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Viernes, 22 de junio de 2007

ENTREVISTA A LA ESCRITORA ALICIA DUJOVNE ORTIZ

“Mi padre era un idealista”

En El camarada Carlos, la autora rastrea una historia que permanecía oculta: la de su padre, un agente secreto soviético.

La historia de su padre cabía en un puñado de frases que ni siquiera salían de su boca. La narradora de la vida “secreta” de Carlos Dujovne era su mujer, la escritora Alicia Ortiz Oderigo. Se habían conocido en 1935, en una reunión del Partido Comunista argentino. El se presentó con su nombre de guerra: Carlos Fuentes, pero ella no le creyó porque el misterioso camarada de ojos verdes, enviado de la Internacional Sindical Roja, “tenía demasiada cara de judío para llamarse así”. ¿Qué sabía su hija? Lo poco que la madre le contaba: que su padre había nacido en las colonias judías creadas por el barón de Hirsch en la provincia de Entre Ríos, que a los quince años, en 1918, había formado parte del grupo fundador del PC argentino, que en 1923 se fue a Rusia para participar activamente de la revolución, que hizo el servicio militar a las órdenes de Budioni, héroe soviético; que en 1927 fue designado acompañante de Henri Barbusse y ofició de intérprete durante la entrevista que Stalin le concedió al escritor francés, que un año después fue enviado a Montevideo para ocuparse clandestinamente del Buró Sudamericano de la Internacional Sindical Roja, que a comienzos de los años 30 viajó a Perú, Bolivia y Chile, para organizar el trabajo sindical de los nuevos partidos comunistas; que en 1932, después del fracaso de los soviets en la Universidad de Chile, atravesó a caballo la cordillera de los Andes y volvió al país, que había militado en el PC argentino entre 1933 y 1943, que había creado la editorial marxista Problemas y había estado preso en la cárcel de Neuquén. Y que, finalmente, en 1947 renunció al partido y se quedó completamente solo hasta su muerte en 1973.

En El camarada Carlos (Aguilar), Alicia Dujovne Ortiz reconstruye la vida secreta del camarada Carlos –historia paterna que, como confiesa la escritora, “se me hundía en la carne”– hurgando en archivos secretos, sin importarle el riesgo que esta investigación entrañaría: la amenaza de que se rompiera la imagen del padre que la autora de El árbol de la gitana había construido desde su infancia. Lo primero que le llamó la atención fue la palabra “secreto”. La usaban Lazar y Victor Jeifets, autores del diccionario sobre la Internacional Comunista, que estuvieron trabajando durante años en los archivos secretos de Moscú, en la calle Bólchaia Dmítrovka, donde estuvo Dujovne Ortiz gracias a una beca que recibió del gobierno francés para investigar el tema. “Estábamos en el bar de un hotel, tomando vodka, y ellos me repetían: ‘Su padre fue un agente clandestino, un agente secreto’, hasta que no aguanté más y les pregunté: ‘¿Pero qué quieren decir? ¿Que era un espía?’”, recuerda la escritora en la entrevista con Página/12. “Ellos me aclararon que el espía y el enviado secreto eran dos mundos distintos. El espionaje se reclutaba muy a menudo entre gente que ni siquiera era comunista, que tenía un bajo nivel ideológico y por eso mismo eran venales, se interesaban por el dinero, y mi padre era un idealista que vivió muerto de hambre, de lo cual puedo dar fe”, bromea Dujovne Ortiz.

–Usted sugiere en el libro que la clandestinidad de su padre era relativa. ¿A qué se refiere?

–Mi padre fue agitador sindical en Montevideo, Perú, Bolivia y Chile. Su trabajo era sindical, pero no aparecía como miembro del partido. Alguien que trabajó al lado de mi padre en Moscú y luego en Montevideo fue Eugenio Gómez, máximo dirigente del comunismo uruguayo. Gómez aparecía en el diario Justicia de Montevideo, órgano oficial del Partido Comunista, pero mi padre no. Donde sí figuraba era en la revista interna de la Internacional Sindical Roja de Montevideo, El trabajador latinoamericano. En el caso de mi padre planteo que hay una clandestinidad relativa porque el hecho de ser argentino y amigo de todos los uruguayos pareciera que le hubiera permitido figurar de taquito, mientras que la pesada que mandaron un poco después, Guralski y un húngaro llamado Erno Gerö, que estaban en Montevideo, en absoluto podían figurar. Erno Gerö fue uno de los que participó, en 1935, del asesinato del líder trotskista catalán Andrés Nin. Seguir la trayectoria de mi padre y comprobar que absolutamente todos los rusos que estuvieron al lado de él fueron fusilados me lleva a pensar que mi padre habría sido asesinado, si se hubiera quedado en Rusia.

–La historia de su padre es muy representativa por la desilusión que el stalinismo implicó para muchos militantes comunistas.

–Para mi padre, que se fue a la URSS en 1923 para participar en lo más íntimo de la revolución, fue una tragedia. El nunca se pudo sobreponer. Y entonces vino el momento de la reflexión durante esos dos años, del ’43 al ’45, cuando estuvo preso en la cárcel de Neuquén. Mi padre pensaba que a Perón se lo podía apoyar para de cierto modo salvarlo de su ala nacionalista, a pesar de que no creyó que había que apoyarlo por completo, como sí lo hizo Rodolfo Puiggrós. Mi padre estaba en disidencia con la línea del partido, con Victorio Codovilla y Rodolfo Ghioldi, y comenzó a reflexionar sobre el stalinismo. Cuando te dan dos años de “regalo” para que pienses, la verdad se infiltra mucho más profundamente. Todavía no estaba completamente convencido de su renuncia al partido cuando salió de la cárcel de Neuquén, pero sí tenía una posición conciliadora.

–¿A qué atribuye esa posición conciliadora en una época, la del primer peronismo, tan pasional?

–Mi padre no entendía por qué Perón se peleaba con los radicales y viceversa, porque en realidad para él no eran tan diferentes en lo económico. Había de su parte algo un tanto utópico. Su limitación era la no comprensión del mal y de las pasiones. Visto todo desde el punto de vista racional, sí, claro, hay gente que no tiene por qué no colaborar, el tema es que las pasiones y el odio irracional existen.

–¿Su padre renunció o lo expulsaron del PC?

–En 1947 decidió presentar su renuncia porque lo boicoteaban desde adentro con la editorial Problemas, que él había creado, una enorme editorial de textos marxistas que nadie ha estudiado. La dirección del partido consideraba a mi padre un disidente. Juan José Real, un viejo dirigente del partido que también fue expulsado, me contó que mi padre presentó la renuncia, pero fue archivada, nunca se discutió y se dijo que había sido expulsado porque el partido no admitía las renuncias. Si alguien se iba, se consideraba que era una expulsión. A partir de ahí hubo un pacto de silencio, de fidelidad, respetado por mi padre. Probablemente tenga que ver con aquel papelito que encontré en su carpeta de los archivos de la Komintern, en el que juraba guardar el secreto sobre todas sus actividades y sobre todos los papeles que pasaron por sus manos. El hecho es que mi padre jamás dijo públicamente una palabra en contra del partido, se encerró en su casa y se quedó totalmente solo. Esta fue una manera particular de fusilamiento del PC argentino: “A éste se lo borra”. Mi padre fue borrado y se convirtió en un muerto civil, alguien que no pertenece a ningún sector. No está en el Partido Comunista, los comunistas no lo consideran comunista porque él se ha ido, pero él no se pasa al otro bando, o sea que para todos los demás sigue siendo comunista.

–¿Por qué su padre nunca escribió sus memorias?

–Durante años le pedí: “Viejo, escribí tus memorias, escribí este libro porque si no te lo voy a escribir yo y mal”. Su respuesta era: “¿A quién le puede interesar?” Le parecía una historia trivial. Mi madre decía que mi padre no era un escritor, que era un hombre de acción. Pero también otra hipótesis es que había cosas que no podía contar, como todos los entretelones de Chile; jamás intentó escribir sobre el Buró Sudamericano porque ahí estaba la parte secreta de su trabajo. Consideré que debía levantar la capa de silencio que pesó sobre él por dos motivos: por agente clandestino y por haber sido un muerto civil. Después de esta investigación tengo la admiración hacia mi padre intacta. Siempre pensé que era un tipo honesto, corajudo, porque hay que tener coraje para entregar su vida a una fe y después retirarse en forma total. He mantenido bastante la distancia; por momentos pareciera que no estuviera hablando de mi padre. Hay partes en que transcribo documentos que atestiguan la información que iba encontrando. No es un libro de una hija que dice maravillas del padre.

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“Esta historia se me hundía en la carne”, dice Dujovne Ortiz.
Imagen: Gustavo Mujica
 
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