario, director artístico e iluminador Lino Patalano, que albergó ciclos de semimontados de autores argentinos, fiestas de entrega de premios, como la de Argentores; espectáculos de revista, y uno de nuevo formato, como La rotativa del Maipo, al que se incorporó el periodista Jorge Lanata; e incluso piezas de cámara: Rose, del estadounidense Martín Sherman, unipersonal dirigido por Agustín Alezzo, donde Beatriz Spelzini compuso con intensidad a una lúcida judía de 80 años que se atreve a recordar con humor los duelos personales.

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La obra Baraka exploró las verdades y las mentiras acerca de la amistad masculina.
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