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Domingo, 6 de agosto de 2006

A 25 AÑOS DE TEATRO ABIERTO Y EL INCENDIO DEL TEATRO DEL PICADERO

Llamas que no destruyeron la pasión

En la madrugada del 6 de agosto de 1981, la mano de obra de la dictadura dio un golpe que supuso mortal. Pero los teatristas que impulsaron el ciclo encontraron en ese ataque nuevas energías para seguir en la lucha.

 Por Hilda Cabrera

Cuando en la madrugada del 6 de agosto de 1981 un comando incendió el Teatro del Picadero, los creadores de Teatro Abierto entendieron que aún quedaba mucho por hacer. Habían logrado organizar un primer ciclo como una forma de resistencia desde la cultura, pero el fuego destruía el trabajo de meses. El teatro ubicado en el 1845 del Pasaje Rauch, hoy Enrique Santos Discépolo, ardía mientras otro público se desperdigaba. Era el que había asistido al show de Frank Sinatra, en el Hotel Sheraton, el cantante que también entonces contrató Ramón “Palito” Ortega para un recital en el Luna Park. Otra postal de un país alucinado. El ataque se había producido a la 1.40, marcando para siempre a los protagonistas de ese ciclo que, por el contexto en el que se insertaba, comenzaba a ser político. Se cuenta que uno de los primeros en llegar fue Abelardo Duarte, al que la policía detuvo y apremió para que diera nombres. Le hicieron firmar que todo había sucedido por una falla eléctrica. Otros, enterados, acudieron rápido al teatro, propiedad de Guadalupe Noble. Pero el daño estaba hecho.

El programa incluía veintiuna obras, todas breves para poder ofrecerlas de a tres en funciones diarias. La propuesta partió de los autores y animó a directores, intérpretes y técnicos, involucrando a unas doscientas personas. El encuentro no surgió mágicamente. En noviembre de 1980 se habían organizado reuniones en Argentores, cafés y casas de algunos de los participantes. El dramaturgo Osvaldo “Chacho” Dragún contagiaba entusiasmo a sus colegas. Las ideas se convertían en acción. Así fue armándose la lista de los autores que aportaron a la primera muestra: Aída Bortnik, Roberto Cossa, Osvaldo Dragún, Carlos Somigliana, Elio Gallípoli, Griselda Gambaro, Carlos Gorostiza, Ricardo Halac, Roberto Perinelli, Carlos Pais, Eduardo Pa- vlovsky, Ricardo Monti, Alberto Drago, Eugenio Griffero, Patricio Esteve, Jorge García Alonso, Pacho O’Donnell, Víctor Pronzato, Diana Raznovich, Máximo Soto y Oscar Viale. Era una respuesta a la proscripción que la dramaturgia venía padeciendo en los teatros y escuelas de teatro oficiales. Los responsables de esos espacios se excusaban declarando que no existía una dramaturgia argentina contemporánea. Gorostiza recordó en un diálogo con esta cronista (cuando El acompañamiento pasó a la TV en un excelente ciclo sobre Teatro Abierto) que los autores solían reunirse en su casa, intercambiando experiencias sobre amenazas a las personas y los teatros.

En los encuentros preliminares de Argentores se acordó que las obras mostrarían libertad de estilo y tema. Hubo apoyo de la Asociación Argentina de Actores y de otras entidades. El maridaje entre texto y dirección produjo otra lista. Los directores de la edición pionera fueron Luis Agustoni, Carlos Gandolfo, Alberto Ure, José Bove, Enrique Laportilla (quien dirigió Mi obelisco y yo, de Dragún, con aportes musicales del bandoneonista Rodolfo Mederos); Carlos Catalano, Jorge Petraglia, Villanueva Cosse, Alfredo Zemma, Jorge Ha- cker, Omar Grasso, Juan Cosín, Rubens Correa, Osvaldo Bonet, Julio Tahier, Julio Ordano, Francisco Javier, Hugo Urquijo, Raúl Serrano y Antonio Mónaco. Luego de ensayos generales abiertos a los amigos y al público, llegó el día de la inauguración (28 de julio) y el de la representación ante un público que desbordó la sala (4 de agosto). Se fijó el valor de la entrada en un importe mínimo, y se estrenaron Decir sí, de Gambaro (obra no escrita especialmente para el ciclo); El que me toca es un chancho, de Drago, y El Nuevo Mundo, de Somigliana, autor del texto que en la apertura leyó Jorge Rivera López, entonces presidente de Actores. Ese texto transparentaba las razones de la convocatoria: “Porque aspiramos a que nuestro valor se sobreponga a cada uno de nuestros miedos. Porque necesitamos encontrar nuevas formas de producción que nos liberen de un esquema chatamente mercantilista. Porque amamos dolorosamente a nuestro país y éste es el único homenaje que sabemos hacerle. Porque encima de todas las razones nos sentimos felices de estar juntos”.

Esa necesidad imperiosa de permanecer unidos salvó a Teatro Abierto. Ante el incendio del Picadero, hubo más adhesiones que rechazos. Varios empresarios teatrales del circuito comercial ofrecieron sus salas, entre otros Alejandro Romay y Carlos A. Petit. Los organizadores reunidos en asamblea optaron por el Tabarís. Y allí, como había sucedido antes en del Picadero, se agotaron las localidades. Las funciones se iniciaban a las 18, y el ciclo se mantuvo hasta el 21 de septiembre. Ese día, y a modo de clausura, el actor Alfredo Alcón leyó Poema para un niño que habla con las cosas, de Raúl González Tuñón.

La cifra de veinticinco mil espectadores asombró a los organizadores. No sólo ellos aspiraban a que en el escenario hubiera algo más que obras superficiales. La bronca ante el desconocimiento de que existía una dramaturgia nacional y el hecho de que la interventora del Conservatorio Nacional de Arte Dramático eliminara la cátedra de Teatro Argentino Contemporáneo les dio impulso. Los artífices de Teatro Abierto no eran mártires sino creadores, y supieron leer la realidad. Recibieron apoyos incondicionales, entre otros de Abel Santa Cruz, Ernesto Sabato, Jorge Luis Borges y Adolfo Pérez Esquivel, ya distinguido con el Premio Nobel de la Paz. Se impusieron crear conciencia ante el latiguillo de que no existían y hallaron la estrategia justa en una sociedad que parecía aceptar mansamente lo que se le ofrecía en materia cultural.

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La destrucción del teatro fue total, pero eso multiplicó las adhesiones a Teatro Abierto.
Imagen: Julie Weisz
 
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