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Viernes, 15 de enero de 2010

OPINIóN

Ranas fritas

 Por Mauricio Kartun *

Como un ritual. Como quien come cada 29 su plato de ñoquis con el billetito abajo y piensa “llegamos de nuevo”, así cada año de las últimas décadas leo a fin de temporada con temor protocolar la nueva programación del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires. Repetir el rito suele darles alguna tregua a mis pensamientos obsesivo–compulsivos sobre el destino trágico que acecha a las instituciones culturales en este país. Abro el diario cada vez y leo la nueva grilla cumpliendo rigurosamente los pasos: no dejo jamás de putear con algunos títulos elegidos. Ni con algunos flanes que no aprecio y siempre están allí mojando la galletita. Cabeceo con nobleza algunos aciertos, miro los números, comparo; doblo el diario más tranquilo y pienso como cualquier vecino sobre el mantel de hule: “llegamos de nuevo”, todo sigue en su lugar.

Este año los ñoquis me partieron el estómago.

Cuando el Bicentenario hacía pensar que aunque fuese por fórmula este año pondrían por lo menos lo mismo. Cuando el cincuenta aniversario del Teatro San Martín permitía conjeturar que incluso esta vez tirarían unos cachos más de carne al asador, lo temido sucedió: llegó el hachazo sobre la cantidad de espectáculos.

Si ahora es así en los cumpleaños, no me lo quiero imaginar al velorio.

Menos obras, presupuestos resignados y hasta un espacio sustraído al teatro para adicionárselo al tango. Lo que a tono con la inequívoca vocación del ministro y la ubicación de la sala no significa otra cosa –digámoslo– que restársela a Cultura y sumársela a Turismo aprovechando el mismo presupuesto: un milagro o una piolada, según quiera verse.

De nada sirvieron en la conferencia de prensa los eufemismos: a nadie podían convencer los beneplácitos por haber recuperado la temporada de verano (que al fin y al cabo nunca estuvo muy perdida), y ningún ingenuo dejó de ver que no se trataba de otra cosa que de reubicar algún espectáculo que por falta de presupuesto habían dejado colgado en 2009: ese viejo clásico de taparte los hombros con el cacho de frazada que les sacaste a los pies.

No fue serio escuchar tampoco eso de “este año tuvimos problemas, pero los artistas pusieron el hombro...” Vamos: los artistas no pusieron el hombro. Reclamaron a los gritos por sus contratos y hablaron con el público tras las funciones, con lo que consiguieron a duras penas que la tesorería pague con enorme atraso sus deudas. Pero no les pagaron por la colaboración prestada, les pagaron por las puteadas proferidas.

Pero el verdadero sobresalto, la escena temida; lo que me empuja al fin y al cabo a escribir esta nota en la noche sin saber muy bien para qué ni para quién, llegó al rato cuando Kive Staiff, el hombre que con dientes y uñas –se sabe– ha peleado los presupuestos de ese teatro durante 29 temporadas, el que con probada eficacia negoció y hasta doblegó alguna vez a los chiítas economicistas de la gran tesorería, mencionó sin sordina la ruinosa novedad: “No tenemos la misma capacidad de producción de diez o veinte años atrás. Los tiempos y los números son otros”.

Entendámonos: diez o veinte años es aquí una fórmula elegante y generalizadora: esto no es de ahora, no me lo miren con asco acá al ministro. Una fórmula elusiva. Es cierto que la presión de la olla viene desde hace tiempo, qué duda. Pero que la tapa salte hoy, que ya no la contengan, no es un hecho azaroso. Y que se lo blanquee en esta conferencia de prensa no es simbólico. No: los tiempos y los números son otros que hace veinte años, claro, pero no desde hace veinte años sino desde hace dos. Desde que el dirigente deportivo Mauricio Macri asumió la jefatura de gobierno de la CABA. No hay que ser demasiado lince para ver que a las necesidades del teatro y a la de los hechos culturales menos masivos el PRO se los pasa por partes innobles –que las tiene– al ritmo machacón de “We will rock you”.

No hay una sola razón juiciosa para justificarlo. Nada –salvo las ideas de los administradores– han cambiado este año en relación con otros para justificar la jibarada ni el desguace. Las salas del complejo pasaron durante su historia por las mismas crisis que todo el país sin que sus presupuestos se tocaran de manera dramática (y si hay algo que nos ha sobrado en el país, convengamos, son crisis). El globo de ensayo fue lanzado. No es simbólico, insisto, el valor de la declaración. Hoy le sacan un puñado de espectáculos y una sala: nadie reacciona y en un par de años más nos cortan todo por la mitad. Y le sirven al director entrante en el 2012 la excusa emblemática criolla: Y... es lo que nos dejaron.

Aceptar resignadamente este declarado achique es aceptar cada uno de los que le irán montando ahora encima de aquí en más. Es aceptar la pérdida de lugares de trabajo con que amenaza a sus artistas y a sus técnicos. Y la merma de actividad cultural que le sustrae a su público. Así tal cual fue como entró en el barro el Teatro Nacional Cervantes hace años. Y todavía no han podido desenterrarlo.

Me dio algún pavor el silencio del medio. Nuestro silencio.

El ejemplo se ha repetido otras veces pero no hay ninguno más gráfico: tirás una rana en aceite hirviendo y escapa de un salto. La metés en aceite tibio, le prendés el fuego bajito y cuando se aviva está frita. No quiero hacer acá de Lilito apocalíptico, pero si aceptamos hoy el eufemismo de “los números son otros” no aullemos en un par de años cuando empecemos a crepitar.

* Dramaturgo.

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