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Martes, 30 de noviembre de 2010

A LOS 95 AñOS, SE SUICIDó EL DIRECTOR ITALIANO MARIO MONICELLI

Un salto al vacío que nadie esperaba

Inventor de la commedia all’italiana, responsable de clásicos como Los desconocidos de siempre y Un burgués pequeño, pequeño estaba artística y públicamente activo. Se le había descubierto un cáncer de próstata: se lanzó desde su cuarto de hospital.

 Por Horacio Bernades

Como si hubiera querido reescribir a último momento El difunto Matías Pascal, de la cual dirigió una versión en los ’80, en lugar de fingir su suicidio para seguir viviendo –como el personaje de Pirandello– Mario Monicelli fingió durante toda su vida ser el más improbable candidato al suicidio, para terminar tirándose por la ventana en una noche romana. A los 95, hacía rato que el autor de Los desconocidos de siempre bromeaba con la edad y la muerte, como corresponde a quien en buena parte de su vida supo reírse de cosas bastante más pasajeras. Cuando todo parecía encaminarlo a una muerte calma y dichosa, el hombre que supo disfrutar de la vida como toscano de pura cepa decidió no seguir esperando, y se tiró. Lo hizo desde una ventana del cuarto piso del hospital San Giovanni, donde estaba internado por un cáncer de próstata. ¿Fue el golpe de tragedia de un especialista en la comedia o una última broma amarga, al estilo de los protagonistas de Amigos míos? En cualquier caso corresponde despedirlo entre chistes y risotadas, como hacían los amici con el amico muerto en aquella película de los ’70.

Más llama la atención su extemporánea decisión final, teniendo en cuenta que este inventor de la commedia all’italiana no estaba retirado. Cuando vino al Festival de Mar del Plata, hace tres años, no fue como guardián de su propio museo sino como cineasta en activo, trayendo un corto recién filmado. Filmado, para más datos, como lo hacen los jóvenes: con una camarita digital y en las calles de su barrio romano, sin guión ni nada. El año pasado se hizo presente en el Festival de Venecia y el anterior había estado en San Sebastián, acompañando una retrospectiva completa de su carrera, que abarcaba desde las primeras comedias codirigidas con Steno hasta las últimas. Una de éstas, su última de ficción, fue también la postrera en conocerse en Argentina, después de años de desaparición de la cartelera local: La rosa del desierto, de 2006, estrenada aquí en 2009.

Tampoco estaba retirado de la vida pública: pocos meses atrás produjo un revuelo en Italia al reaccionar airadamente contra los recortes berlusconianos en la cultura. Genio y figura de quien desde joven supo aunar las risas con el compromiso: ver no sólo la dorada Los compañeros, sino también esa ferocidad llamada Un burgués pequeño pequeño y la francamente política Vogliamo i colonnelli, también de los ‘70. Ganador en tres ocasiones del Oso de Plata en Berlín, de un León de Oro en Venecia y tres nominaciones al Oscar (por Los desconocidos..., La gran guerra y La ragazza con la pistola), la gloria de este toscano de Viareggio reside en su condición de nombre mayor –junto con Dino Risi, una inolvidable camada de capocómicos y un escuadrón de brillantes guionistas– de un género que ayudó a fundar.

Heredero a la distancia de la commedia dell’arte y la picaresca, encarnación quintaesencial de la lúdica corrosividad italiana, Monicelli dirigió un corto y un mediometraje a los 19 y 20 años, interrumpió su vocación temprana gracias al fascismo y la guerra y la retomó tras la caída del Duce. A fines de los ’40 se alió en la dirección con Stefano Vanzina (Steno) y en la escritura de guiones con Angenore Incroci (que firmaba Age), Furio Scarpelli, Ruggero Maccari, Sergio Amidei y Ennio Flaiano. La crema misma de esa suma de observación, irrisión y corrosión que pasaría a conocerse como commedia all’italiana. Completada, claro, con las presencias insustituibles de Totò, Fabrizi, Sordi, Mastroianni, Gassman, Tognazzi e tutti gli altri.

El Monicelli esencial va de Los desconocidos de siempre (1958) a Un burgués pequeño pequeño (1977), incluyendo clásicos inoxidables como La gran guerra (1959), Los compañeros (1963), La Armada Brancaleone (1966), Brancaleone en las Cruzadas (1970), Amigos míos (1975) y, por qué no, el par de negrísimos episodios que dirigió para Los nuevos monstruos (1977). La negrura, el espíritu crítico, la aguda observación de personajes populares son claves de un estilo que admite la seriedad (como en I compagni) e incluso la bilis (como en Un bor-

ghese...), pero nunca como camino sin retorno. Posiblemente uno de los grandes films políticos de su tiempo, Los compañeros, no deja de ser una comedia lúdica entre amigos, mientras que en Amigos míos sucede lo contrario: el carácter de comedia lúdica entre amigos, compinche y desternillante, no bloquea el patetismo de unos cincuentones dedicados a las bromas pesadas. Dedicados tan por entero, tan fanáticamente, que también puede vérselos como anárquicos héroes antisociales.

De paradojas semejantes está hecha la carrera de este taurino nacido el 15 de mayo de 1915. Como todos sus compañeros de ruta (ver la obra de Risi, pero también las de Age, Scarpelli y compañía), la obra de Monicelli se tensa entre lo culto y lo popular, entre la expresión personal y el resbalón de compromiso, entre el cálculo comercial y la fidelidad a sí mismo. La diferencia con algunos colegas es que, más allá de inevitables altos y bajos, Monicelli no conoció la decadencia, tanto en sentido artístico como en el personal. Así como hasta último momento mantuvo la coherencia civil, a los 70 años produjo films tan atendibles como El difunto Matías Pascal o Esperemos que sea mujer, cerca de los ’80 se aventuró con la negrura de la aquí inédita Parenti serpenti, y pasados los ’90 se despidió con La rosa del desierto. Que no habrá sido uno de sus films mayores, pero sí uno sólido y dignísimo. Hasta que a los 95 decidió homenajear imprevistamente a su colega Marco Bellocchio, dando un salto al vacío que no se esperaba de él.

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La última película de ficción de Monicelli fue la más que digna La rosa del desierto, de 2006.
Imagen: AFP
 
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