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Domingo, 9 de mayo de 2010

EL FENóMENO DE LOS MASH-UPS LITERARIOS

El día que Jane Austen se topó con el mundo zombie

Lo que fue una afiebrada idea en una editorial pequeña amenaza convertirse en fenómeno mundial: a la manera de los “mezcladores” musicales, escritores como Seth Grahame-Smith se lanzan a la aventura de mezclar textos clásicos con la cultura bizarra.

 Por Facundo García

Desde que la idea de meterles monstruos a los clásicos precipitó en el best-seller Orgullo y prejuicio y zombies, el éxito de los collages o mash-ups literarios no paró de crecer. El padre de la bestia, Seth Grahame-Smith, apeló a una fórmula sencilla: tomar una obra prestigiosa y agregarle temas o personajes de moda. Así es como las librerías han visto llegar mutaciones como Androide Karenina y El Lazarillo de Thormes Z; muestras de una plaga que ya se extendió a los libros de historia y de autoayuda (¿existe un título más temible que El arte de la guerra contra la gordura?). Como si no fuera suficiente, la infección amaga con seguir expandiéndose hacia otras esferas. En efecto, nadie puede asegurar que estas mismas páginas estén libres de amenaza, por lo que será mejor contar cómo ocurrió todo antes de que sea tarde.

El fenómeno empezó cuando al director creativo de la editorial de medio pelo Quirk Books, Jason Rekulak, se le ocurrió mezclar obras que estaban en el dominio público con los personajes que pululan por los foros de Internet. El experimento admitía, por ejemplo, cruces entre Crimen y castigo y los duelos de ninjas, o una reescritura de Romeo y Julieta en clave sadomasoquista. Entonces sonó el teléfono en casa de Grahame-Smith, un escritor treintañero y free lance que escuchó perplejo la propuesta. La tarea que Rekulak le encomendó fue añadirle “acción” a una novela de Jane Austen. Manteniendo el original “en un ochenta y cinco por ciento”, el proyecto derivó en el primer borrador de Orgullo y prejuicio y zombies. El volantazo fue dramático. Si el relato de 1813 arrancaba sentenciando que “es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”; la versión de Grahame-Smith se despachó con “es una verdad universalmente reconocida que un zombie que tiene cerebro necesita más cerebros”. En todo caso, cada quien elegiría su opción favorita.

El texto se publicó a principios del 2009, sin demasiadas expectativas. Claro que una vez que la imagen de la tapa del libro empezó a circular por la red se vino el huracán. Para abril, OPZ ya estaba entre los tres lanzamientos más vendidos según la lista que publica The New York Times, y la demanda se disparó en Amazon. El acto de destrozar la solemnidad de los consagrados estaba oficialmente de moda. Meses antes, el sobrino-bisnieto de Bram Stoker, Dacre, se había basado en las notas que dejó su antepasado y –con ayuda de Ian Holt– le había dado forma a Drácula, the Undead (“Drácula, el no muerto”), donde el conde de Transilvania volvía para hacer de las suyas. Ahora el mix de códigos decimonónicos à la Austen y el olfato comercial con toques feministas de Grahame-Smith derivaba en escenas como ésta: “El segundo innombrable era una dama (...) Echó a correr hacia Elizabeth, agitando torpemente en el aire sus dedos como garras. Elizabeth se levantó la falda, prescindiendo de todo recato, y le asestó rápidamente una patada en la cabeza, que estalló en una nube de fragmentos de piel y huesos”.

De Orgullo y prejuicio y zombies ya se anunció un videojuego, una versión en comic y una película protagonizada por Natalie Portman y dirigida por David O. Russell. Eso es plata, así que una multitud de autores y editores se pusieron a ver cómo hacían para subirse a la ola. Lo primero fue hacer una precuela –Dawn of the Dreadful, traducible como “El amanecer de los espantos”– que contaría las contingencias que habían sufrido previamente los personajes de Austen/Grahame-Smith. Mientras, ya estaban en la incubadora engendros como Robin Hood y el Fraile Tuck, los matazombies, La Reina Victoria, cazadora de demonios, Las aventuras de Huckleberry Finn y Zombie Jim y Alicia en el País de los Zombies. La fila seguía. En España se esperaba que héroes como el capitán Alatriste, de Pérez-Reverte, se decidieran a machacar ingleses en estado de putrefacción avanzada; pero fue El Lazarillo de Tormes el que regresó aggiornado como “uno de los mejores cazadores de muertos vivos del Imperio”.

En tanto, Grahame-Smith seguía llenándose los bolsillos y subía la apuesta. Esta vez iba a meterse con la historia. Abraham Lincoln, cazador de vampiros se basa en “diarios secretos” en los que el decimosexto presidente de EE.UU. recuerda cómo juró vengar la muerte de su madre en manos de “los chupasangre”, y cómo descubrió que la verdadera finalidad de los que defendían la esclavitud durante la Guerra de Secesión no era usar a los negros para el trabajo en las plantaciones, sino hincarles el diente y utilizarlos como snacks. En realidad el argumento no era un canto a la originalidad, y sin embargo aterrizó en las librerías en el instante preciso. Ficciones distópicas como La conjura contra América, de Philip Roth (2004), o La carretera, de Cormac McCarty (2006), habían sido exitazos que prepararon el terreno. Fue Quentin Tarantino el que terminó de inclinar la balanza con una obra maestra que también jugaba a fantasear con los hechos históricos, Bastardos sin gloria. Coqueteando con la intertextualidad y citando films tan poco vistos como To be or not to be (Ernst Lubitsch, 1942), el director parecía guiñarles un ojo a los que andaban con ganas de “tunear” lo políticamente correcto. Y no fue sólo Grahame-Smith el que entendió que era hora de ponerles todas las fichas a estas “reinvenciones”. Ni lerdo ni perezoso, el propio Tim Burton anunció que le interesaba llevar al celuloide al Lincoln 2.0, y el estreno se espera para el año que viene.

¿Adónde llegará la invasión pulp? En épocas en que el pop se muerde la cola, es difícil anticiparlo. Acaso ya haya contaminado todo sin que nadie se diera cuenta. Por las dudas, el escritor y patafísico Rafael Cippolini advierte que la peste venía asomándose en el género porno desde hace rato. La distribución de Las Tortugas Pinjas, dirigida por Víctor Maytland en 1990, debería haber servido de advertencia. Porque –como escribe el analista en su blog Cippodromo– “el porno se monta (perdón por la facilidad de esta figura) sobre todo éxito para enseñar las mecánicas ridículas de su desnudez”. Después de todo, ¿qué es más seguro para un editor que imitar al cine de culos y tetas, tomando una pieza reputada y añadiéndole pizcas de mitología contemporánea para atraer nuevos lectores? Ironía hacia los clásicos. Ironía hacia lo antes intocable y hacia lo que causaba miedo. Lo incuestionable no resiste la radiografía de sus propios mecanismos narrativos. Hasta las versiones del pasado que se enseñan en la escuela pueden interpretarse como best sellers, y como tales están ahí, exhibiendo su hermosa yugular, esperando a que llegue la pluma que las infecte y les dé sobrevida. ¿Devorará la fantasía clase B a los cánones estéticos o –lo que es más inquietante– la memoria colectiva? Aquí no queda lugar para arriesgar una respuesta.

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La delirante idea se extendió a toda una industria que abarca al cine, el comic y los videojuegos.
 
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