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Miércoles, 31 de octubre de 2012

CULTURA › ARRANCA UNA NUEVA EDICIóN DE LA FERIA DEL LIBRO ANTIGUO

“La restauración es un acto de respeto por la historia”

El librero Lucio Aquilanti y la restauradora y encuadernadora Sol Rébora dan rienda suelta a sus pasiones y cuentan por qué la feria es algo más que un mero acto de adoración a objetos con varios años en el lomo. La edición 2012 promete varios volúmenes exquisitos.

 Por Silvina Friera

El sortilegio del libro impreso se impone con una sensación próxima a la euforia entre libreros anticuarios, bibliófilos, coleccionistas, restauradores y encuadernadores. ¿Será esta euforia una versión sofisticada del espesor y la densidad de lo viejo que deviene novedad, pero con una luz que eclipsa la amnesia y repone un carácter vital allí donde los cajoncitos de la mente profetizaban la muerte inminente del papel? Más allá de conjeturas y especulaciones, las mesas de veinte expositores están servidas en el salón Alfredo Bravo del Ministerio de Educación de la Nación. La VIII Feria del Libro Antiguo que comienza hoy, organizada por la Alada (Asociación de Libreros Anticuarios de la Argentina), despliega más de 2000 ejemplares de ediciones raras, exquisitas, de una belleza única en su prodigiosa originalidad: textos del siglo XV hasta de las vanguardias artísticas y literarias de principios del XX; grabados, mapas, fotografías antiguas y afiches, entre otras piezas. La variedad de estos tesoros es apta hasta para el más frágil corazón de fetichistas contumaces. Lectores más o menos anómalos darán rienda suelta a sus excentricidades en el preciso instante en que se crucen con las primeras ediciones de Cuaderno de San Martín, de Borges (1929); El pozo, de Juan Carlos Onetti (1939); Rayuela, de Julio Cortázar (1963), o con los ejemplares de Extracción de la piedra de la locura (1968), autografiado por su autora, Alejandra Pizarnik; y esa especie de delicatessen que es la plaquette Poemas del Romancero Gitano, de Federico García Lorca (1958), con témperas de Rafael Alberti, por mencionar apenas una ínfima muestra del menú literario disponible en esta edición.

Escenas de un pasado remoto se agolpan en las mentes del librero Lucio Aquilanti –dueño de la librería Fernández Blanco– y la restauradora y encuadernadora Sol Rébora. “Mi despertar al libro antiguo es fácilmente explicable: mi padre fue mi maestro, ¡un gran librero!”, subraya Aquilanti. “Aunque no heredé la librería familiarmente, fue él quien encendió en mí ese amor por el libro antiguo. No puedo olvidar una escena, en el living de mi casa. Habíamos recibido en nuestro domicilio un lote de preciosos e importantes libros antiguos, viajeros a la Patagonia, maravillas de los siglos XVII y XVIII. Yo no tendría más de diez años. Lo vi a papá abrir los paquetes. Luego tomó los libros con dulzura. Casi sonreía e imperceptiblemente agrandaba los ojos. Abrió los libros por la mitad y los olió como si fueran flores y acarició el papel con un gesto decidido y suave. Eso fue inolvidable para mí. Así yo lo vivo hoy, del mismo modo. También mi madre, Susana Durrant, siguió los pasos y es una excelente librera.”

En la librería Fernández Blanco los recuerdos brillan, como si el paso del tiempo iluminara con más intensidad la genealogía de dos pasiones amorosas enlazadas. Rébora, responsable del Estudio Rébora junto con su hermana Guadalupe desde 1998, empezó su aprendizaje en el mundo de la encuadernación en la escuela secundaria Fernando Fader. “Los primeros trabajos vienen de la mano de mi tía, la librera anticuaria Mireya de Pardo; ella comenzó a darme algunos libros y luego mi primo, Ricardo Pardo, especialista en platería y libros, me dio un trabajo, una extensa colección del Martín Fierro que encuaderné”, repasa sus primeras incursiones. “Después apareció en mi camino, casi diría por destino, César Palui, quien era en ese entonces el presidente de la Sociedad de Bibliófilos, y quien tenía, junto a Ernesto Lowenstein, la editorial de libros para bibliófilos Dos Amigos. Yo tenía 18 años y comencé a hacer las cajas para sus ediciones. César me mostró uno de los libros más importantes de la encuadernación francesa, La Reliure Art Nouveau-Art Déco, y me enamoré del arte de la encuadernación. Este es un trabajo que reúne las artes plásticas y la artesanía, dos oficios que yo venía aprendiendo y a los que me dedico desde muy chica, con mis padres artistas plásticos y un hogar rodeado de arte.”

Las manos de Sol hablan, bucean en la memoria de una lengua íntima y cálida que no se extingue en el pasado. “He tenido en mis manos libros increíblemente hermosos, como los de la Sociedad de Bibliófilos, primeras ediciones de Borges firmadas y dedicadas por él, la primera edición del Martín Fierro; vale aclarar que sólo le hice una caja porque no debe tocarse el estado original. Siempre fui muy respetuosa de los libros y consciente de mis posibilidades como encuadernadora. Cada uno de los primeros trabajos que hice los recuerdo como importante.” La encuadernadora y restauradora parece refrendar que el sufrimiento forma parte de la emoción y del goce. Muchos de los trabajos que hizo fueron a pedido del librero Alberto Casares, presidente de Alada. “Hasta que Alberto no decía ‘quedó muy bien’, el dolor de panza con el que llegaba a su librería no se me iba. Alberto fue un gran maestro también en mis primeros años”, agrega Rébora. El mayor desafío que enfrentó en el oficio fue la encuadernación de Sermones, de Gabriel Varelete, que se exhibe en esta edición de la feria.

Aquilanti advierte que es complejo definir el concepto “libro antiguo”. “Son libros que necesariamente tienen que tener unos cuantos años, claro, pero lo más importante no es la edad, sino la rareza de los ejemplares –me refiero a la escasez–, la belleza de las ediciones, de las encuadernaciones, tiradas cortas, papeles especiales, las ilustraciones, dedicatorias; libros intervenidos por sus autores o por los artistas que los ilustran, y libros de colección, que algunas veces no reúnen casi ninguna de esas condiciones. Quizá lo fundamental, lo que unifica el criterio para definir al libro antiguo, es que el libro sea escaso.” Infatigables cazadores de perlas extraviadas en archivos o bibliotecas privadas, los libreros anticuarios acopian un puñado de inconmensurables deleites. Aquilanti, por ejemplo, no puede evitar poner en primer plano el hecho de haber tenido un importante incunable rioplatense de las misiones jesuíticas: Manuale ad usum Patrum Societatis, del sacerdote Paulo Restivo, publicado en Loreto, Misiones, en 1721. “Me llevó años de investigación y algunos viajes hasta encontrarle el mejor destinatario posible”, confiesa. “También me dio satisfacción haber formado grandes colecciones para mí o para bibliófilos. Pero eso no importa tanto como la posibilidad de vivir cotidianamente rodeado de libros y belleza.” En el anecdotario del oficio hay más, mucho más. “Una vez visité una biblioteca para adquirirla. Me había llamado una señora, Teresa Lahr, y me había dicho que fuera a tal dirección; allí me recibiría su hija, Margarita, para mostrarme los libros que habían sido de su abuela, una conocida librera anticuaria ya fallecida. Concurrí al lugar y al entrar me enamoré, no precisamente de la biblioteca. Hoy aquella señora que vendía los libros es mi suegra, y su hija, mi esposa.”

Rébora plantea que los oficios de librero anticuario y encuadernador son complementarios. “El librero necesita cuidar el libro, y el encuadernador recompone ese objeto y le devuelve un buen estado y una ‘casa’ nueva donde prolongar su vida”, explica. “El problema con el que nos encontramos –y debemos buscar una solución– es el valor del libro y el valor de la encuadernación. Cada libro merece una encuadernación-caja adecuada a su edición y a su valor, pero el librero debe cuidar la relación inversión-venta. Para el coleccionista es distinto: aquel que le gusta encuadernar, se preocupa por esa relación de costos, pero es pura inversión y le da placer ver sus libros con bellas encuadernaciones o cajas en su biblioteca. En ambos casos, es muy interesante el trabajo de pensar juntos qué hacer con ese libro: si habría que hacerle caja o encuadernarlo. Y en el mejor de los casos, pensar en el diseño de esa encuadernación-caja para que se pueda crear un objeto único y conformar un todo desde la encuadernación al libro; conectar los elementos que el libro trae desde su edición, los rastros que ha dejado el tiempo y la historia que trae ese objeto.”

En un mundo donde todo se descarta fácilmente, ¿qué significa preservar y restaurar un libro? “El libro es un objeto realmente maravilloso, lleva grabado conocimiento; en él puede quedar la historia de una familia o de una persona de un modo muy particular”, pondera Rébora. “Los libros valiosos por su edición son aún más valorados cuando llevan rastros de momentos históricos inigualables, como dedicatorias, dibujos hechos por el autor; ejemplares que aparecen con cartas en su interior... Creo que lo más importante al restaurar un libro es cuidar que los elementos que delatan el paso del tiempo sean claros, no intervenirlo más de lo necesario, pero fortalecerlo para prolongarle su estadía en este mundo. Deben quedar en evidencia cuáles son los elementos nuevos y cuáles los antiguos, para que si en 300 años alguien necesita estudiar ese objeto, pueda reconocer los componentes y entender su proceso de vida. Restaurar un libro puede significar realmente un acto de amor y de respeto por la historia.”

Si los lectores añoran algún libro perdido, ¿qué libros “perdidos” serán objeto de cierta nostalgia por parte de los libreros anticuarios? “No recuerdo haber perdido nunca un libro”, afirma el dueño de la librería. “Sólo he dejado huecos en mi biblioteca cuando decidí regalar alguno. ¡Hasta ahora no me he arrepentido de hacerlo! Sí perdí hace poco la posibilidad de comprar un libro en un remate en Suecia, Negro el 10 de Julio Cortázar, un libro que busco desde hace 25 años, y sólo tengo 43”, aclara. “Me enteré tarde del remate. Se vendió a muy buen precio. Todavía lo sufro. Y hablo de sufrir li-te-ral-men-te.” Aquilanti destaca que la Feria del Libro Antiguo era una deuda pendiente por estos pagos. “Casi todas las ciudades más importantes la tienen –Londres, París, Nueva York, Milán, Madrid– y Buenos Aires no la tenía. Ahora, desde hace ocho años, la tiene. Buenos Aires es única en Latinoamérica en cuanto a cantidad de librerías por habitante. Tenemos una magnífica tradición de librerías anticuarias y de viejo. La Feria es una fiesta en donde nos reunimos todos los amantes del libro: coleccionistas y libreros de todo tipo, investigadores, encuadernadores, artistas. ¡También es un lugar ideal para iniciarse en este mundo! Los libros son de todos y de nadie. Sólo hay que acercarse, mirar, aprender, disfrutar. Si compra alguno, se lo llevará a su casa; entonces lo leerá, lo cuidará, lo atesorará y lo atenderá. Es todo lo que el libro le pedirá a cambio.”

A modo de epílogo, Aquilanti paladea y comparte un momento muy especial. “Un día llegó un colegio a visitar la feria. Todos chicos de sexto o séptimo grado. Entraron a mi stand, tocaron todo lo que pudieron y preguntaron mucho. Al retirarse hacia otro stand, uno quedó rezagado. Observaba detenidamente algunos libros y me echaba rápidas miradas. Me acerqué y le pregunté si le gustaban los libros. Me miró tranquilamente y asintió con la cabeza. Saqué una tarjeta de mi bolsillo y se la entregué. ‘Cuando seas grande, vení a verme’, le dije. Viene cada tanto. Debe tener dieciocho años y ya está comprando libros.” En las vísperas de una fiesta que se extenderá hasta el próximo sábado, es posible soñar con la metamorfosis de puñado de “rezagados” que serán los libreros anticuarios del mañana.

* Hasta el 3 de noviembre, en el Salón Alfredo Bravo (Montevideo 950), con entrada libre y gratuita.

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“Buenos Aires es única en Latinoamérica, tenemos una magnífica tradición de librerías anticuarias y de viejo.”
Imagen: Guadalupe Lombardo
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