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Domingo, 5 de abril de 2009

CULTURA › UN RELATO SOBRE MALVINAS NARRADO DESDE EL PRESENTE

Las heridas y los muertos como señal de identidad

En Fantasmas de Malvinas, el historiador y cronista Federico Lorenz les pone el cuerpo a las islas para ofrecer un relato de viajes que, interpretando los restos del pasado, se convierte en contracara de la efemérides canónica.

 Por Julián Gorodischer

“¿Se puede volver a un lugar donde nunca se estuvo?”. La primera línea de Fantasmas de Malvinas, de Federico Lorenz, anuncia una prosa libre de barniz didáctico, no alcanzada por la efemérides que se cumplió el jueves (ocasión siempre proclive para canonizar sucesos o personajes). Este cronista que vuelve no está legitimado por la experiencia del ex combatiente, pero pretende para sí su pasión al narrar. Tendrá que poner el cuerpo en presente a riesgo de pasar por anacrónico. Será arqueólogo desafiado a emocionarse con los restos perdidos de una guerra. “Viajar es volver a aquellas luchas”, dice, sin haber peleado. El relato sobre Malvinas, entonces, se enrarece; desconoce la frontera del pasado; vincula lo real y lo imaginario, arrojándonos a un agujero en el tiempo en el que las luchas siguen ocurriendo incluso en el banal encuentro del cronista con el empleado inglés de aduanas. En ese contexto, el no ex combatiente podrá ser “tocado” por su objeto.

Yo, Malvinas

Fantasmas de Malvinas logra remover la solemnidad que acompaña al “tratamiento de suceso histórico”. Al llegar al aeropuerto, el cronista–intérprete inaugura el tono que mantendrá hasta la vuelta: multiasociativo, tendiente a cargar de varias capas de sentido a objetos y sucesos. Lo que está en foco no es lo extraordinario sino lo cotidiano del viaje. Le sellan el pasaporte y lo invaden emociones contradictorias. Lo burocrático se dramatiza: no hay territorio libre de sentido.

En el deseo de sentir se plasma la rebelión al tono hegemónico para recordar (el testimonio colectivo). Se logra individualizar una voz protagónica extemporánea, ajena, secundaria en relación con el conflicto en sí. No recuerda ni revive sino que siente, mira, interpreta.

“No quiero hacer el camino de todos sino encontrarme con los muertos solo”, expresa. Este “relato de viajes” no ancla en los nudos; los concibe, en cambio, como la zona en que se cristalizan la distorsión y el reduccionismo históricos; entonces la mirada se lateraliza; el relato se torna digresivo. El suceso histórico habilita una red asociativa; si una conmemoración se nutre del discurso asertivo, aquí no se intenta reponer un sentido instituido sino, apenas, incentivar el libre tránsito de ideas y percepciones. El cronista es un médium: se refunda de testigo a intérprete; la intención no es revelar sino hacer resonar, actualizar para identificar más la huella en la identidad colectiva que la trastienda de la batalla pasada.

¡Presente!

En realidad podría leerse a Fantasmas de Malvinas como una reflexión metodológica sobre la crónica y la inevitabilidad del fracaso que conlleva: el fracaso como destino del género. Se trata de una reconstrucción imposible basada en un anhelo ingenuo: aprehender “lo real”. El cronista lo lleva a su extremo: debe buscar 27 años después “una verdad” diluida entre el recambio de versiones y distorsiones. Se habilita una zona fantástica para narrar la realidad: así como el Nuevo Periodismo le debe su génesis a la novela de ficción realista, aquí influye la gótica. Entre los personajes, hay fantasmas: muertos corporizados en caballos, una casa que se devoró a los soldados. No se presentan como leyenda o memoria oral sino como impresiones dadas por la vivencia.

“Esa noche no conté nada. La gente ya no cree. Además, aún tengo en la cabeza esa tropilla fantasma que vino de la nada, esos ojos, tan humanos, mirándome intensamente, agradecidos de que alguien pensara un segundo en ellos, los muertos, enterrados para siempre allí, tan lejos de su pueblo que no sabe cómo recordarlos.” La clave gótica saca al lector de territorio; homologa el imaginario del que mira (singularizado, ya no concebido como representación colectiva) con el inventario de objetos exhibidos en museos y encontrados en el monte Longdon. El cronista es, él mismo, el territorio. En él se condensa el sentido. Esta nueva posición cambia la dirección del recorrido de la crónica: no es el cronista el que se dirige hacia lo real en un tránsito surcado por obstáculos sino el que, menos vehemente, se deja trasvasar por el sentido, a partir del andar errático que no discrimina fuentes más jerárquicas que otras (una compra, un trámite, una visita al cementerio o al museo...).

Crítica cultural

El libro de Lorenz trasciende a Malvinas en la medida en que convierte en reflexión nuestro modo de relacionarnos con el pasado y con el presente. Sus preguntas van más allá del suceso puntual y nos llevan a cuestionarnos qué consumimos en los museos y cómo articulamos nuestros saberes sobre el mundo. Explicita las dificultades de la concreción exitosa de la crónica, y pone en cuestión el modo en que nos acercamos a lo real, cómo conocemos, qué verdades asumimos como relatos oficiales.

La descripción de “Bunker argentino” (una instalación de una trinchera exhibida en el museo de Stanley) ayuda a cuestionar el objetivismo que rige la investigación periodística clásica. En este punto, el relato se hace reflexión metodológica: la verdad es la apropiación simbólica de los vencedores. La interpretación de la documentación y los testimonios es modificada por la idea que tengo (yo cronista) de cómo me miran.

Incluso la carta de un soldado (Julio Cao) es un objeto presente del pasado en tanto sirve como excusa para repensar el modo en que fue interpretada incluso por la resistencia a los militares. “A ver si piensan que estamos con los milicos”, justifica “una maestra y antigua militante de Suteba” al revelar sus dudas sobre si reivindicar o no la carta de Julio, que, entre otras cosas, dice: “Me encuentro cumpliendo mi deber de soldado”.

La batalla es por la dominación del sentido; los fantasmas que recurrentemente hacen apariciones en el texto no son un toque de romantización sino el clímax: hay que hacer hablar a lo que ya no tiene voz, o a lo que jamás la tuvo. Para que el énfasis esté no en el acontecimiento del pasado sino en las imágenes actuales del mismo. ¿Por qué nadie se había hecho preguntas sobre la invasión turística a Malvinas? ¿Tan difícil es desplazarse a lo actual, reconectarse con la mirada y la curiosidad genuinos, vencer ese espacio que exige homenajes emotivos?

Contingentes

Hay grupos de turistas de camperas naranjas fluorescentes donde debería haber soldados o cadáveres. La crónica no está atada al tema que la motiva; es –derivado de la naturaleza asociativa del cronista– rebelde a su propia premisa-guía. De ese modo, entrando y saliendo, empapándose y apartándose de lo real concreto, se enhebra un relato no anacrónico aunque a base de restos arqueológicos.

“En la cresta del Longdon hay una cruz y una placa, con un libro de visitas.” “Un camarógrafo argentino se cuelga del monumento con la camiseta de la Selección nacional, para sacarse una foto; desentona tanto con el lugar que él mismo se da cuenta y termina pronto.”

Es otra forma de apropiarse del sentido: ponerlo a jugar a favor de la industria globalizada que organiza el conocimiento del mundo. ¿Cómo no pensar a Malvinas, contemporáneamente, desde su constitución como objeto de consumo masivo, al que aportan no sólo el relato de la gesta de sus héroes sino los relatos de fantasmas y aparecidos? “Prefiero la compañía de los fantasmas, que ahora me rodean mientras cumplo el encargo de salvador frente a la tumba de su hijo.” “Los fantasmas, a diferencia de las prisiones del dolor, no obligan a nada.”

Otra vez, la errancia. No hay brújula que oriente la dirección del que mira. La prioridad es sentir, ofrendarse ante el dolor de los demás; realizar encargos para adquirir el protagonismo que no ofrece la condición de no-sobreviviente de Malvinas. Poniendo el cuerpo –se supone– se rehumaniza el discurso; se le asigna una voz y un rostro actuales menos atados a la historia del pasado que a lo que expresa un cuerpo presente.

Y, sin embargo, son siempre mayores los límites que las posibilidades. Lo real se disfraza, se esconde detrás de estereotipos y postales que simplifican el pasado y el presente. Incluso quien visita un territorio con afán de interpretar (el cronista) termina sometido a los rituales ordenadores del sentido: la postal y el souvenir. “A este paso van a quedar las rocas peladas”, hacen siempre el mismo chiste los empleados ingleses. No hay zona libre de conflicto. El souvenir da prueba de que se estuvo ahí, prolonga el recuerdo del territorio, protege la anécdota de un carácter ficcional, califica la misión como exitosa. “Tierra de las posiciones y el cementerio. Pequeños panes de turba. Rocas de los cerros. Arena de las playas.” Para el que se lleva “el recuerdo de lo vivido”, la barrera de la empleada de la aduana deberá sortearse sí o sí: “No sea ortiba, que es tierra del pozo. ¡Que hay mierda y sangre mías ahí!”.

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Las islas que narra Federico Lorenz iluminan una zona desconocida, ajena a los relatos de trinchera.
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