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Jueves, 25 de mayo de 2006

NOE JITRIK, LAS HISTORIAS DETRAS DE “ATARDECERES” Y SU MANERA DE RELACIONARSE CON LA LITERATURA

“Desearía que el libro sea seductor en el buen sentido”

Para Jitrik, Atardeceres puede ser leído como “una zona de silencio en relación con un texto, un tipo de relato”. Los engaños de la memoria, la extrañeza que le produce el mercado, la confusión que lleva a que sea considerado más como académico que como escritor, en una charla de alta riqueza.

 Por Silvina Friera

Cada vez que Noé Jitrik se pone a escribir aparece la pregunta del millón: “¿Qué puedo hacer ahora con la palabra que no haya hecho antes?”. La respuesta aparece diseminada en Atardeceres (Ediciones al margen). El primer equívoco que habría que despejar es que aunque el escritor evoque ciertos aspectos de su infancia en un pueblo perdido en el campo –para más datos Rivera, donde nació en 1928–, no persigue el golpe bajo y demagógico de buscar la identificación inmediata, o idealizar esa suerte de edad dorada de todos los hombres y mujeres. No es una autobiografía ni un libro de memorias, sólo un par de narraciones unidas por una idea: inaugurar un nuevo Allá lejos y hace tiempo, de Hudson, pero en la literatura argentina. Y si bien admite que se ha sentido en deuda con su madre y con sus muertos, y que de alguna manera al escribir esos recuerdos pagó una parte de esa deuda, estos detalles no son relevantes. “¡Qué le importa a un lector desprevenido si mi infancia fue acá o allá, si necesito rendir cuentas o reivindicar ciertas cosas, si le debo algo a la memoria de mi madre!”, plantea Jitrik en la entrevista con Página/12. Y si no quedó claro, el escritor confiesa que su aspiración de máxima es que Atardeceres sea leído como una nueva propuesta de escritura que pasa por otro lado, “por una zona de silencio en relación con un texto, un tipo de relato”.

–En un momento señala que recordar lo que decía su abuela sobre cualquier tema, o lo que decían los demás, sería un milagro de la memoria, y que intentar transcribir esos diálogos sería un mero fraude. ¿Cómo se relaciona esta idea de fraude con la nueva propuesta de escritura a la que aspira?

–Podría reproducir o inventar diálogos, pero entonces me estaría ubicando en una dimensión literaria convencional, ya estaría haciendo un libro de recuerdos o de memorias. Yo diluyo esta posibilidad porque la memoria es un proceso de reconstrucción constante, no es algo fijo que está ahí. Cuando uno recurre a sus imágenes, a sus recuerdos, vuelve a transformar la memoria. Un testigo que salió de la tumba podría decir: “¡¡Pero esto no era así, nunca estuviste subido a un árbol escuchando el ruido de las hojas!!”. Siempre trato de evitar el diálogo en lo que escribo.

–¿Por qué?

–Tengo dificultades para escribir diálogos, porque hay modelos muy poderosos tanto en la literatura argentina como en el cine. En el cine, por ejemplo, la peor película norteamericana tiene diálogos excelentes y una técnica extraordinaria. Cuando alguien empieza a escribir y se enfrenta con la posibilidad de hacer diálogos, si no está dotado, los falsifica. Y entonces me prevengo y digo que no. Prefiero bordear lo dicho y más bien insistir sobre lo escrito que sobre lo dicho. No me siento cómodo en esta especie de poética del diálogo por razones casi ideológicas: los diálogos en la literatura son lo convencional, lo canónico, lo que hay que hacer para ser un novelista y para hacerse entender con los libreros, porque en última instancia el destino de un libro depende de ellos (risas).

–¿A qué atribuye que la evocación de la infancia suela ser un disparador efectivo para escribir?

–Es el atractivo del origen, siempre nos estamos preguntando por el origen, ya sea en un sentido histórico o filosófico. Siempre tratamos de remitirnos al lugar o momento en que empezó todo. Para muchos la infancia está muy idealizada porque les permite trazar cuadros muy reivindicatorios: “Ese soy yo, de aquí vengo”. Probablemente se hipervaloren los hechos de la infancia y se los considere susceptibles de dar origen a narraciones, a cuentos, a novelas. Responden a ese lugar común que muchos repiten: “Mi infancia es como para un cuento”. Pero no quisiera que me leyeran así. No es un cuento lo que estoy contando; lo que estoy haciendo es otra cosa que no sé muy bien qué es, pero que implica para mí un desafío.

–¿Pero cómo podría definirlo?

–Tal vez lo que deseo es encontrar la clave de mi silencio, que en Atardeceres está tematizado en la figura de mi padre. En mi propia visión, pareciera que la escritura es lo determinante. El hecho de haberme centrado en los trazos de la firma de mi padre, y haber tratado de describirlos y de pensar que hay algo que se proyecta en el trazo, en la escritura; que hay más de lo que se dice que es muy difícil de discernir (ver “Textual”). Pero intento aproximarse a ese algo más, sin saber exactamente qué es. Desearía que el libro sea seductor, en el buen sentido, porque es una palabra que tiene mala prensa, en tanto supone que hay implícito un engaño. Seducir es como conducirse a sí mismo, hacer algo consigo mismo, pero que al otro le importe. Esa seducción consistiría en que la gente que pueda leer el libro se pregunte: “¿Qué es esto? ¿Qué me pasa con esto?”. Porque me parece que no hay lectura válida si la gente no se pregunta “qué me pasa”. Para llegar a la conmoción de la lectura, siempre tiene que haber un trabajo de seducción.

–Y en este deseo de que los lectores se pregunten qué les pasa, ¿cómo cree que les impactará el tema de la inmigración judía en la Argentina, que aparece en el libro?

–A los inmigrantes les costaba el diálogo en castellano. Una cosa que en mi libro aparece muy marcada es el silencio de mi padre. Recuerdo haberlo acompañado, trotando detrás de él, sin una palabra, no por hosquedad, más bien tiendo a pensar que se hacía cargo de esta dificultad de relacionarse con una lengua que no era la de él. El cocoliche en la Argentina es una tentativa de dialogar, a pesar del poco manejo de la lengua. El tema del diálogo es interesante porque es un punto nodal. Me acuerdo de que una vez trataba de explicar que el diálogo es un elemento subordinado en una narración, que primero se define un personaje y luego el diálogo tiene que ser congruente con esa definición. Esto lo expuse en una charla que di en Londres y Vargas Llosa se enojó conmigo, no le gustaba esta hipótesis. Para él, el diálogo era básico, sagrado, la condición misma de la narración o de la literatura.

–En su familia, sus abuelos y su madre eran analfabetos. Sólo su padre escribía cartas. ¿Qué hipótesis puede trazar acerca de su manera de vincularse con la escritura?

–Casi toda la inmigración que llegó a la Argentina lo hizo en condiciones muy precarias, pero todos apelaban a m’hijo el dotor. Muchos vinculan este ideal con la clase media, pero uno se pregunta por qué hay tantos estudiantes de letras en el país, por qué hay tanta poesía. Esta proliferación estaría relacionada con una necesidad de enfrentar, por el lado de la cultura, el déficit de la implantación. Entonces el que escribe un relato realista sobre lo que sea ya se siente muy integrado. Esto forma parte de la formulación m’hijo el dotor. Claro que Florencio Sánchez lo sitúa más de una manera clasista: el padre es un campesino criollo y quiere que su hijo sea un citadino ilustrado, pero ese mecanismo en los inmigrantes funcionó de una manera total y absoluta. En lo particular, siento que todos necesitamos un toque mágico para despertar a una realidad, a algo diferente. A mí se me abrió la literatura desde chico y, con la irrupción de los poemas de Rubén Darío, comencé a insistir en ese camino bien o mal. El otro día les decía a mis amigas que pensaba hacer una declaración espectacular: “Renuncio a la literatura”. Y una me preguntó qué tenía eso de espectacular. Entonces, si a nadie le importa, para qué voy a renunciar, sigo en esto (risas).

–¿Pensó alguna vez, seriamente, en renunciar a la literatura?

–A veces me siento un poco asfixiado por el equívoco de valores, de lenguajes, la dificultad de entenderse con algunos problemas esenciales de la literatura, la confusión, el desplazamiento y el alboroto. Salgo de la Feria del Libro y me siento muy confundido. ¿Yo estoy en esto? Más de una vez me pregunto qué tengo que ver con toda esa barahúnda de la firma de ejemplares o con los éxitos editoriales. Desde luego quisiera que mis libros se vendieran, que fueran éxitos editoriales, eso es perfectamente comprensible, pero la cosa pasa por dentro. Sí, me da la tentación de abandonar la literatura, pero no sé hacer nada. Sé cocinar y lavar los platos, pero no puedo ofrecerme a esta altura de mi vida en un restaurante, aunque no he dejado de pensarlo (risas). Recuerdo unas viejas películas de emigrados rusos a Francia, parejas que en Rusia eran duques, condes o nobles, que se empleaban como domésticos en casas de familias muy francesas. Pero eran duques y se ofrecían como mucamos. No deja de ser tentador probar algo parecido, pero no la puedo convencer a Tununa (Mercado, su mujer, también escritora) de que me acompañe en esto; además no sabría a quién ofrecerme. Pero puedo pasar la aspiradora y lavar los platos (risas).

–¿Qué es lo que más lo desconcierta: el mundo académico o el mercado del libro?

–Me desconcierta más el mercado del libro. El mundo académico es más acotado, tiene ciertas leyes o reglas, entonces uno puede actuar con o en contra de ellas. Es arduo, difícil, está lleno de conflictos y de competencias, pero pese a todo, es un campo inteligible. El campo del mercado es un océano en el cual uno se mete o no se mete, o lo meten. En la tapa de mi novela Mares del sur aparece un tipo con saco y corbata en un bote, remando en un mar encrespado sin saber adónde va. Es la mejor imagen de mi relación con la Feria del Libro o con el mercado editorial, que no termino de entender.

–¿Ese mercado lo desplaza como escritor y le pone la etiqueta de académico, crítico o ensayista?

–Sí, constantemente aparezco como el crítico o el profesor. El escritor siempre aparece relegado. Es como si me dieran un baño de agua fría. Aunque escribí sobre escritores, no soy un crítico. Pienso que hay una actitud crítica, que es diferente de ser un crítico, que consiste en usar la poca inteligencia de que estamos dotados frente a un estímulo cualquiera y tratar de entenderlo. Pero eso no es ser académico. Académico es un sistema de defensa, un parapeto intelectual para no correr riesgos.

–¿Por qué aparece tan escindida la escritura narrativa de la ensayística, si tenemos una tradición de mezclas y cruces muy fuertes, con Borges como el caso más paradigmático?

–Se tardó mucho tiempo en reconocer este dinamismo en la obra de Borges, tanto en lo cuantitativo como en lo propositivo. Macedonio es también un buen ejemplo, sólo que está tan recluido en sus dificultades, que no se advierte demasiado este paso entre el saber crítico y el saber narrativo, al que de una manera muy enfática llama creación. Aceptar esta condición recluida del crítico implica que su escritura pierda densidad y carnalidad. En el campo que sea, lo que importa es escribir y no dejarse condicionar ni por géneros ni por etiquetas.

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En Atardeceres, Jitrik evoca algunas escenas de su infancia, pero aclara que no se trata de una autobiografía.
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