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Lunes, 2 de enero de 2012

OPINIóN

Teclas de diamante

 Por Eduardo Fabregat

La tristeza no tiene explicación, ni tiene justificación ni razonamiento. La tristeza es eso que te hace llorar cuando ya comenzaron los primeros minutos del último día del año, y suena “Quedándote o yéndote” y se vienen abajo todos los diques y todas las defensas: decís “pero la puta madre, se murió Rapoport” y ya no tenés nada que caretear y dejás que te caigan las lágrimas. Porque se te murió otro cacho de adolescencia, porque Kamikaze era un rito compartido con un amigo que se fue hace muchos años, porque uno ya viene sensible y ahora esto.

Ahora esto: se murió Diego Rapoport.

Pero cómo, decís, si ayer nomás lo vimos en Vélez y Luis y él tocaron “Ella también” y un estadio entero, un estadio entero, entendés, hizo absoluto silencio para escuchar una de las canciones más hermosas que nos ha dado esa cosa que tratamos de definir como rock argentino. Y después los dos tocaron y cantaron eso de los niños que escriben en el cielo y no buscarse más en el umbral para que sepan la forma de tu alma, y Liniers se vino abajo. Apenas estamos tratando de digerir la canallada que le hicieron a Spinetta esos buitres que se dicen periodistas, y nos cae esta trompada. Diego vino desde Bariloche a darle un abrazo a Luis, y a la hora de volver el corazón le dijo basta. Y uno no sabe qué hacer con el vacío, con la andanada de recuerdos, con tanta belleza experimentada frente a un escenario, con la horrible sensación de quedarse un poquito huérfano.

No es exageración. No se trata siquiera de una apreciación de las virtudes musicales de Diego Rapoport –que las tenía, y de sobra–, sino de que gracias a tipos como él, en interacción con Spinetta o con Lebon (“El tiempo es veloz” quizá no sería la canción perfecta que es si no estuviera el Fender Rhodes de Diego), con Seru Giran o con Raíces, uno entendió que en el rock argentino había algo más que la mera acumulación de notas o la construcción de canciones. Rapoport contribuyó a la magia. Rapoport nos dio belleza. Por eso la congoja.

Lo que podían hacer las manos del pianista está ahí, al alcance de la mano y el oído, para quien quiera escucharlo. La leyenda dice que ni al mismo Charly le gustaba el solo que hacía en “Tema de Nayla”, y por eso en Bicicleta se puede escuchar a Diego Rapoport. Ese Rhodes de sonido tan reconocible, que es otro de los puntales de Kamikaze: cada cual tiene su ranking particular del Flaco, y en la de este que escribe ese disco de 1982 está encima de todos. Allí, Spinetta y su Ovation encuentran en Rapoport y su piano el socio perfecto para conjurar momentos de belleza plena, de alto vuelo, cosas sencillamente perfectas como “Barro tal vez” o “Quedándote o yéndote”. Pero también está en el exquisito, a menudo poco valorado A 18 minutos del sol. Y si a alguien le queda alguna duda, que vaya y saque Alma de Diamante y Los niños que escriben en el cielo: primero con Juan del Barrio y luego con Leo Sujatovich, Rapoport dibujó melodías exquisitas, contribuyó a que ese primer Jade eludiera, a pura gracia, con elegancia y nervio rockero, las trampas pretenciosas del jazz rock.

En los últimos años, Rapoport vivía en Bariloche, alejado de la locura de Buenos Aires, dedicado a la docencia y a tocar relajadamente con amigos. Allá, sobre el filo del fin de año, nadie podía creerlo. Para las muchas personas que lo trataron y disfrutaron, se perdió algo más que un músico enorme.

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Todo esto sucede, claro, mientras uno contiene el asco por el redoblado atropello a la intimidad de Luis Alberto Spinetta. No conformes con lo ya hecho, los buitres volvieron a la carga. En el circo iniciado por Muy y continuado por Clarín y La Nación faltaba Editorial Perfil: con su conocida falta de escrúpulos, los muchachos de Jorge Fontevecchia salieron a buscar la foto exclusiva. Hay un par de relatos coincidentes que señalan que el modus operandi fue aún peor que poner una guardia en la casa de Luis, que un fotógrafo se escondió en un taxi mientras el chofer tocaba timbre aduciendo que traía algo para Spinetta. Que le tendieron una trampa para hacerlo salir. Obtuvieron lo que buscaban: las tapas de Caras y luego de Libre se regodearon en las imágenes del Flaco, en lo que ellos seguramente consideran un “triunfo periodístico”. Algunos sitios de Internet multiplicaron el daño.

No asombra, claro que no asombra. A lo largo de los años, Perfil ha dado sobradas muestras de su amarillismo y su desapego por el respeto a la privacidad de las personas. Ni siquiera tiene mayor objeto plantear lo absurdo que resulta que Caras, ese símbolo de la frivolidad y la nadería, sea el medio elegido para perseguir a Spinetta. Hasta tiene lógica: una revista-basura que celebra la ostentación del dinero y la fama porque sí, que suele dar relevancia a personajes de escaso aporte a la cultura, insulta, denigra y le falta el respeto a un pilar del arte y la música argentina.

Ya se les pasará. Generalmente esos medios cambian el foco de atención rápidamente, ya comienza el verano con su habitual carga de banalidades, y Spinetta podrá seguir su recuperación sin sentir el acoso de personajes siniestros que jamás dieron relevancia a lo que realmente importa en él. Mientras tanto, en las redes sociales algunos colegas empezaron a preguntarse si, ante el desprecio mostrado por un tipo que ha inspirado a un par de generaciones, no debería mostrarse un cambio de actitud, algo que sirva como demostración del asco y el repudio de los músicos a ciertos medios. No parece mal debate para ir arrancando el año nuevo.

* La familia de Diego Rapoport está realizando una colecta para cubrir los altísimos costos del traslado a Bariloche: [email protected] o [email protected]

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