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Viernes, 19 de agosto de 2011

TEATRO › LEONOR MANSO ANTE EL ESTRENO DE EL CORDERO DE OJOS AZULES, EN EL TEATRO REGIO

“En el ser humano no existe la normalidad”

La obra de Gonzalo Demaría está ambientada en la Buenos Aires de la peste amarilla, con foco en la discriminación contra “el ‘distinto’, el extranjero, el que no es como uno”, según la actriz. Sobre tablas la acompañan Carlos Belloso y Guillermo Berthold.

 Por Hilda Cabrera

¿Por qué la relación entre Sodoma y Buenos Aires? ¿Cuál era la abyección que debía ser castigada? ¿El salvajismo de una época? El cordero de ojos azules, obra de Gonzalo Demaría, se ubica en la Buenos Aires de 1871, año en que la peste amarilla asoló la ciudad. Los funcionarios y políticos huyeron, otros sufrieron las consecuencias, como gran parte de la población, la más pobre, los asistentes de la Comisión de Higiene y los médicos. La historia no ficcional registra, entre los médicos, a Francisco Muñiz y Manuel Argerich como víctimas de la peste. Argerich fue retratado por el pintor uruguayo Juan Manuel Blanes en su célebre óleo Episodio de la fiebre amarilla ocurrida en Buenos Aires. Tanto en la realidad como en la ficción, aquélla fue una etapa de discriminación violenta, como subraya la actriz y directora Leonor Manso, en diálogo con Página/12 y con relación a esta obra de Demaría “que tiene una base real y da lugar a muchas lecturas”. Entre los temas abordados, la actriz destaca el de la discriminación ejercida contra “el ‘distinto’, el extranjero, el que no es como uno”, puntualiza. Convocada por el director artístico Alberto Ligaluppi para dirigir un espectáculo en el Complejo Teatral de Buenos Aires, le comentó su deseo de actuar. Acordaron entonces buscar una obra, y Manso decidió que ésta sería El cordero..., cuyo texto conoció a través de Luciano Cáceres, finalmente director de esta pieza que se estrena hoy, en el Teatro Regio. “La leímos y nos apasionamos todos, porque en algo nos refleja”, sostiene Manso.

–Allí se habla de incendiar conventillos de italianos...

–Porque se les echaba la culpa a los extranjeros pobres, a los italianos, a los turcos...

–Como en la “peste negra” europea a los judíos, leprosos e “infieles”. Un aspecto interesante de El cordero... es el carácter imprevisible del pintor y de la “vieja criolla de Angola”, la Canonesa. ¿Cómo calificaría a su personaje?

–La Canonesa es una resentida, y una puede entender las razones. Es una esclava africana que estuvo en las campañas contra los indios, que se convirtió en la puta de un canónigo de la catedral y quiere ser respetada. En su historia y en la del pintor y el muchacho que aparece en la casa, donde se encierran para protegerse de la peste, surgen conflictos relacionados con la belleza y la fealdad, con el “ser” artista y la inspiración.

–¿Por eso el cuidado y a la vez el desprecio que esta mujer siente por el pintor?

–Ella lo cuida para que acabe el retrato de Santa Lucía, una mártir decapitada. Ese cuidado no significa que se prive de cometer horrores. La pintura fue un encargo del arzobispo de la ciudad, se le pagó por ese trabajo y ella debe obligarlo a que cumpla. Por un comentario del pintor, le propone ser su inspiradora. Su deseo es quedar plasmada en el cuadro para siempre, como una forma de trascendencia. En toda esta historia hay una peste exterior y otra interna, donde se desata la locura y se cometen acciones extremas. El muchacho que llega hasta ellos es un misterio. No se sabe si es un loco, un asesino o un santo.

–O producto de algún delirio, en general gracioso, sobre todo cuando lo reproduce el pintor. Por ejemplo, la escena en la que piden al muchacho –aparentemente mudo– que responda con un dibujo. La Canonesa y el pintor creen ver en ese dibujo una mazorca de maíz o una flor de lis, símbolo de la Casa de Borbón, situación que anuda cómicas reflexiones.

–Allí hay un juego con la absenta (ajenjo) que toma el pintor para inspirarse. La absenta es “el hada verde”, una bebida que en 1800, y también después, era consumida por algunos artistas. El escritor Edgar Allan Poe también la probó. En la obra se cruzan la historia, la discriminación y la búsqueda de la creatividad.

–¿Se podría agregar lo siniestro? Ese fue también un apreciado elemento en la primera pieza teatral de Demaría, Nenucha, la envenenadora de Montserrat. ¿Por qué perdura el deseo de venganza?

–Porque en el ser humano no existe la normalidad, aunque siempre alguien la busque. Lo interesante y potente del teatro es que muestra facetas de lo humano en sus estados más extremos. La Canonesa es también la mujer que se convierte en reservorio de una historia. Y esto habla de lo femenino, de ese aspecto de lo humano que crea y transmite historia.

–¿Algo de esto transparentaba en su dirección de Antígonas, obra de Alberto Muñoz?

–Sí, las Antígonas son las mujeres que conviven con lo negado, lo oculto. En El cordero..., la Canonesa cuenta una última historia, desde su visión, su dolor y la barbarie vivida, mostrando rasgos de ingenuidad y ternura. Porque hay ingenuidad en su deseo de ser modelo en el retrato de Santa Lucía. Relaciono esa situación con la devoción a los santos. Ella cree a pie juntillas en las historias de santos, y las mezcla con lo aprendido en la iglesia y su condición de africana. Pero después dice que perdió la fe y parece que el pintor también la ha perdido. Los dos tienen un problema existencial llevado al extremo. La gracia, creo, es que todo esto es relatado a la manera de un policial.

–¿Cómo fue componer un personaje tan complejo?

–Tremendo; me costó muchísimo. Luciano (Cáceres) ya me había dirigido en 4:48 Psicosis, de Sarah Kane, una obra también compleja. La Canonesa se instala en un lugar muy brutal, pero los rasgos ingenuos de su devoción dan respiro. Ella ha sido una mujer herida, golpeada. Fue abusada, ayudó a chicas violadas, y desea que la quieran y no la rechacen por fea.

–Tampoco el pintor es un personaje simple.

–No, y Carlos Belloso lo hace fantástico, me río mucho con sus inspiraciones. ¡Me encanta! Y está Guillermo Berthold, en el personaje del joven bello. Un misterio para los otros dos y para el público. Este joven lleva en sí el enigma de las historias bíblicas, que son tremendas.

–¿Se refiere a las fantasías crueles?

–Que los humanos tenemos, y sólo podemos contener a través de la cultura. La cultura social es la represión de esos salvajismos que si quedaran libres, anularían la convivencia. Pero no cualquier cultura, sino una que nos organice y acepte la diversidad, las diferencias. Ser personas es la riqueza que podemos obtener en esta experiencia de vivir.

–¿Cómo es esa experiencia en la actuación?

–Comprender de manera sensible circunstancias que no son las propias. En el caso de El cordero..., digo “por suerte”. Pero, cualquiera sea la experiencia, el conocimiento de ésta no es verbal. Lo que amo de este oficio es esa posibilidad de alcanzar un conocimiento que no es científico sino sensible respecto de las distintas conductas del ser humano.

–¿Sucedía también en 4:48 Psicosis?

–Cuando tomé aquel texto por primera vez, no entendí nada; pero después, sentada en una sillita, lo estudié, y supe qué era esa poesía. Me sentí contenida por Luciano, que es muy creativo, también en El cordero..., de la que tiene una concepción muy original y abarcadora.

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“El teatro muestra facetas de lo humano en sus estados más extremos”, asegura Leonor Manso.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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