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Sábado, 11 de octubre de 2014

TEATRO › SE ESTRENA EN EL CERVANTES LA MUERTE Y LA DONCELLA, DE ARIEL DORFMAN

“Hay una herida de la que siempre quedará la cicatriz”

El director Javier Margulis y los actores Marcela Ferradás y Horacio Peña hablan de la obra que aborda las dictaduras de un modo no convencional, apelando a sus contradicciones y ambigüedades. “Mantener la llamita de la memoria va a ayudar siempre”, sostienen.

 Por María Daniela Yaccar

Luego de una gira de veinte funciones por el país, que les deparó más de una sorpresa, Marcela Ferradás, Horacio Peña y Javier Margulis se preparan para el estreno en la ciudad de Buenos Aires de La muerte y la doncella, en la que también actúa Carlos Santamaría. Se trata de la obra chilena más representada en el mundo, escrita por Ariel Dorfman y publicada en 1990, que refleja las tensiones de la post-dictadura en ese país. Roman Polanski la llevó al cine en 1994. “Mantener la llamita de la memoria va a ayudar siempre. Siempre va a ser bueno”, desliza Margulis, el director, en la entrevista con Página/12 de la que participan también Ferradás y Peña.

El texto de Dorfman es magnífico. No hay una línea que sobre, todo está en su lugar y el misterio se desenvuelve lentamente. “No se necesita nada más que trabajo actoral para hacer esta obra. Todo lo demás sirve para embellecer la historia, hacerla más digerible, reforzar ideas, simplificar cosas o ubicar a los actores en el espacio”, dice Margulis. “Es más fácil trabajar con un texto bien escrito”, sostiene Ferradás, quien interpreta a Paulina, una mujer que está convencida de haberse encontrado con el hombre que la torturó y la violó en el pasado. Ese hombre es el doctor Miranda, el personaje de Horacio Peña, quien aparece un día en la vida de Paulina y de Gerardo (Santamaría). Gerardo Escobar es el marido de la mujer: un abogado que fue convocado para investigar crímenes cometidos en la dictadura de Pinochet.

El autor escribió esta obra luego de que se conocieran las resoluciones de la Comisión Chilena de Verdad y Reconciliación, organismo que en la investigación no incluyó torturas, desapariciones y otras violaciones a los derechos humanos. Solamente casos “irreparables”, como insiste el texto. No fue gratis, para Dorfman, esto de no callarse: su obra no fue bien recibida en Chile. “Hay una herida de la que siempre va a quedar la cicatriz”, reflexiona Margulis, trazando un paralelo con la historia argentina. “La herida podrá cerrar, pero la marca de la cicatriz queda. Nunca más seremos como si eso no hubiera ocurrido. Y está bien que la marca no se vaya.” El director, dramaturgista e investigador es, además, el coordinador del área de teatro del Centro Cultural Haroldo Conti, que está ubicado donde funcionó la ESMA.

El elenco ha girado por el país antes de desembarcar con la propuesta en el Cervantes (Libertad 815). Después de dos funciones para prensa e invitados, mañana se abrirán las puertas para el público. Será en la Sala Orestes Caviglia, de jueves a sábados a las 21.30 y los domingos a las 21. Los actores han visitado Campana, Santo Tomé, Esperanza, Llambí Campbell y Laferrere, entre otras ciudades. En Villa Dolores, Córdoba, les sucedió algo inesperado: un represor presenció una función.

“Nos hemos encontrado con cosas bastante fuertes. En Campana hay un doctor Miranda con prisión domiciliaria por torturador. Tiene el mismo nombre que mi personaje”, cuenta Peña. “Y en Villa Dolores tuvimos en la platea a una ex detenida que parió en el Vesubio. Su hijo es esquizofrénico. Cuatro filas detrás había un represor, que anda suelto por Villa Dolores. Todo el mundo sabe que es un represor. Ojalá supiéramos su nombre para decirlo.”

Las historias brotaban del silencio en cada ciudad donde paraban. “En Esperanza (Santa Fe), una mujer me contó que su hermano fue el primer desaparecido de la ciudad. ‘No sé por qué se lo llevaron’, me decía. ‘Era estudiante secundario, tenía diecisiete años... todavía me pregunto por qué’”, relata Ferradás. Y plantea: “Una obra como ésta tendrían que verla los estudiantes. Es un aporte a la memoria. En determinados lugares, la información sobre esta parte de la historia es una tarea familiar o individual”.

–¿Cómo surgió la idea de trabajar con esta obra?

Marcela Ferradás: –Estaba buscando material para hacer algo con Horacio y, por otro lado, habíamos hablado con Margulis para que él nos dirigiera. Una compañera de italiano me dijo: “Acabo de ver una película, el personaje es para vos”. Ahí recordé: había visto la película, no había leído el libro. Entonces empezó el periplo para encontrar el material, que estaba editado solamente por De la Flor, hasta que lo volvió a editar Página/12. Lo leímos, nos entusiasmamos mucho, me enamoré. Así empezó. Lo presentamos al Cervantes, que lo tomó en producción.

–¿Qué los atrapó del texto y de la película?

M. F.: –La película no me atrapó tanto. Plantea personajes monolíticos. De hecho, no es el texto de la obra. Lo atrapante del material es justamente que está muy bien escrito: a un actor le dan muchas ganas de actuarlo. Los personajes son maravillosos, porque no son planos. Tienen contradicciones. Paulina está con la locura de encontrarse en su propia casa con el que fue su torturador y violador y a la vez que su marido no le crea. Tiene un doble conflicto que la hace más rica como personaje.

Horacio Peña: –La película se concentra más en la parte thriller de la historia. La dictadura latinoamericana está vista con ojos europeos. Es una visión pasteurizada. Obviamente no está mal hecha, los actores son excelentes. El texto de Dorfman es muy atractivo, está muy bien escrito, muy bien planteado. Incluso, tratándose de un tema extraño y doloroso, tiene suspenso. Son tres personajes preciosos. Pipí cucú.

Javier Margulis: –Para la dirección, el texto da todo servido. Te podés meter, profundizar... las contradicciones de los personajes están muy bien armadas durante toda la obra.

–Además de en las contradicciones, la obra se sostiene en la ambigüedad con respecto a las intenciones de los personajes. Al principio, las sospechas de Paulina se basan sólo en la voz del hombre, después en el olor... Y, sin embargo, siempre se le cree.

M. F.: –Después aparecen otros datos. Paulina tiene, además, el conflicto de que su marido va a asumir al frente de una comisión investigadora que no va a juzgar casos como el de ella. Solamente van a juzgar a los tipos que se comprueben que hayan matado. Ese es el periplo de Paulina: ella sigue todavía desaparecida. A lo largo de este día, aparece. Se reencuentra consigo misma. Ni siquiera el marido con la comisión la van a defender. Es duro.

H. P.: –Hará un mes, en los juicios que se están llevando a cabo acá, una persona reconoció a su torturador por la voz. No es una fantasía lo de Dorfman. Las declaraciones de casi todos los detenidos en la Argentina tuvieron que ver con la atención que prestaban a los ruidos. Sabían cuándo venía un guardia y quién era por el ruido que hacía al caminar.

–¿Qué reflexión les despierta la obra con relación a la situación actual en la Argentina?

H. P.: –Marca una distancia respecto de lo que se hizo acá. Por un lado, gracias a los organismos que empujaron durante mucho tiempo, y luego, a un gobierno que se puso al hombro la mochila de los derechos humanos y dijo que esto era cuestión de Estado. Esa es la reflexión que puede dejar esta obra en nuestro país: cuánto se hizo y a partir de qué.

J. M.: –La obra mantiene presente esa parte de nuestra historia. Un tema interesante que toca, que sorprende, es que la violación no fue declarada tortura hasta este año. Era un delito contra la honestidad.

H. P.: –Hay comentarios del estilo “a mí no me torturaron, me violaron”. Siempre la violación es un delito aberrante, pero en esas condiciones claramente entra en el plano de la tortura. Esas cosas son difíciles de tragar. En el libro Putas y guerrilleras, de Miriam Lewin y Olga Wornat, hay una declaración que te pone los pelos de punta, de Pernías, que se casó con una montonera, que dice: “Me enamoré cuando la vi en la parrilla. Entré a la sala de tortura y me enamoré por cómo nos enfrentaba”. Se casó con ella y tiene dos hijos. Luego de leer la obra, me he preguntado seriamente algo: ¿qué pasa si a uno le dicen “tenés permiso para lo que quieras y no te va a pasar nada”? ¿Hasta dónde es capaz de llegar cualquiera de nosotros?

J. M.: –En el doctor Miranda existe, porque es médico, cierta curiosidad científica. El lo dice. A mí no me asaltaría eso para nada: no sería capaz de ninguna manera de llegar a esa situación, salvo que me pongan un chumbo en la cabeza.

–A lo mejor, Peña tuvo que hacerse sí o sí esa pregunta para no terminar condenando al personaje.

H. P.: –Con Javier combinamos de movida que de ninguna manera yo iba a actuar el malo. Hay muchos tipos de estos que están en cana y muchos andan sueltos. En Bahía Blanca acaban de condenar a un profesor a pagarle una indemnización a un colega por escracharlo por su rol como agente en la dictadura. Al tipo lo echaron de la universidad, tiene un juicio académico, tiene que pagar 70 mil mangos, borrar todo lo que puso y pedirle disculpas.

M. F.: –Dejaron libre y no van a procesar a un culpable por los torturados de San Martín. Es tremendo. Todavía tenemos muchos jueces cómplices.

H. P.: –Pero estamos en otro lugar. Se están llevando adelante juicios y se está empezando a juzgar la parte civil. Es fácil decir “son todos los milicos”, pero ellos tienen mandatos civiles. Poner el demonio solamente en un lado no es bueno. Tenemos un material maravilloso y las pruebas han sido hasta ahora maravillosas, la gente termina muy conmovida. Varias personas nos han dicho: “Nos generó contractura ver la obra, nos fuimos tensos”. Y sí: no hay catarsis.

–Una catarsis posible, un deseo que se enciende al leer el texto al menos, es que Paulina mate al doctor Miranda.

H. P.: –Si comprás esto, claro que querés que lo mate. Pero ella está esperando algo que le dice el marido, que es una frase que quizá pase desapercibida: “Nosotros no somos como ellos”. Y es verdad.

–La relación entre ellos refleja la tensión que existía en aquel entonces en Chile, como escribió Dorfman. Parece que era difícil, por aquellos años, plantear una crítica a la Comisión, porque el riesgo para el pueblo estaba latente.

H. P.: –De hecho, Dorfman se va de Chile por la desilusión que tiene, porque la obra fue un fracaso. No obstante, es la obra latinoamericana más representada en todo el mundo. En Chile ahora hay una versión. Por lo menos genera discusión, eso es interesante.

–¿Qué expectativas tienen para el estreno en Buenos Aires?

J. M.: –Los que vengan desprevenidos se van a sorprender y se van a informar. Los que vengan prevenidos saben ya de qué se trata y quieren ver esto. No esperen un paso de comedia en este espectáculo.

H. P.: –Nuestra obra es de un ascetismo interesante. Porque el texto permite que le pongas morbo, que subrayes cosas, pero nuestra puesta no tiene nada de eso.

M. F.: –Creo que en algún momento algún espectador va a cruzar el escenario y se va a ir (risas). Me gustan los materiales que generan eso. Es mejor estar en una punta que en el medio, siempre.

–¿Qué pueden adelantar de la puesta?

J. M.: –Más allá de la puesta, puedo contar lo que ocurre ahora: la otra vez los actores estaban pasando la obra. Y yo decía: “Qué bien que está, cómo creció”. Y ellos me dijeron: “Mirá que estamos tirando letra, no más”. Resiste eso la puesta, porque está fundada en los actores. En su momento subrayamos diálogos a los que prestamos especial atención... pero cuando tiraban letra no hacía falta que subrayaran. Salen los textos como si fueran de ellos, con mucha naturalidad. Así que, sí: es ascética la puesta. Está embellecida, porque tenemos una escenografía muy bonita, luces muy lindas. Esos elementos la hacen más digerible, porque es una hora y media de no parar, sin respiro.

H. P.: –No hay baches de descanso. Desde el principio, Javier dijo que era una obra de actores. La hicimos en espacios muy diferentes: escenarios enormes, teatros enormes, también en escenarios chiquitos donde no teníamos casi espacio para salir al costado. Y en todos lados funciona. Quiere decir que el cuento que estamos contando es lo potente.

–¿Han subrayado en la puesta la cuestión de género? ¿La desigualdad que se plantea en el texto entre el hombre y la mujer? Por ejemplo, Paulina tiene que servirlos a ellos.

M. F.: –Eso me parece más chileno y más de los ’90. La sociedad chilena es más machista que la nuestra. Responde también a una clase: ellos son de clase muy acomodada. Paulina hubiera sido una médica, probablemente: estaba estudiando en la facultad. Después no puede seguir. Para estudiar en Chile tenés que tener dinero. En realidad responde a su clase y a su época. No subrayaría el tema del lugar de la mujer sometida.

–¿Y en cuanto a la violación y su sed de venganza al respecto?

M. F.: –Lo voy a contestar desde otro lugar. Admiro a las Madres y a las Abuelas no sólo por la tenacidad, la lucha y la obstinación, sino porque justamente han tomado el camino de la Justicia y no el de la venganza. Yo era muy joven durante la última dictadura, pero tengo compañeros desaparecidos. Y muchísimas veces en soledad estuve pensando, fantaseando, con venganza sobre Videla, Massera. Eran venganzas personales, por ejemplo: cortarlos con una gillette. Cosas inconfesables. Cortarlos para que se desangraran de a poco. A mí no me agarraron, yo no estuve torturada, chupada, nada... ¿cómo Paulina, con lo que le hicieron, no va a fantasear?

J. M.: –Creo que la conclusión es que hay que construir y reforzar el aparato legal para que estas cosas no ocurran nunca más. Porque existen artimañas para liberar a determinados tipos y acusar a otros inocentes. Paulina está todo el tiempo buscando rearmarse, no es una Madre de Plaza de Mayo.

H. P.: –Lo más grande que tienen las Madres es eso: el dolor de haber perdido un hijo, y en lugar de agarrar un revólver, querer que juzguen a esos tipos. No sé si tenemos claro lo que significa como movimiento del alma.

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Margulis, Peña y Ferradás. La obra llega a Buenos Aires luego de una gira de veinte funciones por el país.
Imagen: Rafael Yohai
 
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