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Lunes, 27 de mayo de 2013

TEATRO › LAMBERTO ARéVALO Y SU PUESTA DE LOS DíAS FELICES, DE SAMUEL BECKETT

Arte y filosofía en escena

La versión que presenta el director es resultado de un trabajo de investigación filosófico, que conectó este clásico –y otras obras del dramaturgo irlandés– con Deleuze, Kundera y la pintura de Bacon.

 Por María Daniela Yaccar

El motivo de la entrevista es una obra de teatro, pero la primera media hora de la charla se dispara hacia la filosofía. Lamberto Arévalo se apasiona hablando de Gilles Deleuze, el pensador que más lo marcó, al punto de dictar talleres específicamente sobre su obra. “En realidad, siempre que me desempeñé como docente de actuación hablé de él. Todo lo que digo está nutrido de sus ideas”, desliza. Arévalo lleva más de una década indagando en la conexión entre el arte –el teatro, la música, el cine y la literatura– y la filosofía. En este momento dirige Los días felices, de Samuel Beckett (sábados a las 21 en el Sportivo Teatral, Thames 1426), “su mejor obra de teatro”. La versión que presenta es resultado de un trabajo de investigación filosófico, en el que Arévalo conectó este clásico –y otras obras del dramaturgo– con Deleuze, Kundera y la pintura de Bacon.

“Cuando me agarró la inquietud del arte, a mediados de los ochenta, no me interesaba el teatro sino el cine. Además, venía haciendo música desde los doce años. Como me interesaba el laburo de Máximo Salas, cuando abrió un curso de dirección, me anoté. El primer día me dijo: “Te voy a recomendar dos libritos”. Y me habló de Diferencia y repetición y Rizoma, de Deleuze. Hasta el momento sólo había visto ese apellido en una nota que le habían hecho a Spinetta, que estaba cansado de que le preguntaran por Artaud. Desde ese entonces no paré de leerlo”, cuenta Arévalo, quien nunca estudió filosofía en un espacio académico. Se desempeñó como actor, dramaturgo, director, iluminador y músico de un buen número de puestas. En paralelo brindó talleres de filosofía, algunos en conexión con el teatro. Enseña lo que aprendió por las suyas. “Siempre me pareció importante ceñirme a lo que me atraviesa y no parar a preguntarme por qué no me atraviesan otras cosas. Eso lleva a una vida intelectual y burguesa que no sé qué tiene de interesante”, sostiene.

En esta puesta Roxana Berco es Winnie, la célebre mujer enterrada hasta la cintura en un montículo reseco, que contrapone a su inmovilidad un sinfín de palabras y recuerdos. El monólogo, que sigue impresionando a más de cincuenta años de escrita la pieza, es interrumpido con escasas apariciones de Willie (Eduardo Florio), el marido de Winnie. Se destacan, además de las actuaciones, la escenografía de Marcelo Valiente y la traducción de Mariano Fiszman, hecha especialmente para esta ocasión. Los días felices se estrenó en 1961. En Buenos Aires una de las versiones más recientes la protagonizó Marilú Marini, en 2004.

–¿Cuál es el punto de contacto más importante entre la filosofía y el arte?

–Heidegger dijo que pensar no es un acto natural. Hay vidas que morirán sin haber pensado jamás nada. Es fundamental no confundir el pensamiento con una realidad biológica. Deleuze lo dijo más claro que nadie: el pensamiento es un acto creador. ¿Cuántos tenemos en nuestras vidas? Pocos, seguramente. Hoy tengo Los días felices. Cuando un pintor elabora un cuadro o un músico compone una sonata asistimos a la potencia del pensamiento. La institución ha colaborado mucho para hacer del pensamiento una realidad biológica, entonces creemos que pensar qué vamos a comer es realmente pensar. O creemos que no podemos usar esa palabra si no tenemos un título que certifique que tenemos la autoridad para hacerlo. Está buenísimo pensar en la mutiplicidad, en que todos estamos en aptitud de pensar y que el pensamiento está para todos. Pero eso no le conviene al sistema dominante.

–¿En esta obra de Beckett la filosofía lo es todo?

–Estoy agradecido de poder estar haciendo un Beckett porque, además de un escritor genial, es un gran pensador. Deleuze no se cansaba de nombrarlo como filósofo. Adquieren tanta potencia sus palabras, esas imágenes imposibles que te enrostra, que te atraviesan como un rayo. ¿Qué otra cosa que un pensamiento en estado puro podés experimentar ante algo así? Me encantaría que pase esto en cada función de Los días felices. Beckett es paradójico siempre. Pero en principio te propone una situación que no presenta ninguna paradoja. Todos en la vida diaria decimos “estuve hasta el cuello”. Y en esta obra hay una mujer enterrada hasta la cintura. Al no haber metáfora, ya que eso que se muestra es lo literal, la obra te pone en un límite. Cuando no podés metaforizar tu espíritu empieza a pedir otra cosa. Para la cabeza es fácil hacer metáforas, nos las enseñan desde chicos. Cuando se acaban los “como si” empieza la vida.

–Las indicaciones de Beckett son famosas y se sabe que se exige a los directores que las respeten. ¿Cómo trabajaron la fidelidad al texto?

–Hay que cumplir a rajatabla, si no los que cuidan los derechos no te dejan mostrar la obra. Marion Weiss, que es quien cuida los derechos en la Argentina, llegó a cancelar estrenos porque no respetaban las marcaciones. ¡Esos directores no saben lo que se perdieron! Lo que Beckett quiere es increíble. Escribe: “Ahora Winnie toma su cepillo de dientes, lo observa de cerca, ahora lo mira más de cerca, lo aleja, lo apoya. Ahora agarra el lápiz de labios. Boquita colorida”. Roxana estuvo un mes para aprender la primera hoja. La situación era inhumana: tuvimos que aprender todo de nuevo. Mi función fue captar lo que estaba en el intersticio de lo que pasaba. Beckett es tremendo, no hay más que rendirse ante él. Mi trabajo consistió en hacer que esté vivo. Fue una sorpresa encontrar que mientras más pedidos del tipo acumulábamos, más vivo estaba. Era lo contrario de una prisión. Lo conectamos con la pintura de Bacon en muchos aspectos, incluso en ése. Es conocido que cuando detectaba una zona de relato en sus cuadros, Bacon agarraba un trapo y borraba un poco hasta desfigurarla. Eso se llama no querer informar nada. Para contar estamos los espectadores. Veo a una mujer enterrada y me pasan 50 mil cosas.

–De todas las lecturas de la obra, ¿cuál le interesa? Se ha sugerido que la obra hablaba de la bomba nuclear, por ejemplo. Suena disparatado eso.

–Eso se extendió pero lo dijo el mismo Beckett. Estaba podrido de que le preguntaran porqués y dóndes sobre esa historia y para no mandar a nadie al carajo respondió eso. Siempre preferí al Beckett de las novelas, los poemas y ensayos que al de las obras. Esta es la que está más conectada a la narrativa. Ocurre en un lugar en el que tu cabeza no sirve en lo más mínimo para pensar cómo es. Es un montículo de tierra. Si no te gusta, lo siento mucho. La gran traba que se produce en la cultura con determinadas figuras tiene que ver con ponerles un rótulo, como el absurdo o el vacío. Beckett no es un cultor del vacío, sino un escritor de los abismos. Escribir de, desde y en los abismos es la única posibilidad de que Este tipo haya encontrado existencias tan extrañas e innombrables. Una de sus novelas más maravillosas se llama El innombrable. No es casualidad. Siempre habla sobre vagabundos, personajes desterrados... esta mujer es la paradoja máxima porque también es una vagabunda. Me parece que Beckett no cree en el sinsentido de la vida, sino que para él los actos vitales emergen justamente del sinsentido.

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Lamberto dirige Los días felices, que va los sábados a las 21 en el Sportivo Teatral.
Imagen: Pablo Piovano
 
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